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Orhan Pamuk: “La literatura es el más valioso tesoro escondido de la humanidad”

Como un homenaje al ganador del Premio Nobel de Literatura 2006, el escritor turco que hoy cumplió 70 años de edad, fragmento de su célebre discurso “La maleta de mi padre”.

Orhan Pamuk / Especial para El Espectador
07 de junio de 2022 - 08:41 p. m.
Orhan Pamuk nació en Estambul, Turquía, el 7 de junio de 1952. Es autor de las novelas "Cevdet Bey e hijos", "La casa del silencio", "El castillo blanco", "El libro negro", "La vida nueva", "Me llamo Rojo", "Nieve", "El museo de la inocencia", "Una sensación extraña" y "La mujer del pelo rojo", así como de los volúmenes de no ficción Estambul. / Foto: Cortesía de Penguin Random House
Orhan Pamuk nació en Estambul, Turquía, el 7 de junio de 1952. Es autor de las novelas "Cevdet Bey e hijos", "La casa del silencio", "El castillo blanco", "El libro negro", "La vida nueva", "Me llamo Rojo", "Nieve", "El museo de la inocencia", "Una sensación extraña" y "La mujer del pelo rojo", así como de los volúmenes de no ficción Estambul. / Foto: Cortesía de Penguin Random House
Foto: EPA - TOLGA BOZOGLU
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Un escritor es alguien que pasa años intentando, pacientemente, descubrir al otro ser que hay dentro suyo y al mundo que lo hace ser quien es: cuando hablo de escribir, lo primero que me viene a la mente no es una novela, un poema o la tradición literaria, es la persona que se encierra en un cuarto, se sienta ante una mesa y, solo, se ensimisma; de entre las sombras, construye un mundo nuevo con palabras. (Recomendamos: Las leyendas del galeón San José y muchas preguntas por responder a la hora de su rescate).

Este hombre, o esta mujer, puede usar una máquina de escribir, beneficiarse de las ventajas de la computadora, o escribir con lapicera sobre el papel como lo he hecho yo durante treinta años. Cuando escribe puede tomar té o café, o fumar cigarrillos. Cada tanto puede levantarse de la mesa y contemplar, a través de la ventana, a los niños que juegan en la calle, y si es afortunado, los árboles y el paisaje, o puede clavar la mirada en una pared negra.

Puede escribir poemas, obras de teatro o novelas, igual que yo. Todas estas diferencias vienen después del imperioso deber de sentarse a la mesa y, pacientemente, volcarse hacia adentro de uno, ensimismarse. Escribir es volcar en palabras esta mirada introspectiva, es estudiar el mundo en el que esta persona se mueve cuando se recluye en sí misma, y hacerlo con paciencia, con obstinación, con júbilo.

Cuando me siento ante mi mesa, durante días, meses, años, incorporando lentamente nuevas palabras a la página en blanco, siento que estoy creando un mundo nuevo, que estoy trayendo a la vida a aquella otra persona que existe dentro mío, de la misma manera en que alguien podría construir un puente o una cúpula, piedra por piedra.

Las piedras que usan los escritores son las palabras. Cuando las sostenemos en nuestras manos, intuyendo los caminos por los que cada una de ellas se conecta con las demás, mirándolas a veces de lejos, a veces casi acariciándolas con nuestros dedos y las puntas de nuestras lapiceras, sopesándolas, cambiándolas de lugar, durante años seguidos, con paciencia y con esperanza, estamos creando mundos nuevos.

El secreto del escritor no es la inspiración, ya que nunca se sabe de dónde proviene, es su obstinación, su paciencia. Me parece que ese encantador dicho turco que dice “cavar un manantial con una aguja” ha sido acuñado teniendo a los escritores en mente. Amo la paciencia de Ferhat, que en los relatos antiguos excavaba las montañas por su amor, y también lo entiendo. En mi novela Me llamo Rojo, en la que escribí sobre los antiguos miniaturistas persas que habían dibujado, con la misma pasión y memorizando cada trazo, el mismo caballo durante tantos, tantos años que podían volver a crear aquel hermoso caballo incluso con los ojos cerrados, supe que estaba hablando sobre el oficio de escribir y sobre mi propia vida.

Si el escritor está para contar su propia fábula, que la cuente lentamente, como si fuera una narración sobre otras personas; si está para percibir que la energía del relato se levanta dentro suyo, si está para sentarse ante una mesa y consagrarse, pacientemente, a este arte, tiene, en primer lugar, que haber recibido alguna esperanza. El ángel de la inspiración (que visita asiduamente a unos y casi nunca a otros) favorece al que está lleno de esperanzas y al seguro de sí mismo, y cuando el escritor se siente sumamente solo y se siente muy inseguro de sus esfuerzos, de sus sueños, del valor de su escritura, y cuando el escritor cree que su cuento es sólo su historia, es entonces cuando el ángel elige revelarle historias, imágenes y sueños que harán surgir el mundo que él quiere construir.

Pienso otra vez en los libros a los que he consagrado mi vida entera y me siento muy sorprendido por esos momentos en los que he sentido que las frases, los sueños y las páginas que me han hecho tan exaltadamente feliz no han salido de mi propia imaginación, que otra fuerza los ha descubierto y, generosamente, me los ha obsequiado.

