Palabra poética, soledad y crisis en el mundo contemporáneo
Un sociólogo y escritor comparte sus inquietudes sobre el papel de la poesía en una sociedad agobiada por la tecnología y el consumo.
Juan Sebastián Fajardo Devia * / Especial para El Espectador
“¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?”
Gonzalo Rojas
Las sociedades contemporáneas, desde la modernidad, demuestran una paradoja compleja: los seres humanos nunca habíamos compartido espacios tan pequeños, en números tan grandes para sentirnos quizás más solos que en todas las épocas anteriores. El mundo industrial ha sido el imperio de los grandes conglomerados: la brea de la multitud que, lentamente, ha ahogado la expresión sana de la individualidad de los hombres.
Vivimos, como lo apuntó Aldo Pellegrini, en un suplicio de Tántalo: es decir, estamos rodeados de una marea de seres desconocidos y, aunque nos desarrollemos en un espacio común, una misteriosa barrera invisible nos aleja de nuestros compañeros de hábitat: las prisas y la orgía de ruidos y rumbos han desintegrado los vínculos comunitarios en pro de un mundo profundamente fragmentario, de competencia y desconocimiento que marca la honda soledad de los hombres y las mujeres contemporáneos. Los poetas y místicos de todas las épocas han defendido la idea de encontrar la comunión en la intimidad del ser a través del arte, pero nuestra civilización se ha preocupado por desterrar la metafísica a la marginalidad, a favor de una epistemología rígida de la existencia en la vigilia. (Recomendamos: El coronavirus y la vacuna poética, por Nelson Fredy Padilla).
Octavio Paz escribió: “Desde Parménides nuestro mundo ha sido el de la distinción neta y tajante entre lo que es y lo que no es”. De tal suerte que la multiplicidad de los mundos de lo humano ha sido recortada en el marco de un racionalismo técnico que ha servido únicamente al desarrollo de la industria. Los poetas se han rebelado en varias ocasiones contra la tiranía de este pensamiento unívoco. Lo hicieron los Románticos contra el inmovilismo del pensamiento ilustrado en su fase de senectud, por ejemplo. Hölderlin, el “poeta de los poetas” escribió: “Pleno de méritos, pero es poéticamente como el hombre habita esta tierra”. Esto quiere decir que los seres humanos son seres de símbolos y animales de sentido.
Cada palabra encierra un sentido y es, a la vez, una metáfora de la realidad. En palabras de Octavio Paz: “Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo”. Así pues, la poesía no es un artilugio exótico ni meramente un placer secundario: está en la base del lenguaje y es en el lenguaje en donde reside la esencia profunda del ser. Heidegger lo dijo en estas palabras: “El diálogo y su unidad es portador de nuestra existencia”. El lenguaje es la historia y lo que nos separa de los demás seres de la naturaleza, es el sustrato fundamental del mundo de lo humano.
Se ha dicho que las crisis de las civilizaciones son crisis del lenguaje. Se nos da pensar en el valor casi fantasmagórico y esquivo que tienen las palabras libertad, democracia, paz, entre otras nociones fundamentales para la vida en comunidad en las modalidades contemporáneas. Sabemos del impulso de depredación de las sociedades de consumo, que han arrasado los bosques de la Amazonía, han contaminado las fuentes de agua potable y han degenerado en confrontaciones bélicas de todos los matices. (Recomendamos: William Ospina y la poesía pensativa, por Carlos Satizábal).
En términos sombríos y contundentes, Aldo Pellegrini ha dicho: “el hombre se convierte en la enfermedad de la materia”. En este contexto difícil y truculento, es preciso buscar en el lenguaje la raíz del problema, en el tratamiento de la expresión lingüística que impone la organización social de la producción a gran escala y en la marginalización de las más puras formas de elevación espiritual en la palabra: las expresiones poéticas. La palabra poética es fuerza de creación, en los términos de Bucher: “Toda palabra esencial tiene por efecto crear un mundo nuevo o abrir una nueva dimensión del mundo”.
