Ocarinas de mil años que todavía cantan: la lucha de Luis Fernando Franco
El músico, arreglista y compositor ha entregado su trabajo artístico a crear nuevas sonoridades con ocarinas, flautas y silbatos del período prehispánico. El Banco de la República le dio acceso privilegiado a su propia colección de instrumentos cerámicos para componer una obra que será entregada en noviembre de este año. Esta es su historia.
José David Escobar Franco
No todos los mamos (líderes espirituales) koguis estaban de acuerdo con que Luis Fernando Franco Duque, un músico paisa citadino, tocara sus flautas, que tenían mil años de antigüedad, pero el mamo Camilo, el mamo Agustín y el mamo Seshankwa lo invitaron a hacerlo. “Tóquelos, los instrumentos están tristes”, le dijo Seshankwa a Franco Duque, “pero no piense que hará música”. A Franco le costaba entender. ¿Cómo tocar un instrumento, pero no para hacer música? ¿Cómo debía sonar? El mamo, con la mirada puesta en el horizonte del mar de Santa Marta, respondió: “Escuche el mar, escuche el nevado”.
Luis Fernando Franco Duque, músico, arreglista y compositor de obras sinfónicas, es una de las pocas personas en Colombia capacitadas para tocar instrumentos musicales del período prehispánico y que ha compuesto para esos artefactos. Se trata de flautas y ocarinas de arcilla, con formas de animales, antropomórficas o incluso parte animal y parte humana (antropozoomorfas), que tienen unos 600 o mil años y suenan perfectamente. Fueron enterradas con sus propios músicos, y descubiertas siglos después.
“Ocarina” es una palabra europea que las poblaciones indígenas han aceptado. Sin embargo, los wiwas también les dicen wizhu, que quiere decir “soplo y pensamiento”. El soplo es inherente a los instrumentos de viento. Es la acción requerida para tocarlos, pero no solo eso. Es “la posibilidad de recibir y dar vida a lo intangible, a lo que no existe”. Por eso las ocarinas nos interpelan en nuestro tiempo. Este gesto creador de sonido tiene mayor significado tras una pandemia, “donde aprendimos que el aire que respiramos ha sido respirado y transformado por otra persona”, como afirma Franco.
Unas pocas ocarinas vienen de levantamientos arqueológicos: la mayoría son compras estratégicas que museos o coleccionistas han hecho a guaqueros. Como en la historia del arte la conservación es en realidad la excepción a la norma, los museos del Banco de la República son recelosos con el cuidado de estas colecciones, por eso Franco Duque solo tuvo acceso a ellas tras décadas de investigación y experiencia con instrumentos de viento.
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Lo que hacen estos aerófonos es un sonido que no está dirigido a humanos, sino al cosmos. Por años, Franco ha entablado confianza con líderes de pueblos indígenas del norte del país, quienes han sido sus principales maestros. Sentado en una roca, el mamo Seshankwa coloca una ocarina con forma de murciélago entre sus labios. Emite dos sonidos prolongados que armonizan con la brisa de los árboles frondosos el discurrir del río, la estridulación de insectos escondidos, los cantos de las aves y sonidos de la Sierra Nevada. A su lado, con actitud de discípulo, observa atento Luis Fernando Franco. El mamo le pasa la ocarina; Él lo imita, pero se atreve a añadir un par de sonidos más tapando y destapando los agujeros de los lóbulos, las cámaras de viento que producen sonidos en las ocarinas. Enseguida las aves le responden como atendiendo a una invocación y se escucha más intensamente su canto.
A los 17 años, ya dominaba las flautas. Se formó en la Escuela Superior de Música de Medellín, pero como ahora esa institución está extinta, prefiere nombrar a quienes lo formaron: en Colombia, Blas Emilio Atehortúa y Andrés Posada, y en el exterior, Carlos Fariñas, de Cuba, y Alfredo del Mónaco y Juan Carlos Núñez, de Venezuela. Todos, maestros prolíficos de la música clásica y los ritmos latinos. Pero tuvo otra influencia: Jorge Franco Duque, su hermano mayor, un etnomusicólogo a quien acompañaba en sus viajes por Colombia en busca de música.
