Oda a las metas sin alcanzar
Se ha escrito y debatido sobre metas, objetivos de año, superación personal, sueños; pero nada sobre los perdedores, los que no lo logran, los que siguen en una eterna rutina. Este es un refugio para aquello que ocurre cada año y de lo que nadie habla. Este es un refugio para las metas sin alcanzar.
Juliana Vargas
Los humanos estamos hechos de ritos. Visitamos oráculos, sacrificamos sangre a los dioses, bailamos en círculos con máscaras escondiendo la incertidumbre y nos arrodillamos bajo la mirada atenta de gárgolas y ángeles.
También nos vestimos de amarillo, damos vueltas a la mesa con una maleta detrás y nos comemos doce uvas a medianoche. Después de los ritos viene la esperanza y una fuerza interna concedida por dioses inventados a conveniencia. Que conseguiremos trabajo, que viajaremos, que bajaremos de peso y conoceremos el amor de nuestra vida.
Después de la esperanza viene el golpe. Pam, el desempleo nos encierra en la casa. Pam, pum, seguimos peleando con nuestros padres e hijos. Pam, la rutina se vuelve un nuevo rito que se repite día tras día. Día, noche, día, noche. Es el rito de los deseos incumplidos que se repite día y noche, día y noche. Es el rito de los nuevos ciclos, pero de nuevos ciclos no conoce el universo, que siempre va hacia adelante, siempre inexorable. Es el rito de los nuevos ciclos que solo existe para la única especie creada a punta de sueños y metas que esperan. Esperan al final de un sendero. Un sendero largo y sinuoso que, quizás, no tenga final.
A decir verdad, no somos tan diferentes de aquellos salvajes que bailaban en círculos alrededor de una hoguera. En círculos, en círculos concebimos nuestras vidas, esperando un nuevo comienzo que nos saque de la rutina y del tedio. Pero los dioses que concedían deseos están enterrados en algún Hades arcaico, y no nos queda más remedio que lidiar con ese empleo y ese amor que están al final de un sendero. Un sendero largo y sinuoso que, quizás, no tenga final.
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Y a pesar de los senderos sin final, todavía somos esos salvajes que se visten de amarillo, dan vueltas con una maleta detrás y se comen doce uvas a medianoche, por la sencilla razón de que, aun así, la vida vale la pena.
Los humanos estamos hechos de ritos. Visitamos oráculos, sacrificamos sangre a los dioses, bailamos en círculos con máscaras escondiendo la incertidumbre y nos arrodillamos bajo la mirada atenta de gárgolas y ángeles.
También nos vestimos de amarillo, damos vueltas a la mesa con una maleta detrás y nos comemos doce uvas a medianoche. Después de los ritos viene la esperanza y una fuerza interna concedida por dioses inventados a conveniencia. Que conseguiremos trabajo, que viajaremos, que bajaremos de peso y conoceremos el amor de nuestra vida.
Después de la esperanza viene el golpe. Pam, el desempleo nos encierra en la casa. Pam, pum, seguimos peleando con nuestros padres e hijos. Pam, la rutina se vuelve un nuevo rito que se repite día tras día. Día, noche, día, noche. Es el rito de los deseos incumplidos que se repite día y noche, día y noche. Es el rito de los nuevos ciclos, pero de nuevos ciclos no conoce el universo, que siempre va hacia adelante, siempre inexorable. Es el rito de los nuevos ciclos que solo existe para la única especie creada a punta de sueños y metas que esperan. Esperan al final de un sendero. Un sendero largo y sinuoso que, quizás, no tenga final.
A decir verdad, no somos tan diferentes de aquellos salvajes que bailaban en círculos alrededor de una hoguera. En círculos, en círculos concebimos nuestras vidas, esperando un nuevo comienzo que nos saque de la rutina y del tedio. Pero los dioses que concedían deseos están enterrados en algún Hades arcaico, y no nos queda más remedio que lidiar con ese empleo y ese amor que están al final de un sendero. Un sendero largo y sinuoso que, quizás, no tenga final.
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Y a pesar de los senderos sin final, todavía somos esos salvajes que se visten de amarillo, dan vueltas con una maleta detrás y se comen doce uvas a medianoche, por la sencilla razón de que, aun así, la vida vale la pena.