Es complejo pensar que el mundo contemporáneo ha marchado para distanciarse de la poesía. Se ha dicho que el lenguaje es poesía en estado puro y Heidegger escribió que la poesía es “la fundación instauradora del ser por la palabra”. Así pues, una cultura que marginaliza la expresión poética se ve condenada a un estanco si no a un retroceso directo. Sabemos por la historiografía que, en otros momentos de la evolución humana, los poetas fueron sacerdotes, chamanes y fuerzas de primer orden en la conducción de los destinos de varias culturas.
La poesía griega de la época de Sófocles, Eurípides y Esquilo, muy posiblemente tuvo tal grado de resonancia en la ciudadanía porque se trataba de un período de auge cultural, así que es posible pensar que un indicador de la salud de una sociedad es su relación con la poesía, no solo en su forma escrita sino en todas sus manifestaciones. Bachelard describe una naturaleza volátil, aérea, en buena parte de la gran poesía. Quizá uno de los pilares de la crisis contemporánea es el excesivo apego de los hombres a la pesadez de la guerra, al hierro del poder y el consumo, a la ilusión de la materia.
Es muy posible que un insumo de la humanización de la vida en este punto del desarrollo humano sea la recuperación del contacto con el fenómeno poético. La reivindicación del asombro y la intuición, frente a un mundo en exceso racional y metódico que ha tratado a los hombres y a las mujeres como máquinas. El divorcio reciente entre ciencia y poesía es un defecto de nuestro contexto. Antiguamente, la diferencia entre los científicos y los poetas fue mucho más sutil y las revelaciones abstractas de la ciencia dicen mucho menos al espíritu humano que las más intrépidas imágenes de la gran poesía, que, en palabras de Bachelard: “renuevan el corazón y el alma; dan –esas imágenes literarias- esperanza a un sentimiento, vigor especial a nuestra decisión de ser una persona”. En el mundo de la tecnología y el racionalismo, quizá haga falta plantear de nuevo qué significa realmente ser una persona.
* Sociólogo y Maestro en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.
“¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?”
Gonzalo Rojas
Las sociedades contemporáneas, desde la modernidad, demuestran una paradoja compleja: los seres humanos nunca habíamos compartido espacios tan pequeños, en números tan grandes para sentirnos quizás más solos que en todas las épocas anteriores. El mundo industrial ha sido el imperio de los grandes conglomerados: la brea de la multitud que, lentamente, ha ahogado la expresión sana de la individualidad de los hombres.
Vivimos, como lo apuntó Aldo Pellegrini, en un suplicio de Tántalo: es decir, estamos rodeados de una marea de seres desconocidos y, aunque nos desarrollemos en un espacio común, una misteriosa barrera invisible nos aleja de nuestros compañeros de hábitat: las prisas y la orgía de ruidos y rumbos han desintegrado los vínculos comunitarios en pro de un mundo profundamente fragmentario, de competencia y desconocimiento que marca la honda soledad de los hombres y las mujeres contemporáneos. Los poetas y místicos de todas las épocas han defendido la idea de encontrar la comunión en la intimidad del ser a través del arte, pero nuestra civilización se ha preocupado por desterrar la metafísica a la marginalidad, a favor de una epistemología rígida de la existencia en la vigilia. (Recomendamos: El coronavirus y la vacuna poética, por Nelson Fredy Padilla).
Octavio Paz escribió: “Desde Parménides nuestro mundo ha sido el de la distinción neta y tajante entre lo que es y lo que no es”. De tal suerte que la multiplicidad de los mundos de lo humano ha sido recortada en el marco de un racionalismo técnico que ha servido únicamente al desarrollo de la industria. Los poetas se han rebelado en varias ocasiones contra la tiranía de este pensamiento unívoco. Lo hicieron los Románticos contra el inmovilismo del pensamiento ilustrado en su fase de senectud, por ejemplo. Hölderlin, el “poeta de los poetas” escribió: “Pleno de méritos, pero es poéticamente como el hombre habita esta tierra”. Esto quiere decir que los seres humanos son seres de símbolos y animales de sentido.