Siempre se ha resistido a las instituciones de corte colonial. Del colegio San José de la Salle pensaba que, más que educación, había recibido un burdo adoctrinamiento católico. Por eso en 1979, cuando se iba a graduar, acordó con su padre que el dinero que iba a destinar al traje de corbata que el colegio exigía para la ceremonia lo destinara, más bien, a un viaje con su hermano a San Agustín, en Huila, y a San Andrés de Pisimbalá, en Cauca. Allí conocería el Parque Arqueológico Nacional Tierradentro.
Cuando se le pregunta, no es vanidoso para hablar de las composiciones que durante casi 40 años ha hecho para cine y teatro. No le interesa descrestar a nadie por haber compuesto la música de La vendedora de rosas, la cual fue parte de la selección oficial del Festival de Cannes de 1998. Tampoco hace alarde de ser el productor de dos discos nominados al Grammy Latino: el primero fue en 2001, Seresta, de la agrupación que lleva el mismo nombre, y el segundo Otra vuelta al Sol, de Cantoalegre, en 2021. No lo seducen las cámaras ni el glamur de los medios de comunicación. Para él, esos trabajos son las “fuentes de ingreso” para financiar lo que no puede vivir sin hacer: memoria sonora.
Decididamente, lo que más le enorgullece es haber sacado a las ocarinas del frío de las vitrinas y dotarlas de vida, de sonido. Sin embargo, también se enorgullece de las creaciones que significaron el proceso de maduración de lo que es hoy: el disco Imágenes, publicado en 1995, es de las primeras publicaciones de jazz étnico colombiano, y el disco Flautas, publicado en 2001, fue la prueba de un dominio de los aerófonos, un homenaje a sus propios maestros, pero también la puerta de entrada a los instrumentos prehispánicos.
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Las ocarinas están hechas para otras “intenciones vibracionales”, cargadas de otra espiritualidad. Los sonidos de estos instrumentos no son una etapa del desarrollo hacia el do, re, mi, fa sol... Sería un error considerar que una flauta prehispánica es antecesora de una flauta dulce contemporánea, como si hubiera una trayectoria evolutiva lineal en las civilizaciones.
“Las ocarinas son mucho más que artefactos de barro. Conservan en su interior el espíritu tanto de su creador como de su intérprete, en su sonido expresan la memoria de nuestros ancestros, son un puente donde cohabitan el hoy y la memoria sonora en diálogo con la naturaleza”.
Cuenta Franco que entre los muy pocos registros historiográficos que existían sobre cómo era la música que otrora se hacía con esos instrumentos era una bitácora de exploración colonial, donde despectivamente se hablaba de una Bulla endiablada, una suerte de ruido ominoso para los oídos de un conquistador europeo. Él se propuso enaltecer esa bulla y en 2014, luego de 10 años investigando, publicó con la Universidad de Antioquia y el arqueólogo Agustín Cárdenas Bulla endiablada, una investigación arqueológica y musical. Un primer acercamiento que se proponía enaltecer los sonidos de esas ocarinas que estaban, para entonces, casi en el olvido de la historia.
Los últimos años de Franco han consistido en que las músicas, los ritmos y los sonidos de Colombia no desaparezcan. Por los pueblos por los que ha viajado para aprender, él mismo, de la mano del Ministerio de Cultura y Fonade, ha desarrollado “laboratorios creativos interdisciplinarios”, los que él denomina “modelos interesantes para comunidades frágiles”. Se trata de talleres de creación en conjunto, donde jóvenes se reúnen a aprender de sus propios ritmos. Recuerda con gracia Isla Barú: sazón, ritmo y creación, como los jóvenes de Barú bautizaron su propio taller. El riesgo particular de Barú es que queden en el olvido los bullerengues y las champetas típicas de allá. Pero la cosa cambia con los talleres.
