Para ahogarse de realidad. Para renunciar a la pose. Para morirse a la izquierda

“Aunque me muera a la izquierda” es la más reciente novela de Fernando Araújo Vélez, escritor, columnista y editor de El Magazín Cultural de El Espectador. Un texto sobre los descubrimientos de Verónica Domínguez, alias Emilia, y las cartas de Martín Enciso, los personajes principales de este libro.

Laura Camila Arévalo Domínguez
18 de octubre de 2022 - 10:27 p. m.
Fernando Araújo Vélez también es autor de la novela "Y por favor miénteme".
Fernando Araújo Vélez también es autor de la novela "Y por favor miénteme".
Foto: Nelson Sierra
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La pregunta no es si uno está realmente preparado para algo. La pregunta no debería enfocarse hacia la “preparación”, sino hacia la fuerza. Porque prepararse, implica llenarse de cosas: información, datos, prevenciones. Y para llegar a algún lugar, para alcanzar algo, hay que perder. Y el sacrificio duele. Qué tanto está dispuesto uno a sacrificar, eso. Y la pregunta no se responde cuando uno se dice que sí, que uno es fuerte, sino cuando se comienza a caminar. Y después de darse cuenta de que uno, realmente, no lo es, llega el momento divino: o sigo o me quedo aquí. Y si uno sigue, se fortalece. Esa es la respuesta: seguir.

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Esta y otras tantísimas reflexiones llegan al leer “Aunque me muera a la izquierda”, una novela sobre una mujer que se está convirtiendo en otra. Dice su autor, Fernando Araújo Vélez, que todos los seres humanos nacemos más o menos con las mismas capacidades, que lo que nos mata es el contagio y las mentiras que tomamos por verdades, esas que nos dijeron nuestros papás, profesores, los curas, algunos referentes y la publicidad. A ella, por ejemplo, que se llama Verónica Domínguez, pero se está convirtiendo en Emilia, le dijeron varias sobre el amor: que era el fin máximo. Que al ser amada, ganaría valor. Y al ir creciendo, se dio cuenta de que, los que le habían dicho que el amor era la fuerza que movía al mundo, le mintieron. Y sin intención de mentirle. Ellos también creyeron eso. Pero no, no era el amor. Era el odio.

Puede que esta novela sea sobre los descubrimientos de Emilia. Este fue el alias que eligió para sumarse a una revolución. Y al hacerlo, no supo que se estaba uniendo a la segunda empresa más subversiva de su vida: la primera fue su propia transformación, la que la llevó a romper con todo. Sus descubrimientos, entonces, fueron una serie de sucesos que dinamitaron lo que hasta ahora conocía, lo que daba por hecho. La verdad que había aceptado. Comprendió, por ejemplo, que todo lo que le había pasado, sobre todo lo que lamentaba, había surgido del miedo: eso que no hizo y sabía que debía hacer, lo dejó de hacer por miedo. Eso que hizo y sabía que no debía hacer, lo hizo por miedo. Porque al final, uno siempre sabe lo que tiene que hacer, pero también sabe de los costos de hacerlo, de lo que va a perder. De nuevo, es sobre perder para después, mucho después, ganar.

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La señorita Domínguez. Así le decían. Así se refería a ella el otro personaje más importante de esta novela, don Martín Enciso. Se conocieron cuando era una niña. Ella, por alguna razón (que contradice la teoría de que todos venimos equipados con lo mismo), se interesó por un disco que vio ofrecido en alguna tienda de Bogotá. Era de los Beatles. Y se interesó porque se veía distinto. Y cuando lo oyó, comprobó que también sonaba distinto. Y lo escuchó gracias al tal señor Enciso, que desde ese día se convirtió en un faro para Domínguez. Y no en uno de luz ni de respuestas ni de armonía. No. En uno que la fue conduciendo por un camino de incomodidad: “Detestaba la fragilidad, me indignaba con los frágiles que iba encontrando en la vida, y odiaba aún más descubrirme frágil”, comenzó a pensar.

Pasaron los años y los Beatles y la adolescencia de Domínguez y la adultez de don Martín Enciso. Y llegó la de ella después de sumarse a algún grupo de su universidad que hablaba de comunismo y de Trotsky y de desigualdad. Y pasaron, también, las cartas que retomaron una relación inconclusa por la distancia y la falta de comunicación entre ella y él (sólo habrá dos personajes en este texto sobre esta novela, ella y él). De ser Verónica se convirtió en Emilia. Y sobre ese paso, sobre ese movimiento de la cárcel a la libertad, de las herencias de los demás al pensamiento propio, es esta novela.