Tenía miedo de abrir la maleta de mi padre y de leer sus cuadernos porque yo sabía que él no soportaría las dificultades que yo había sobrellevado, sabía que lo que él amaba no era la soledad sino el juntarse con amigos, el gentío, los salones, las bromas, la compañía. Tiempo después, mis pensamientos tomaron otro rumbo. Esos pensamientos, esos sueños de abnegación y paciencia eran prejuicios que yo había inferido de mi propia vida y de mi propia vivencia como escritor.

Había un montón de escritores brillantes que escribían rodeados de muchedumbres y de vida familiar, en el fervor de la compañía y de la conversación despreocupada. Además, cuando éramos jóvenes, mi padre se había aburrido de la monotonía de la vida familiar y nos había dejado para irse a París donde, como otros tantos escritores, se había sentado en su cuarto de hotel a llenar cuadernos.

Yo sabía, también, que algunos de esos mismos cuadernos estaban en la maleta porque, durante los años anteriores a que me los diera, mi padre había empezado a hablarme, finalmente, de esa etapa de su vida. Hablaba sobre esos años cuando yo era aún niño, pero no decía una palabra de sus vulnerabilidades, de sus sueños de convertirse en escritor o de las dudas de identidad que lo habían atormentado en su cuarto de hotel.

Me hablaba, en cambio, de las veces que había visto a Sartre en las veredas de París, de los libros que había leído y las películas que había visto, con la sinceridad entusiasta del que transmite novedades muy importantes. Cuando me transformé en escritor, nunca olvidé que esto había sido posible gracias, en parte, a que tenía un padre que hablaba muchísimo más sobre los escritores del mundo que sobre los bajáes ( N.T: Pashá: título honorario en Turquía. En español, “bajá”) o sobre los grandes líderes religiosos.

Por tanto, yo debía leer los cuadernos de mi padre teniendo esto en mente y recordando cuán en deuda estaba yo con su gran biblioteca. Tenía que tener presente que cuando él vivía con nosotros, mi padre, como yo, disfrutaba del hecho de estar solo, con sus libros y sus pensamientos, y tampoco debía yo prestarle demasiada atención a la calidad literaria de sus escritos.

Pero cuando clavé ansiosamente mi mirada en la maleta que mi padre me había legado, supe que esa era la única cosa que yo no podía hacer. A veces, mi padre se tendía en el sofá frente a sus libros, dejaba caer en sus manos el libro o la publicación y se abandonaba a la deriva como en un sueño, absorto en sus propios pensamientos durante larguísimo tiempo.

Cuando vi en su cara una expresión completamente distinta a la que él tenía entre las bromas, las molestias y los altercados de la vida familiar, cuando vi las primeras señales de la mirada introspectiva, especialmente durante mi infancia y primera juventud, comprendí, azorado, que mi padre estaba insatisfecho.

Ahora, tantos años después, sé que esa insatisfacción es el rasgo fundamental que convierte a una persona en escritor. No son suficientes la paciencia y el esfuerzo para llegar a ser un escritor: primero debemos sentirnos forzados a huir de las muchedumbres, de la compañía, de las cosas de la vida cotidiana y encerrarnos en un cuarto. Anhelamos paciencia y esperanza para poder crear un mundo intenso en nuestra escritura, pero lo que nos impulsa a ponernos en movimiento es el deseo de recluirnos en un cuarto.

El precursor de este tipo de escritor independiente que lee sus libros para satisfacción de su corazón, que al escuchar sólo la voz de su conciencia discute con las palabras de otro, que al entrar en conversación con sus libros desarrolla su propio pensamiento y su propio mundo, fue, con certeza, Montaigne en los tempranos días de la literatura moderna. Montaigne fue un escritor al que mi padre volvía con frecuencia, un escritor que él me recomendó. Me gustaría considerarme como perteneciente a la tradición de escritores que, donde sea que estén en el mundo, en Oriente u Occidente, se aíslan de la sociedad y se encierran con sus libros en sus cuartos. El punto de partida de la verdadera literatura es el hombre que se recluye en su cuarto con sus libros.

Pero una vez que nos hemos encerrado bajo llave, descubrimos rápidamente que no estamos tan solos como creíamos. Estamos en compañía de las palabras de aquellos que llegaron antes que nosotros, de las relatos de otros pueblos, de los libros de otra gente, de las palabras de otras personas, de eso que llamamos tradición.

Creo que la literatura es el más valioso tesoro escondido que la humanidad ha cosechado en esa búsqueda para entenderse a sí misma. Las comunidades, las tribus y los pueblos crecen más inteligentes, más ricos y más desarrollados cuando prestan atención a las afligidas palabras de sus autores y, como todos sabemos, la quema de libros y la denigración de los escritores son señales de que el oscurantismo y las épocas impróvidas están sobre nosotros.

Pero la literatura no es nunca sólo un asunto nacional. El escritor que se recluye en su cuarto y, antes que nada, emprende un viaje por el interior de sí mismo descubrirá, con el transcurrir de los años, el poder inmortal de la literatura. Primero debemos viajar a través de los relatos y de los libros de otros pueblos.

* Del discurso publicado por la Fundación Nobel.

Por Orhan Pamuk / Especial para El Espectador

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