Y así, ha llevado las ocarinas a sonar por el mundo. En 2018, para celebrar 110 años de relaciones bilaterales entre Colombia y Japón, la Cancillería colombiana lo llevó a Tokio, Nara y Kioto. Allí ofreció un concierto con ocarinas en el aniversario 1.250 del templo sintoísta Kasuga-taisha. Lo hizo ante Akihito, el entonces emperador de Japón. Durante su estancia en ese país, descubrió algo interesante: la cosmología japonesa se conecta con la de las poblaciones indígenas colombianas. Ambas mitologías coinciden en que el inicio de todo era el mar. Posteriormente, en 2020, el Museo de Arte de Los Ángeles (LACMA) le comisionó el montaje y diseño sonoro de El universo en tus manos, obra estrenada en 2022, y luego el Banco de la República y su área de música le comisionó componer lo que hoy es Soplo de vida, una obra que será parte del centenario del banco, que se estrenará en noviembre de 2023. Las dos instituciones le dieron acceso a sus colecciones de ocarinas y flautas prehispánicas.
Franco insistió en que esta obra no podía ser plasmada en una partitura, sino que debía ser memorizada, como lo hacen los indígenas, y entregada en una grabación. Esto implica que solo él puede tocar esa composición. Llegar a este acuerdo fue complicado, pues normalmente, cuando el banco comisiona una obra musical, solicita que se entregue una partitura para que otros la toquen. El Banco de la República es, precisamente, una institución republicana, propia del Estado moderno colombiano. A su red cultural la caracterizaba una visión museológica tradicional. Comisionar Soplo de vida implicó acoger una forma de entender el mundo y la música distinta y abrirse a una museología moderna. De hecho, para Luis Fernando Franco es impreciso usar la palabra “música” para referirse a las composiciones que se tocan con las flautas y ocarinas precolombinas, pues su intención no es la de lo que en Occidente se entiende por tal. Lo correcto, afirma, es hablar de “lenguaje sonoro”.
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Cuando Soplo de vida se estrene en el auditorio de la Biblioteca Luis Ángel Arango, parlantes ocultos tras el techo del auditorio reproducirán paisajes sonoros grabados en los bosques de la serranía de San Jacinto, y las lagunas de Mompox y San Marcos, mientras Luis Fernando Franco toca las ocarinas. Tiene sentido. Pese a la acústica excelente de ese espacio, el lenguaje sonoro tiene una intención comunicativa: la conexión con la naturaleza.
Al igual que “música”, “concierto”, en este contexto, es una palabra rara. Soplo de vida no es una sinfonía, ni una canción… no es música tampoco. Por eso su presentación, más que un concierto, es una experiencia sonora. Antes de empezar, Franco asume una actitud solemne e instruye a sus espectadores para que se tapen los oídos y respiren para limpiar su escucha. Espera que quien asista al concierto se lleve una experiencia vital. Poco le preocupan los elogios o la exaltación a la virtuosidad. “Quiero que cada quien experimente, al menos, una pequeña transformación interna, que se conecten con las plantas, con la brisa, con la naturaleza”. Será un intento de respuesta a las preguntas que han quedado abiertas tras excavaciones en las que se han encontrado restos humanos precolombinos que hace siglos se enterraron con sus propios instrumentos. El lenguaje sonoro de Soplo de vida, creada e interpretada con flautas, silbatos y ocarinas de los antiguos pobladores del Bajo Magdalena y Montes de María, no es una réplica de lo que se tocaba hace 1.000 o 600 años, lo que se estima que tienen los instrumentos. Las composiciones son fruto de una serie de “residencias artísticas”, encuentros con pobladores de esos territorios y grupos de investigación. Cómo sonaban cuando estaban nuevos es una pregunta que siempre estará abierta.
Abrir la mente para entender de esta forma la música, implica hacer a un lado conceptos importados, e interiorizar otros. Franco lo sabe, pero su interés no es hacer un acto político. Esa reflexión estará plasmada permanentemente en el Museo del Oro Zenú, reabierto en Cartagena el 17 de febrero. Al soplo, a las ocarinas y a la investigación, el Banco de la República dedicó la sala El soplo del universo, donde permanentemente se expondrán estos artefactos hechos para ser soplados, provenientes de los antiguos pobladores del Bajo Magdalena y la serranía de San Jacinto, que no estarán en el olvido, sino que se escucharán en su eterno diálogo con el universo.