Cada palabra encierra un sentido y es, a la vez, una metáfora de la realidad. En palabras de Octavio Paz: “Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo”. Así pues, la poesía no es un artilugio exótico ni meramente un placer secundario: está en la base del lenguaje y es en el lenguaje en donde reside la esencia profunda del ser. Heidegger lo dijo en estas palabras: “El diálogo y su unidad es portador de nuestra existencia”. El lenguaje es la historia y lo que nos separa de los demás seres de la naturaleza, es el sustrato fundamental del mundo de lo humano.
Se ha dicho que las crisis de las civilizaciones son crisis del lenguaje. Se nos da pensar en el valor casi fantasmagórico y esquivo que tienen las palabras libertad, democracia, paz, entre otras nociones fundamentales para la vida en comunidad en las modalidades contemporáneas. Sabemos del impulso de depredación de las sociedades de consumo, que han arrasado los bosques de la Amazonía, han contaminado las fuentes de agua potable y han degenerado en confrontaciones bélicas de todos los matices. (Recomendamos: William Ospina y la poesía pensativa, por Carlos Satizábal).
En términos sombríos y contundentes, Aldo Pellegrini ha dicho: “el hombre se convierte en la enfermedad de la materia”. En este contexto difícil y truculento, es preciso buscar en el lenguaje la raíz del problema, en el tratamiento de la expresión lingüística que impone la organización social de la producción a gran escala y en la marginalización de las más puras formas de elevación espiritual en la palabra: las expresiones poéticas. La palabra poética es fuerza de creación, en los términos de Bucher: “Toda palabra esencial tiene por efecto crear un mundo nuevo o abrir una nueva dimensión del mundo”.
Es complejo pensar que el mundo contemporáneo ha marchado para distanciarse de la poesía. Se ha dicho que el lenguaje es poesía en estado puro y Heidegger escribió que la poesía es “la fundación instauradora del ser por la palabra”. Así pues, una cultura que marginaliza la expresión poética se ve condenada a un estanco si no a un retroceso directo. Sabemos por la historiografía que, en otros momentos de la evolución humana, los poetas fueron sacerdotes, chamanes y fuerzas de primer orden en la conducción de los destinos de varias culturas.
La poesía griega de la época de Sófocles, Eurípides y Esquilo, muy posiblemente tuvo tal grado de resonancia en la ciudadanía porque se trataba de un período de auge cultural, así que es posible pensar que un indicador de la salud de una sociedad es su relación con la poesía, no solo en su forma escrita sino en todas sus manifestaciones. Bachelard describe una naturaleza volátil, aérea, en buena parte de la gran poesía. Quizá uno de los pilares de la crisis contemporánea es el excesivo apego de los hombres a la pesadez de la guerra, al hierro del poder y el consumo, a la ilusión de la materia.
Es muy posible que un insumo de la humanización de la vida en este punto del desarrollo humano sea la recuperación del contacto con el fenómeno poético. La reivindicación del asombro y la intuición, frente a un mundo en exceso racional y metódico que ha tratado a los hombres y a las mujeres como máquinas. El divorcio reciente entre ciencia y poesía es un defecto de nuestro contexto. Antiguamente, la diferencia entre los científicos y los poetas fue mucho más sutil y las revelaciones abstractas de la ciencia dicen mucho menos al espíritu humano que las más intrépidas imágenes de la gran poesía, que, en palabras de Bachelard: “renuevan el corazón y el alma; dan –esas imágenes literarias- esperanza a un sentimiento, vigor especial a nuestra decisión de ser una persona”. En el mundo de la tecnología y el racionalismo, quizá haga falta plantear de nuevo qué significa realmente ser una persona.
* Sociólogo y Maestro en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.