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Una segunda manera en la que la Shoah ha sido instrumentalizada como dispositivo de ocultamiento de los ánimos fascistas y genocidas del liberalismo occidental tiene que ver con la excepcionalidad, que es algo que ya hemos mencionado.
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En efecto, en la medida en que en la “conciencia occidental” se considera que la Shoah es el grado más alto de maldad concebible, esta termina apareciendo como “excepcional”. Y es precisamente por su aparente carácter excepcional que la Shoah deviene paradigma y también, ya dije, límite: el mal, entre más se intensifique, más tiende a la Shoah, y el mal más intenso de todos, el mal absoluto, sería otra Shoah, pero eso es imposible porque el mundo no lo permitiría, y entonces la Shoah es un hecho excepcional. No sobra agregar que en Alemania está penado por ley negar “la singularidad histórica del Holocausto”. Por supuesto, esto es falso. La Shoah no es ni siquiera el primer genocidio cometido por los alemanes, ni es tampoco el más cuantitativamente devastador de los genocidios registrados. Entre 1880 y 1920, los ingleses mataron por acción y por omisión a (según las cifras más conservadoras) 50 millones de indios. A lo sumo, la Shoah ha sido, en los siempre objetivos términos de utilitarismo liberal, el genocidio más eficiente de la historia.
De nuevo: esta excepcionalización del Holocausto se ha operado, entre otras cosas, gracias al gigantesco esfuerzo de las industrias culturales occidentales y su incalculable producción de películas, series, libros, documentales, exposiciones, obras de teatro y demás sobre la Segunda Guerra Mundial, la persecución nazi al pueblo judío, la vida en los campos de concentración, etc. Lo que durante décadas se ha presentado como un gesto de reparación y un esfuerzo colectivo por mantener viva la memoria del “peor crimen jamás cometido”, hoy en día parece haber funcionado solamente como propaganda.
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Del mismo modo, la manera en que las potencias occidentales se han configurado institucionalmente para proteger y respaldar al Estado de Israel desde su creación en 1948 es, ante todo (y no sin algo de ironía), un gesto excepcional. De hecho, y pese a que prácticamente todas las potencias occidentales han estado involucradas directa o indirectamente en genocidios a lo largo y ancho del mundo en los últimos tres siglos, ningún otro pueblo ha recibido un trato o reparaciones similares a las que Occidente ha dado al pueblo judío. La pregunta, por supuesto, es por qué.
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