No todos los mamos (líderes espirituales) koguis estaban de acuerdo con que Luis Fernando Franco Duque, un músico paisa citadino, tocara sus flautas, que tenían mil años de antigüedad, pero el mamo Camilo, el mamo Agustín y el mamo Seshankwa lo invitaron a hacerlo. “Tóquelos, los instrumentos están tristes”, le dijo Seshankwa a Franco Duque, “pero no piense que hará música”. A Franco le costaba entender. ¿Cómo tocar un instrumento, pero no para hacer música? ¿Cómo debía sonar? El mamo, con la mirada puesta en el horizonte del mar de Santa Marta, respondió: “Escuche el mar, escuche el nevado”.
Luis Fernando Franco Duque, músico, arreglista y compositor de obras sinfónicas, es una de las pocas personas en Colombia capacitadas para tocar instrumentos musicales del período prehispánico y que ha compuesto para esos artefactos. Se trata de flautas y ocarinas de arcilla, con formas de animales, antropomórficas o incluso parte animal y parte humana (antropozoomorfas), que tienen unos 600 o mil años y suenan perfectamente. Fueron enterradas con sus propios músicos, y descubiertas siglos después.
“Ocarina” es una palabra europea que las poblaciones indígenas han aceptado. Sin embargo, los wiwas también les dicen wizhu, que quiere decir “soplo y pensamiento”. El soplo es inherente a los instrumentos de viento. Es la acción requerida para tocarlos, pero no solo eso. Es “la posibilidad de recibir y dar vida a lo intangible, a lo que no existe”. Por eso las ocarinas nos interpelan en nuestro tiempo. Este gesto creador de sonido tiene mayor significado tras una pandemia, “donde aprendimos que el aire que respiramos ha sido respirado y transformado por otra persona”, como afirma Franco.
Unas pocas ocarinas vienen de levantamientos arqueológicos: la mayoría son compras estratégicas que museos o coleccionistas han hecho a guaqueros. Como en la historia del arte la conservación es en realidad la excepción a la norma, los museos del Banco de la República son recelosos con el cuidado de estas colecciones, por eso Franco Duque solo tuvo acceso a ellas tras décadas de investigación y experiencia con instrumentos de viento.
Le invitamos a leer: El poder del arte que transformó el barrio San Felipe en Distrito Creativo
Lo que hacen estos aerófonos es un sonido que no está dirigido a humanos, sino al cosmos. Por años, Franco ha entablado confianza con líderes de pueblos indígenas del norte del país, quienes han sido sus principales maestros. Sentado en una roca, el mamo Seshankwa coloca una ocarina con forma de murciélago entre sus labios. Emite dos sonidos prolongados que armonizan con la brisa de los árboles frondosos el discurrir del río, la estridulación de insectos escondidos, los cantos de las aves y sonidos de la Sierra Nevada. A su lado, con actitud de discípulo, observa atento Luis Fernando Franco. El mamo le pasa la ocarina; Él lo imita, pero se atreve a añadir un par de sonidos más tapando y destapando los agujeros de los lóbulos, las cámaras de viento que producen sonidos en las ocarinas. Enseguida las aves le responden como atendiendo a una invocación y se escucha más intensamente su canto.
A los 17 años, ya dominaba las flautas. Se formó en la Escuela Superior de Música de Medellín, pero como ahora esa institución está extinta, prefiere nombrar a quienes lo formaron: en Colombia, Blas Emilio Atehortúa y Andrés Posada, y en el exterior, Carlos Fariñas, de Cuba, y Alfredo del Mónaco y Juan Carlos Núñez, de Venezuela. Todos, maestros prolíficos de la música clásica y los ritmos latinos. Pero tuvo otra influencia: Jorge Franco Duque, su hermano mayor, un etnomusicólogo a quien acompañaba en sus viajes por Colombia en busca de música.