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Él le escribió cartas a ella sobre la injusticia y los señores feudales que manejaron el país. Le contó los porqués de sus actos, de su ausencia, de sus misterios. Y ella lo leyó. Y fue guardando palabras mientras se metió en una organización que la fue envolviendo en un mundo oscuro, pero paradójicamente, lleno de respuestas. De luz, digamos: algunos políticos ganaron comprando votos. Casi todos. Y un gran porcentaje ganó a punta de comprar urnas, pero también vidas. Y la democracia era un cuento. Un cuento bello que parecía justo, pero un cuento. Y las tierras no eran del señor que aparecía en las escrituras, sino de quien ahora vivía en cualquier garaje de Bogotá, pero no tuvo con qué defenderse de ese señor. Y algunos hombres se dejaron comprar por cualquier cargo o unos cuantos pesos. O unos cuantos besos. Casi todos. Y algunos padres, padres de familia, también lloraron y fueron débiles. Y algunas madres, madres de familia, también quisieron irse y dejar al maldito niño llorando mientras se quejó de la comida. Y ninguna quiso tener al maldito niño. Casi ninguna.

Parecieron golpes. Se sintieron como golpes las cartas de don Martín. Y como puñaladas los hallazgos de Emilia. Porque él sacó sus frases de la experiencia. Y entonces dijo cosas como “no fuimos capaces de vernos y ver a los otros como eran, sino como queríamos vernos, y pasamos por alto los indicios, y después, muy después, nos sorprendimos por lo que descubrimos, sin comprender que descubrir era de lo que se trataba la vida, no de seguirnos engañando”, para hablar del desamor.

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Pero ella habló desde la amargura. Se desilusionó y se percibió su rabia de niña ingenua que se convirtió en mujer a fuerza de tropiezos. Y dijo cosas como: “a mí no me viene la realidad, ni me viene, ni me va, no la aguanto, y usted representa la realidad, esa realidad vomitable que solo puede existir para romperla y cambiarla, para dinamitarla”. Y se las dijo a un tipo que le acababa de descubrir algunas verdades sobre algo importante para ella. Y se lo dijo con la ira en la cabeza y la frustración en la garganta. Ella, que fue impulsiva y algo errática y siempre tuvo una llama en el pecho que la llevó a cometer tantísimos errores, pero también la guio hacia lo que sabía que debía hacer: seguir y seguir y seguir para encontrar algo más grande que la meta de casarse y ser la señora Domínguez o la señora de alguien. Seguir y seguir y seguir para vivir y no permitir que la “vivieran”.

El autor de este libro, que también escribió la novela “Y por favor miénteme”, y es el editor de El Magazín Cultural de El Espectador, dice que, para las convicciones, la repetición. Que después de hablar mucho, pero mucho tiempo, sobre un mismo tema, alguna frase queda. Alguna idea germina. Y que no solamente es suficiente con el habla o con la charla. Que hay que hacer. Que hacer es lo que, realmente, podría convertirse en la verdadera felicidad. O en una felicidad más digna. Que eso es lo que da la fortaleza para pelear, discutir, escribir. Y que muchas veces no importa si las palabras “venganza” o “vanidad” suenan mal. O desentonan en comparación con esas que suenan bien, como la humildad, que se ha vuelto tan popular, pero nadie sabe realmente qué significa o para qué sirve ser humilde. Que lo que hay que hacer es desentrañar esas que suenan mal y descubrir las verdaderas razones detrás de ser vanidosos y de querer venganza. Porque después de eso, de pensar, se descubre que hay venganzas grandes, esas que se ponen al servicio de todos y que no dañan directamente a nadie, pero que sí reivindican. Y que hay vanidades que alimentan egos, pero “habla de egos inmensos que le apuesten a la inmortalidad y no apelan a las mezquindades con las que ascendieron esos que ya sabemos”.

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El autor de este libro, que también escribe la columna de opinión “El caminante”, dice que la soledad es necesaria. La defiende y sostiene que nadie sabrá realmente quién es, hasta que se queda solo. Que si hay que posar de eso que se cree que es, la conclusión es sencilla: no se es. Y que lo importante es ser, pero para eso hay que luchar. Y que se lucha con voluntad. Y que la voluntad se trabaja. Que hay amores de chimenea y amores para crear obras. Que los segundos son los valiosos y que los primeros se acaban, siempre se acaban. Y que tienen finales tan destructivos y dramáticos, por las mismas razones por las que se iniciaron: las mentiras sobre el amor. Y que nada justifica nuestra negligencia: ni la violencia ni los gobiernos ni los desamores ni el machismo ni el abandono de nuestros padres. Y que no aprobarse es darle poder al resto. Y que la mayoría de ese “resto” tampoco se aprueba. Así que nadie tiene criterio. Que tener criterio es comenzar por aprobarse, y que después viene lo demás. Y que así se comienza a ser uno mismo. Uno en serio. Y que cada ley es una prohibición, pero como estamos enamorados de la palabra “libertad”, pero no sabemos qué significa, adoramos las leyes. Que no entendemos que “quien hace la ley, hace la trampa”, y que por eso, y por otras razones que dice a través de las cartas de don Martín, y de los hallazgos de Emilia, seremos unos títeres fanáticos de las leyes, hasta que comencemos a romper como ella, y a hacer como él.

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Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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