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Si pudiera comparar la conmoción ante la vida que me ha causado estudiar, podría hacerlo con la mayor enseñanza que le debo a mis padres: el amor por los libros.
Tengo 29 años y llevó 26 de ellos estudiando sin parar. Culminé el preescolar, la básica y la media, dos pregrados y dos posgrados, actualmente me encuentro cursando un doctorado.
Si hago una introspección de mi formación en preescolar, no recuerdo nada. De la básica primaria recuerdo los juegos de fútbol con mis compañeros en los recreos. El bachillerato podría dividirlo en dos etapas: el trauma por la carencia pedagógica de los docentes de ciencias naturales y exactas, y la efervescencia de la adolescencia por empezar a conocer el mundo más allá de las aulas.
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Mi paso por la universidad fue más gratificante: excelentes notas, incontables borracheras, amor a la literatura y vació existencial en los últimos semestres de las dos carreras. Los posgrados surtieron su efecto como cualificación laboral e investigativa. Hoy en día curso otro pregrado, que después de tantos años en las aulas, me permitió comprobar la hipótesis de que estudiar de manera burocrática quita tiempo para aprender.
Si hubiera sabido que el principal imaginario para estudiar se reduce de disponer de un título para conseguir trabajo y realizarnos como seres humanos, hubiera preferido encerrarme en mi habitación a leer cuentos y poesía, conseguir una pareja que no tuviera problema con ello y administrar mis tiempos libres para salir a conversar con conocidos o desconocidos sobre las distopías literarias y su cercanía a la realidad. Sin embargo, esa es una postura bohemia y romántica de algunos. Nací dentro de una familia donde mi hermana y yo debíamos ser la inversión social para el futuro, pero las gratificaciones han sido magnificas.
Indudablemente amor estudiar, no solo en un aula o institución; en la mayoría del tiempo lo hago a mi modo, sin un currículo impuesto, sin la necesidad de calificarme por los conocimientos adquiridos y tampoco sin la tediosa tarea de hacer trabajos en grupo. Comprendí con los años que el acto más revolucionario que puede hacer un estudiante es ser autodidacta.
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Si me piden una recomendación, estudiar es delicioso, lastimosamente las instituciones educativas han matado el gusto por aprender. En algún momento uno de los mayores autodidactas colombianos, Estanislao Zuleta, escribió que leer debe ser una fiesta. Yo concuerdo con él, pero poniendo de relieve al estudio, y sí es así, yo he mantenido enrumbado durante 26 años y, me he ido acostumbrando a la resaca que viene posterior a la conceptualización y análisis de las diferentes realidades que nos impone la vida cotidiana y los misterios metafísicos que no hemos logrado develar.
Aunque la concepción del aprendizaje y la lectura como una forma de vida pueden llevar a un estado natural de angustia, no concebiría la vida sin estudiar, ya sea dentro de un aula o por fuera de ella; mi vida se podría reducir a estudiar y leer, aunque es la vida de muchos. Por eso, ¿para qué estudiar? Para ser libres por lo menos en nuestra imaginación, que por ahora es un lugar a donde no podrán llegar directamente los dictadores del pensamiento, los asesinos de ideas y todos esos ideólogos fracasados que manipulan para sobrevivir.
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