Siempre se ha resistido a las instituciones de corte colonial. Del colegio San José de la Salle pensaba que, más que educación, había recibido un burdo adoctrinamiento católico. Por eso en 1979, cuando se iba a graduar, acordó con su padre que el dinero que iba a destinar al traje de corbata que el colegio exigía para la ceremonia lo destinara, más bien, a un viaje con su hermano a San Agustín, en Huila, y a San Andrés de Pisimbalá, en Cauca. Allí conocería el Parque Arqueológico Nacional Tierradentro.
Cuando se le pregunta, no es vanidoso para hablar de las composiciones que durante casi 40 años ha hecho para cine y teatro. No le interesa descrestar a nadie por haber compuesto la música de La vendedora de rosas, la cual fue parte de la selección oficial del Festival de Cannes de 1998. Tampoco hace alarde de ser el productor de dos discos nominados al Grammy Latino: el primero fue en 2001, Seresta, de la agrupación que lleva el mismo nombre, y el segundo Otra vuelta al Sol, de Cantoalegre, en 2021. No lo seducen las cámaras ni el glamur de los medios de comunicación. Para él, esos trabajos son las “fuentes de ingreso” para financiar lo que no puede vivir sin hacer: memoria sonora.
Decididamente, lo que más le enorgullece es haber sacado a las ocarinas del frío de las vitrinas y dotarlas de vida, de sonido. Sin embargo, también se enorgullece de las creaciones que significaron el proceso de maduración de lo que es hoy: el disco Imágenes, publicado en 1995, es de las primeras publicaciones de jazz étnico colombiano, y el disco Flautas, publicado en 2001, fue la prueba de un dominio de los aerófonos, un homenaje a sus propios maestros, pero también la puerta de entrada a los instrumentos prehispánicos.
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Las ocarinas están hechas para otras “intenciones vibracionales”, cargadas de otra espiritualidad. Los sonidos de estos instrumentos no son una etapa del desarrollo hacia el do, re, mi, fa sol... Sería un error considerar que una flauta prehispánica es antecesora de una flauta dulce contemporánea, como si hubiera una trayectoria evolutiva lineal en las civilizaciones.
“Las ocarinas son mucho más que artefactos de barro. Conservan en su interior el espíritu tanto de su creador como de su intérprete, en su sonido expresan la memoria de nuestros ancestros, son un puente donde cohabitan el hoy y la memoria sonora en diálogo con la naturaleza”.
Cuenta Franco que entre los muy pocos registros historiográficos que existían sobre cómo era la música que otrora se hacía con esos instrumentos era una bitácora de exploración colonial, donde despectivamente se hablaba de una Bulla endiablada, una suerte de ruido ominoso para los oídos de un conquistador europeo. Él se propuso enaltecer esa bulla y en 2014, luego de 10 años investigando, publicó con la Universidad de Antioquia y el arqueólogo Agustín Cárdenas Bulla endiablada, una investigación arqueológica y musical. Un primer acercamiento que se proponía enaltecer los sonidos de esas ocarinas que estaban, para entonces, casi en el olvido de la historia.
Los últimos años de Franco han consistido en que las músicas, los ritmos y los sonidos de Colombia no desaparezcan. Por los pueblos por los que ha viajado para aprender, él mismo, de la mano del Ministerio de Cultura y Fonade, ha desarrollado “laboratorios creativos interdisciplinarios”, los que él denomina “modelos interesantes para comunidades frágiles”. Se trata de talleres de creación en conjunto, donde jóvenes se reúnen a aprender de sus propios ritmos. Recuerda con gracia Isla Barú: sazón, ritmo y creación, como los jóvenes de Barú bautizaron su propio taller. El riesgo particular de Barú es que queden en el olvido los bullerengues y las champetas típicas de allá. Pero la cosa cambia con los talleres.
