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Durante el último de mis tours estacionales por las librerías de la ciudad, empujado más por mi autoimpuesta labor de inteligencia rastreando títulos de novedades, que por el interés de comprar algo en estos tiempos inflacionarios, una cubierta colocada sobre la prominente mesa de lanzamientos llamó mi atención con una fuerza de atracción tal, que mis perplejos ojos no fueron capaces de huir de ella. El interés que había despertado en mí no provenía en absoluto de su diseño, como habría de esperarse, sino de un detalle que seguramente muchos de los compradores que desfilaron delante de ella aquel día habrán pasado por alto: ese libro no tendría que estar ahí.
Se trataba de una Marilyn Monroe de aires intelectualoides que con un dedo de soporte en la sien y media sonrisa oculta tras su mano mira al infinito, atrapada entre los contrastes cromáticos del púrpura y el amarillo, un sutil pero inconfundible homenaje a su pasado como musa warholiana. Sobre su rubia cabellera pendía la palabra “Blonde”, colgando de los hilos invisibles del Photoshop, y sobre esta el nombre de Joyce Carol Oates, escritora brutal quien seguro ocupará la primera posición de la fila la próxima vez que la Academia Sueca quiera otorgarle el Nobel de las letras a una mujer estadounidense.
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Entonces, ¿cuál era el problema? Que ese no era el libro de Joyce Carol Oates que yo estaba esperando para esta temporada, pues solo hacía cuestión de un par de días atrás había visto a través de la pantalla a una Oates bastante cómoda en su estudio hablando con soltura sobre “Babysitter”, el crudo thriller que llegará a las estanterías casualmente el mismo día del anuncio del próximo ganador del Nobel de Literatura y en el que explorará complejos dilemas raciales con un asesino serial como vehículo crítico.
Por ello, la presencia de “Blonde” allí me cortocircuitó por completo. Como es bien sabido, las fechas de publicación de novelas suelen divergir, a veces incluso en años, entre las versiones originales y su traducción al español, así que quise darle el beneficio de la duda. Pero entonces los tenues surcos de unos sutiles rayones, solo perceptibles cuando la luz les daba de frente, que reconocí como las cicatrices indelebles de un apilamiento vertical prolongado en el tiempo, me revelaban una indiscutible verdad: esos libros eran nuevos, porque nunca habían sido vendidos, pero indiscutiblemente habían hibernado largo rato en alguna bodega esperando pacientemente su oportunidad. Frenéticamente, abrí el libro, busqué la fecha de edición y ahí estaba. Una década completa se interponía entre aquel momento y la mañana en que vio la luz por primera vez.
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Cerré el libro y una pequeña calcomanía resplandeciente con el logo de Netflix que brillaba más que la cubierta me hizo entenderlo todo. Aprovecharían el momentum creado por el inminente lanzamiento de la tan anticipada película sobre Marilyn Monroe para sacudir el inventario lento. ¿Habrá suficiente mercado para “Blonde”, “Babysitter” y (por qué no) un potencial Nobel de Oates en octubre? ¿O tal vez será demasiado Oates? ¡Qué ansias por descubrirlo!
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