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“Nunca quise posar de escritor”: Óscar Hernández Monsalve

El poeta, periodista y narrador celebra sus noventa años con la edición del volumen “De vida, ángeles y ozono”.

Ángel Castaño Guzmán
20 de noviembre de 2015 - 03:12 a. m.
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Autor de un lirismo directo y sencillo —calificativos que usó Fernando Charry Lara para referirse a sus versos—, Óscar Hernández Monsalve celebra sus noventa años de vida con la edición del volumen De vida, ángeles y ozono (Sílaba Editores, 2015), que reúne poemas, cuentos, crónicas y una novela.

Varias personas que lo han conocido resaltan en usted la capacidad de ejercer muchos oficios: actor, poeta, periodista, cantante de iglesia, boxeador... Vistas esas actividades con la perspectiva de los años, ¿cómo le sirvieron para construir su obra literaria?

Todos los conocimientos que uno pueda tener en la vida, por humildes o extraños que sean, sirven para completar la vida, que nunca estará completa. Todos los oficios que he tenido han alimentado mi obra literaria. La poesía mía ha sido una batalla para conquistar la posición del hombre cotidiano, de los más humildes y olvidados. Para que fueran recordados a través de mis poemas. Nunca he considerado la poesía como solamente literatura, creo que la poesía es “la otra cosa”.

Uno de los elementos que llaman la atención de sus crónicas es la creatividad prosística. Usted ha hablado en contra de la escritura notarial. ¿Cómo hizo para huir de ella y conseguir un ritmo ameno?

Escribía mis crónicas respondiendo a una sensación muy personal. El estilo se fue construyendo con unos materiales muy conocidos, pero poco usados: una dosis de humor bien calculada, otra de observación en lo íntimo del ser humano, un rescate de muchas palabras náufragas que no eran bienvenidas en la sociedad de los notarios escritores y una actitud de perder el miedo a los comentarios de las sectas literarias. Muchas de mis crónicas fueron escritas a partir de personajes de la calle que encontraba en mi diario transcurrir. Nunca quise posar de “escritor” sino de un “decidor” de situaciones y personajes. Las canciones, especialmente el tango, han sido inspiración para encontrarme con personajes. El tango fue la internet de los siglos XIX y XX. A través de los tangos nos entendíamos y nos seguimos entendiendo muchos de los que seguimos creyendo en su mensaje. La canción Cambalache es una inspiración para entender en pocas palabras lo que ha sido nuestro pasado y nuestro presente: “El mundo fue y será uno porquería, ya lo sé”.

Luego de sesenta años de actividad periodística, ¿qué opinión tiene de los reporteros de hoy?

Hoy, como en todas las épocas, hay buenos, malos y peores periodistas. Aunque la mayoría no tiene la condición que teníamos los de antes, que éramos lectores y escritores al mismo tiempo; muchos de los de hoy son sólo escribidores. El periodismo necesita muchos conocimientos sobre el mundo: para poder hablarle a todo el mundo hay que saber más que él. Hay una fórmula vieja muy inteligente, aunque casi utópica, y es la siguiente: se necesita saber algo de todo y todo de algo. Hay que leer, hay que conocer el mundo, ser sensible frente a la realidad, ser honesto y tener ética.

Cuando piensa en la experiencia de Papel Sobrante, ¿cuáles son los recuerdos que más lo satisfacen, qué más lo marcaron?

Hay dos Papel Sobrante. Una es la editorial para autores de pocos recursos y poco conocidos que nació de ver a jóvenes autores que no tenían posibilidad de ver su obra publicada. Usábamos los restos de los periódicos y fue una inmensa alegría hacer esos pocos libros que publicamos. También llamé así mi columna, que fue un respiradero que tuve en los periódicos de Medellín con el fin de entretener y poner a pensar a las personas, aunque fuera por diez minutos. Mi escritura era un olvido de la realidad que estaba en el resto del periódico para mirar el mundo con otros ojos.

Con ocasión de la crónica del extenso verano que vivió Medellín en 1960, ¿qué añora de la ciudad de esa época? ¿Qué resalta de la de hoy?

A mí no me gustan las ciudades, ni me interesan mucho: son cánceres inmensos que devoran la gente. Los calores y los fríos y las sequías son siempre horribles. Mientras más grande sea la ciudad es más terrible. La Medellín de los años 1960 era más pueblo grande que ciudad pequeña. No había asesinatos. La muerte de una persona era una verdadera noticia pues había inmenso respeto por la vida, no había ni peleas ni puñaladas, aunque Guayaquil tenía mala fama como barrio. Allá lo único que se hacía era oír música y tomar aguardiente y mirar a dos o tres mujeres paradas en la entrada del hotel; esa era toda la perdición que había. No había desempleo, había muchos oficios: sastres, costureras, cocineros, no se veían casi limosneros ni ladrones. Y cuando yo era más joven y estudiaba en el Ateneo Antioqueño, mi casa quedaba a siete cuadras y a las tres de la tarde llegaba la empleada para llevarme un pan de queso con chocolate, que era el “algo”. No había fiambreras, ni afanes, ni carreras. Ella caminaba catorce cuadras para llevarme un pan de queso. La vida se vivía, no como ahora, que se corre demasiado.

Por Ángel Castaño Guzmán

 

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