Y así, ha llevado las ocarinas a sonar por el mundo. En 2018, para celebrar 110 años de relaciones bilaterales entre Colombia y Japón, la Cancillería colombiana lo llevó a Tokio, Nara y Kioto. Allí ofreció un concierto con ocarinas en el aniversario 1.250 del templo sintoísta Kasuga-taisha. Lo hizo ante Akihito, el entonces emperador de Japón. Durante su estancia en ese país, descubrió algo interesante: la cosmología japonesa se conecta con la de las poblaciones indígenas colombianas. Ambas mitologías coinciden en que el inicio de todo era el mar. Posteriormente, en 2020, el Museo de Arte de Los Ángeles (LACMA) le comisionó el montaje y diseño sonoro de El universo en tus manos, obra estrenada en 2022, y luego el Banco de la República y su área de música le comisionó componer lo que hoy es Soplo de vida, una obra que será parte del centenario del banco, que se estrenará en noviembre de 2023. Las dos instituciones le dieron acceso a sus colecciones de ocarinas y flautas prehispánicas.
Franco insistió en que esta obra no podía ser plasmada en una partitura, sino que debía ser memorizada, como lo hacen los indígenas, y entregada en una grabación. Esto implica que solo él puede tocar esa composición. Llegar a este acuerdo fue complicado, pues normalmente, cuando el banco comisiona una obra musical, solicita que se entregue una partitura para que otros la toquen. El Banco de la República es, precisamente, una institución republicana, propia del Estado moderno colombiano. A su red cultural la caracterizaba una visión museológica tradicional. Comisionar Soplo de vida implicó acoger una forma de entender el mundo y la música distinta y abrirse a una museología moderna. De hecho, para Luis Fernando Franco es impreciso usar la palabra “música” para referirse a las composiciones que se tocan con las flautas y ocarinas precolombinas, pues su intención no es la de lo que en Occidente se entiende por tal. Lo correcto, afirma, es hablar de “lenguaje sonoro”.
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Cuando Soplo de vida se estrene en el auditorio de la Biblioteca Luis Ángel Arango, parlantes ocultos tras el techo del auditorio reproducirán paisajes sonoros grabados en los bosques de la serranía de San Jacinto, y las lagunas de Mompox y San Marcos, mientras Luis Fernando Franco toca las ocarinas. Tiene sentido. Pese a la acústica excelente de ese espacio, el lenguaje sonoro tiene una intención comunicativa: la conexión con la naturaleza.
Al igual que “música”, “concierto”, en este contexto, es una palabra rara. Soplo de vida no es una sinfonía, ni una canción… no es música tampoco. Por eso su presentación, más que un concierto, es una experiencia sonora. Antes de empezar, Franco asume una actitud solemne e instruye a sus espectadores para que se tapen los oídos y respiren para limpiar su escucha. Espera que quien asista al concierto se lleve una experiencia vital. Poco le preocupan los elogios o la exaltación a la virtuosidad. “Quiero que cada quien experimente, al menos, una pequeña transformación interna, que se conecten con las plantas, con la brisa, con la naturaleza”. Será un intento de respuesta a las preguntas que han quedado abiertas tras excavaciones en las que se han encontrado restos humanos precolombinos que hace siglos se enterraron con sus propios instrumentos. El lenguaje sonoro de Soplo de vida, creada e interpretada con flautas, silbatos y ocarinas de los antiguos pobladores del Bajo Magdalena y Montes de María, no es una réplica de lo que se tocaba hace 1.000 o 600 años, lo que se estima que tienen los instrumentos. Las composiciones son fruto de una serie de “residencias artísticas”, encuentros con pobladores de esos territorios y grupos de investigación. Cómo sonaban cuando estaban nuevos es una pregunta que siempre estará abierta.
Abrir la mente para entender de esta forma la música, implica hacer a un lado conceptos importados, e interiorizar otros. Franco lo sabe, pero su interés no es hacer un acto político. Esa reflexión estará plasmada permanentemente en el Museo del Oro Zenú, reabierto en Cartagena el 17 de febrero. Al soplo, a las ocarinas y a la investigación, el Banco de la República dedicó la sala El soplo del universo, donde permanentemente se expondrán estos artefactos hechos para ser soplados, provenientes de los antiguos pobladores del Bajo Magdalena y la serranía de San Jacinto, que no estarán en el olvido, sino que se escucharán en su eterno diálogo con el universo.