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A diferencia de casi todas las demás naciones americanas, desde el Canadá hasta la Argentina, los colombianos no tenemos una multiplicidad de antepasados, sino sólo dos ramas: los españoles y los indios —y, algo más tardía, la de los negros traídos como esclavos—. Durante la Conquista y la Colonia, la Corona española no permitía que vinieran aquí sino los castellanos —hasta los súbditos de Aragón eran considerados extranjeros—; y después, en la República, los gobiernos usualmente dominados por los sectores reaccionarios y por la Iglesia se opusieron siempre al contagio de ideas modernas —es decir, dañinas— que pudiera traer la inmigración de gentes de otros países, incluida la propia España. (Recomendamos: ¿España debe pedir perdón por los atropellos cometidos en América?).
Así que, salvo unos cuantos aventureros italianos o refugiados judíos, y un puñado de convictos franceses escapados de la prisión de Cayena, en la Guayana, sólo llegaron aquí a principios del siglo XX, casi subrepticiamente, los llamados “turcos” —pues viajaban con pasaporte del Imperio otomano—: unos pocos millares de libaneses, sirios y palestinos. Pero cuidadosamente seleccionados: tenían que ser de religión cristiana. (Más: El escritor José Saramago pregunta ¿cómo sería la historia de América contada por los indígenas?).
En las famosas tres carabelas del Descubrimiento —aunque sólo una lo era: la Niña; la Pinta y la Santa María eran naves de otra clase— venían marinos andaluces, carpinteros navales, un médico. En viajes posteriores vendrían más españoles e, incluso, algún italiano o portugués —sin contar al propio Almirante—. Eran soldados sin empleo tras el fin de la Reconquista contra los moros, veteranos de las guerras aragonesas de Italia, convictos de Castilla, pequeños comerciantes, artesanos, segundones arruinados de casas nobles, pícaros, escribanos, estudiantes.
Viajaban también mujeres, aunque no muchas. Y funcionarios de la Corona, esos sí bastantes: ya en los tiempos de los Reyes Católicos la burocracia hispánica era la más numerosa, enredada y enredadora del mundo, y estaba entregada a un crecimiento constante y canceroso que se iba a volver delirante bajo su bisnieto Felipe II, primer funcionario del reino, y sería heredada y reproducida con entusiasmo en las colonias americanas.
Llama la atención, en ese siglo XV abrumadoramente analfabeta, el número de futuros escritores y poetas que viajaron desde España a las Indias: ninguna empresa guerrera y colonizadora de la historia ha sido registrada y narrada por tal número de escritores participantes en ella, y de tan alta calidad literaria, los cronistas de Indias, que antes habían sido sus descubridores y conquistadores: Cristóbal Colón y su hijo Hernando, Hernán Cortés, Jiménez de Quesada, Fernández de Oviedo. Poetas, como el Alonso de Ercilla de la epopeya La Araucana y, de vuelo menor, el Juan de Castellanos de las Elegías de varones ilustres de Indias. Curas, como fray Bernardino de Sahagún o fray Pedro Simón. Y llama la atención también que muchas veces esos cronistas escribían para contradecirse unos a otros: así, el soldado Bernal Díaz escribió su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España para corregir las Cartas de relación de Cortés, que había sido su capitán; y fray Bartolomé de Las Casas su Brevísima relación de la destrucción de las Indias para refutar a todos sus predecesores.
Sahagún, Simón, Las Casas: porque, ahora sí, empezaron a llegar a América curas y frailes. A montones. En la España de los siglos XV y XVI, descontados los siervos de la gleba, un quinto de la población adulta estaba constituido por religiosos: sacerdotes seculares, monjes regulares de las grandes órdenes más o menos mendicantes, frailes sueltos, monjes y monjas de clausura. La Iglesia española no sólo era muy rica —y la primera terrateniente del país—, sino bastante independiente del papado de Roma, y en cambio muy sometida a la Corona, gracias a las bu[1]las concedidas a los reyes y sobre todo a través de la Inquisición.
Esta era un tribunal eclesiástico en teoría, y en teoría consagrado únicamente a investigar los pecados —que no existiendo la libertad de cultos eran automáticamente también delitos— de herejía, o de reincidencia en una falsa religión, islam o judaísmo, o de brujería. Aunque en España no fueron muchos los casos de brujería y otros tratos con el demonio perseguidos por los inquisidores, porque, explicó alguien, “el diablo no se fiaba de los españoles”.
