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A Octavio de la Rosa nadie le hacía caso más que para decirle que su nombre parecía sacado de un cuento de Gabo o simplemente burlarse del romanticismo con el que sonaba aquel nombre, ese nombre que a él en particular ya no le sonaba a nada, ya ni siquiera lo sentía suyo, ni siquiera lo reconocía en su llamado, ese nombre ya hasta se le olvidaba.
Ha vivido desde siempre – o bueno, desde que empezó a tomar – en los bajos de la casa de su madre. Allí se guardaba a sí mismo, se guardaba con su botella de guaro. No se escondía, después de todo nadie lo buscaba. Solo le gustaba la idea de sentir que se guardaba a sí mismo dentro de un viejo cajón junto con su botella, como quien guarda algo que quiere mucho en el nochero junto a la cama, para tenerlo siempre a la mano.
No salía de su rinconcito si no era estrictamente necesario y lo estrictamente necesario era comer y conseguir más trago. Su madre le dejaba las tres comidas del día fuera de la puerta, y cuando de repente estaba de buen humor y algo sobrio, subía a comer con su madre solo para traer de regreso, aunque fuera por un instante, el ambiente de hogar, de familia. Sabía que era una ilusión, un espejismo, pero de vez en cuando también le gustaba vivir en mentiras pasajeras.
En cuanto aquello de conseguir licor, eso realmente era un misterio. La única certeza en su situación era que siempre tenía aguardiente, o en su defecto, un poco de alcohol etílico no le parecía que estuviera mal si el caso era de economía.
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Todo su cuerpo, desde la punta del pelo hasta las uñas de los pies estaba compuesto de alcohol, le había reemplazado la sangre, le estaba pudriendo el hígado, los riñones y quién sabe cuántas cosas más, le había distorsionado la mirada y apestado el aliento, la piel, tumbado un par de dientes, lo había dejado como una botella de aguardiente vacía, desechada.
Más allá de compartir un poco de tiempo con su madre cuando se acordaba que la tenía y la quería - porque en medio de sus visiones y ensoñaciones a veces no distinguía la ficción de la realidad y creía que vivía en otro sitio que no era el suyo, alimentando mágicamente un cuerpo distinto, con un mundo mejor armado y una mente que no estuviera rota – detestaba pasar tiempo con toda la familia, hermanos, primos, tíos, sobrinos y cualquier otro que tuviera algún vínculo con aquella gente, su gente, de la que lo habían desvinculado y él se había querido desvincular también.
No se sabe qué fue primero, que lo alejaran o el autoalejamiento. Cada quien tiene su teoría y los recuerdos son diferentes cada vez, empiezan a contar la historia con otros principios, con otros finales y después todo es bullicio. Entre la algarabía Octavio de la Rosa siempre suelta su ya sabida frase: - A mí no me cura ni la droga ni la medicina, solo el trago. Soy feliz – y se vuelve a guardar en su rincón.
Era un 24 de diciembre y la familia completa se reunió en la casa de la abuela. Las casas de las abuelas siempre son las casas de todos y a Violeta Carmín siempre le gustaba visitar a su abuela, pero también visitar a su tío Octavio por más reacio que fuera.
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Aquel 24 de diciembre era diferente para la joven Violeta, su novio había desaparecido. No desaparecido por algo malo que le hubiera pasado, sino que la había abandonado en todo sentido, en todos los sentidos que se puedan ocurrir. Ella había sido demasiado para él, tenía mucho encima, una enfermedad de muchos años que le había fragmentado la mente y también el cuerpo, estaba tambaleando sobre una delgada cuerda entre aferrándose a la vida y tentándose a dejarse caer, pero siempre optaba por sacarse adelante, aunque fuera arrastrándose con el cuero despellejado.