Pero la Inquisición era directamente manejada por la Monarquía, que la utilizaba para el control político y social de todos sus súbditos, herejes o buenos cristianos, nobles o plebeyos. Sus métodos crueles, la tortura, y secretos, el encierro de los sospechosos incomunicados y la delación anónima —pagada con los bienes del denunciado— la convertían en una eficaz policía política; y sus castigos severísimos y de tinte espectacular, como la quema en la hoguera o la humillación pública de los condenados, le daban un prestigio ejemplarizante muy útil para sus reales patrones.
En una sociedad casi sin espectáculos ni diversiones públicas, salvo las misas y las procesiones, los solemnes y espléndidos autos de fe organizados por la Inquisición para la confesión y abjuración de los pecados ante el pueblo congregado en el atrio de una catedral se convertían en verdaderas y casi únicas fiestas, con la sola competencia de las corridas de toros. La religión católica, única aceptada por el Estado como verdadera, iba a servir de cemento para la unidad de una España en la que convivían cada vez menos armoniosamente cristianos, mahometanos, judíos y conversos.
Para resumir, ya fueran sacerdotes, funcionarios, soldados, artesanos o hijos de comerciantes, quienes viajaron a las Indias, provenían en su mayoría de la pequeña burguesía urbana con algunos medios de fortuna: tenían que pagarse el viaje. La colonización española fue empresa privada. Eso explica en parte la necesidad que tenían los colonos en el Nuevo Mundo de obligar a trabajar a los indígenas, tanto para labrar los campos como para explotar las minas.
No habían llevado siervos como los que había en España, ni esclavos moros ganados en la guerra; y ellos mismos sabían pelear, pero no sabían trabajar: una trascendental diferencia con los que serían más tarde los colonos de las posesiones inglesas en América del Norte. Así, buscaron mano de obra sierva en los indios de la Conquista, como lo habían hecho durante siglos en los moros de la Reconquista: también en ese sentido la una siguió a la otra como su prolongación natural. Y la Corona, que cobraba impuestos —el “quinto real”: la quinta parte de todas las riquezas descubiertas—, no correspondía financiando las expediciones: sólo proporcionaba a cambio protección contra la intromisión de otras potencias europeas —una protección cada día más precaria— y derechos jurídicos de población y de conquista.
En primer lugar, los de posesión sobre el Nuevo Mundo que otorgó el papa en su bula Inter caetera (“Entre otras cosas”) a los monarcas españoles. Y las leyes para las reparticiones de tierras y de indios, para la fundación de ciudades y la organización institucional en torno a los cargos nombrados desde España: gobernadores, oidores, visitadores —y también curas doctrineros y obispos—. En suma, la Corona sólo proveía, o al menos prometía, la ley y el orden. El orden ya absolutista y regio, antifeudal, que estaban instaurando en la península los Reyes Católicos.
Como se dijo antes, de acuerdo con las leyes dictadas por la Corona, sólo podían viajar a América los súbditos castellanos —ni siquiera los aragoneses—, y los portugueses a las posesiones del Imperio en las costas del Brasil, de acuerdo con la línea arbitraria trazada con el dedo de arriba abajo en el mapa por el papa Alejandro VI Borgia (un Borja español) que dividía entre España y Portugal las nuevas tierras descubiertas. Una línea escandalosamente injusta, no sólo con los indios americanos, por supuesto, sino con los demás reinos de Europa, excluidos caprichosamente del reparto. (Años más tarde, indignado, pediría un rey de Francia que le mostraran en dónde había dispuesto Adán en su testamento tan inicua distribución de su herencia).
Y sólo estaban autorizados para ir a las Indias, a conquistar o a poblar, castellanos que pudieran probar su “limpieza de sangre”. Sólo “cristianos viejos”. Ni judíos ni mahometanos, aunque, como ya se dijo, el propio Colón era tal vez judeoconverso, y luego vendrían otros que también lo eran, como, por ejemplo, el conquistador del Nuevo Reino de Granada, Gonzalo Jiménez de Quesada. Eso era incontrolable, al fin y al cabo: sobre un total de unos cinco millones de habitantes, la población de España contaba trescientos mil judíos —expulsados en 1492, el mismo año del Descubrimiento— y ochocientos mil conversos: una quinta parte de los españoles. En cuanto a los moros que se quedaron tras la conquista cristiana de su último reducto de Granada (también en 1492), eran medio millón. Pero aplicar con rigurosidad las leyes de limpieza de sangre era imposible; y además las leyes eran laxas; y además había muchos juristas, duchos en interpretarlas.
Por eso aquí vinieron todos. La limpieza de sangre, además, tenía que ver con la religión, no con la raza. Ya los españoles de esas auroras del Renacimiento constituían tal vez la raza más mezclada de las que habitaban Europa. Un entrevero de todas las etnias indoeuropeas llegadas en el curso de dos o tres milenios: íberos y celtas más o menos autóctonos, los misteriosos vascos, tartesios de Andalucía, griegos y fenicios venidos pacíficamente por el mar en el siglo v antes de Cristo, cartagineses del África y romanos de Italia en el siglo iii en plan de guerra y conquista, judíos —según sus propias cuentas, desde la primera diáspora causada por la destrucción del primer templo de Salomón en Jerusalén por el babilonio Nabucodonosor, seiscientos años antes de Cristo—, invasores visigodos y de otros pueblos bárbaros salidos de Alemania como los suevos y los vándalos, y aun de más lejos, como los alanos del remoto Irán en el siglo v d. C., y árabes a partir del siglo viii en sucesivas oleadas: árabes de Arabia, sirios, bereberes del norte de África, almorávides, almohades, benimerines.
Y finalmente, por millares, los peregrinos pacíficos de Compostela, franceses sobre todo, que fundaban barrios y ciudades francas, además de monasterios cistercienses, a lo largo del Camino de Santiago cuando volvían de venerar la tumba del apóstol. Esa España diversa, no amalgamada todavía pero sí superficialmente unificada por la religión y la política, es decir, por los reyes y los curas, era probablemente, bajo su doble Corona de Castilla y Aragón, el Estado más poderoso de Europa, aun antes de que le cayeran en suerte el Nuevo Mundo y sus riquezas: una lotería que, paradójicamente, iba a ser una de las causas de su decadencia.
Apenas un siglo más tarde ya se lamentaba el poeta Francisco de Quevedo y maldecía el oro americano: Nace en las Indias honrado donde el mundo le acompaña; viene a morir en España, y es en Génova enterrado. Poderoso caballero es don Dinero… Tras ocho siglos de lucha contra los moros, y de los reinos cristianos entre sí, a la Corona de Isabel de Castilla le había llegado por conquista o por alianzas dinásticas la mitad de los reinos españoles: Castilla, León, Asturias y Galicia, el País Vasco, Extremadura y toda la ancha Andalucía tras la conquista del reino nazarí de Granada, y las islas Canarias en medio del Atlántico.
El Aragón de su marido no sólo incluía a Cataluña y a Valencia, con lo cual entre los dos monarcas completaban su dominio sobre toda la península ibérica, con excepción de Portugal al occidente y de Navarra al norte —que no tardaría en caer bajo Fernando—, sino que se extendía a un buen pedazo de Francia (el Rosellón y la Provenza) y a buena parte de las islas del Mediterráneo: las Baleares, Cerdeña, media Córcega y Sicilia, incluido el reino de Nápoles que comprendía la mitad sur de Italia. Y, al menos en teoría, sus posesiones llegaban hasta Atenas, en el Mediterráneo oriental. Por añadidura, el papa era suyo: el ya mencionado Alejandro VI Borgia, un Borja valenciano con quien se intercambiaban favores y regalos.
España era pues, étnicamente hablando, lo que allá llaman en culinaria un puchero: una olla podrida, un revoltijo de todo lo que hay, que al ser trasladado a América y mezclado con las variadas razas locales pasó a ser, digamos, un sancocho. Pocos años más tarde —y en parte para suplir la diezmada mano de obra servil de los indios— serían traídos además, en gran número, negros del África para añadirlos al batiburrillo. La burocracia colonial intentó poner orden mediante una clasificación exhaustiva de cruces y matices: español, criollo, indio, negro, mestizo, mulato, zambo, cuarterón, saltatrás, albarazado, tentenelaire… docena y media de escalones de un sistema jerarquizado de castas.
La realidad pronto mostró que esa tarea era ímproba. Trescientos años más tarde, durante las guerras de Independencia de España, ya sólo se distinguían los “blancos” (españoles o criollos) y los “pardos”, que eran la inmensa mayoría —pues casi no quedaban indios—. Y otro siglo después el filósofo mexicano José de Vasconcelos inventaría la tesis de la “raza cósmica”: la que hay hoy en América Latina, cada día más obesa y dedicada a aprender a hablar inglés.
* El libro “Historia de Colombia y sus oligarquías” puede ser leído de manera gratuita en la web https://bibliotecanacional.gov.co/ o comprado en versión impresa del sello Crítica (Grupo Editorial Planeta).