Sin embargo, Tiberio le soltó la mano, dejó de llamarla y de contestarle, tampoco volvió a escribir, tampoco se despidió, solo se desvaneció en el tiempo y el espacio, quedó la nada. Con los días a Violeta Carmín le contaron que Tiberio andaba feliz de parranda en parranda con raimundo y todo el mundo, que le había dejado las cosas que tenía de ella en la recepción del edificio en el que vivía y que le decía a la gente que se “había quedado con lo bonito” de la relación, aparentemente lo bonito había sido una plata que no le terminó de pagar a Violeta o por lo menos eso pensaba ella poniéndole algo de gracia a aquellas palabras.
Desde entonces Violeta Carmín no confiaba en nadie y no hallaba consuelo. A Tiberio le había entregado su esencia completa, con lo feo y lo bonito, porque la esencia de un ser humano, consideraba ella, es un paquete multicolor y entre tantos colores también hay unos más oscuros y otros todavía más. Ella le había aceptado con todo, pero él no podía aceptarla a ella y eso estaba bien, pensaba, sin embargo, bien podría haberle hecho la cortesía de mostrarse sincero y al menos comunicarle del fin de la relación.
Pero aparentemente aquel final abierto tuvo que darlo ella misma por concluido definitivamente en vista de las circunstancias. Por eso, aquel 24 de diciembre fue triste para Violeta Carmín y un tanto confuso también. Entre la alegría de tanta gente por las fiestas, ella solo podía sentirse perdida. No quería que nadie le preguntara nada, tampoco que la vieran con lástima y mucho menos con burla. Tampoco quería escuchar los intentos de los demás por tratar de hacerla sentir mejor resaltando todos los defectos y errores de Tiberio o prometiéndole la llegada de un amor sincero y verdaderamente valioso “cuando menos lo espere”.
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No quería estar precisamente sola, pero tampoco quería estar acompañada, prácticamente quería una compañía con la que también pudiera sentirse cómodamente en silencio, por más extraño que sonase: su tío Octavio de la Rosa no podía ser más que perfecto para su cometido.
Tocó a su puerta gritándole que era Violeta Carmín, ella sabía que su tío la recibiría porque siempre le manifestó una gran estima al considerarla distinta, casi que de otra especie muy diferente de la de su familia o de aquel concepto que él tenía de su familia. Al verla, Octavio de la Rosa la saludó con entusiasmo trastabillando tanto con las palabras como con los pies, aunque todavía no estaba completamente refundido dentro de su cabeza.
Aquel día, aunque Violeta Carmín no esperaba hablar mucho, su tío nadaba y nadaba entre un mar de palabras sin sentido y con sentido. A veces ella le seguía la cuerda cuando podía, en otras se la soltaba y después la volvía a tomar, atar, desanudar, soltar nuevamente y así. Entre el oleaje de la conversación, Violeta Carmín quiso soltar un ancla y preguntarle a su tío, sin esperar respuestas razonables, cómo se curaba un corazón roto.
-¿Qué cómo se cura un corazón roto? Si se tiene un corazón roto es porque se está mentalizando en tenerlo así- y Octavio de la Rosa se terminó el cuncho de guaro que tenía en su botella. – Diga, ¿usted se conoce totalmente, completamente y absolutamente a usted misma? – Violeta Carmín contestó un ‘No’ con la cabeza. Octavio de la Rosa buscó entre su reblujo otra botella de guaro y encontró una que ya estaba destapada y había olvidado - ¿Entonces cómo espera conocer a alguien más? Siempre hay muchas caras en una sola. Todo termina en la vida, el amor, la tristeza, la culpa, el miedo, la alegría, incluso, la vida misma en algún momento se termina y con ello todo lo que no se había terminado aún se evapora, se va, se acaba. No llore por quien se va, si fue bueno agradezca las semillas que quedaron para que sigan floreciendo, si fue malo, agradezca que se fue la roya y ahora sí se podrá crecer –
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Octavio de la Rosa y Violeta Carmín siguieron charlando por largo rato, entre el bullicio de la familia que estaba arriba celebrando la Navidad, los niños destapando los regalos y la pólvora retumbando por todos lados con los perros asustados corriendo por la casa.