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En esta circunstancia de zozobra y vaivenes quedó más que claro la pertinencia del contenido científico y cultural. Pero no: el periodismo de fútbol sigue siendo el que más tribunas ocupa; fíjense en la programación de las principales cadenas radiales del país y lo podrán comprobar.
Hay desempleados útiles para la sociedad: médicos, paramédicos, ingenieros, abogados, libreros, psicólogos, docentes, etc. Y hay un montón de empleados francamente superfluos: los periodistas que debaten cuál jugador fue más importante en la era Pékerman, se destacan por sus privilegios.
No tengo nada contra esos programas. Todo lo contrario: fui oyente fiel de El pulso del fútbol, que desde la renuncia de sus creadores feneció en entusiasmo. (Y ahora escucho a Peláez y De Francisco, aunque en diferido).
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Una cosa es sintonizar uno. Digo yo: disfrutarlo, seguirlo: son espacios de esparcimiento, le ofrecen al ser humano un poco de distracción ante tanto agotamiento. Y otra muy distinta es la preponderancia que cada vez representan individuos cuyo aporte a la sociedad es menos que modesto.
¿Para qué sirve discutir qué jugador fue más clave, qué equipo le conviene más a James Rodríguez, qué técnico está más capacitado para ocupar tal posición? Son cuestiones muy abstrusas: que, por favor, alguien me explique la relevancia.
Estos sujetos me recuerdan la amargura de Schopenhauer: “Puede también considerarse nuestra vida como un episodio que turba inútilmente la beatitud y el sosiego de la nada”. Ese ruido constante, esa estridencia, esa turbación podría ser aprovechada para fines más urgentes, pero menos mediáticos.
El lenguaje -tan bondadoso en sus amplitudes- de estos periodistas es tan elástico, que han adjetivado como doctores a seres expertos en conocimiento de la intrascendencia. Porque es que un doctor no es alguien que sabe mucho de la historia del fútbol, ni otro que conoce al derecho y al revés el reglamento, y mucho menos esos comentaristas de lenguaje pomposo e impreciso, que en sus emisiones descrestan a los más tiernos incautos. (Por fortuna, señores, los diccionarios no se han extinto).
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Alguien que estudie la cultura de masas recordará los aportes de la Escuela de Fráncfort y los estudios de Adorno y Horkheimer sobre la penetración del capitalismo en todas expresiones artísticas y, por ende, culturales. Está bien. Lo acepto. Quizá he puesto a estos doctores en un termómetro muy alto.
He ahí un buen punto: en lugar de dedicarle tiempo a un tema más importante, estoy ocupándome de estos tipos. Pero es que se pasan. Ya uno no puede escuchar la radio tranquilo. Siempre están ahí. Son casi que ubicuos.
De modo que la equiparación puede quedar entre sus pares. Pienso en trabajadores necesarios y fundamentales para el ejercicio de un oficio ya pauperizado: el periodismo. Pienso en la labor de reporteros regionales, cuyo trabajo es a riesgo de su propia vida, cuyo estipendio es miserable, y cuyo reconocimiento es minúsculo.
¿Para qué tanto programa de fútbol? Es una pregunta que desde el análisis cultural podría arrojar interesantes respuestas, pues devela la manera en que el capitalismo periodístico opera: ¿por qué tanto contenido futbolístico en un país de liga mediocre? ¿Por qué auspiciar esos programas y no otros más sustantivos para los ciudadanos? ¿Por qué relegar a la ciencia, la cultura y deportes menos populares? ¿Por qué sesgarle la oferta al oyente?
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Son preguntas retóricas. De fondo lo interesante de esto es analizar nuestra manera de consumir, pues si hay tantas transmisiones dedicadas al balompié -y si proliferan tan fácil- es porque generan buen rating. A los medios solo les interesan los ingresos. Y ni la ciencia ni las expresiones artísticas satisfacen sus bolsillos.
Ah, y por si acaso: me declaro amante del fútbol. Lo sigo con pasión desde que era pequeño. Pero estas emisiones no son de fútbol, sino sobre el show futbolístico, sobre trivialidades que alivian los vacíos existenciales del ser más frívolo.
Y eso que aquí no menciono la arrogancia y desmesura con que figuras como Iván Mejía y Carlos Antonio Vélez ejercen su labor. El primero, ya retirado, despotricaba a diestra y siniestra sobre jugadores imberbes, sobre árbitros, sobre sus colegas (eso era divertido), y hasta sus amigos directivos; y el otro y sus comentarios insidiosos, y su lenguaje ampuloso, y sus calculadas disquisiciones, y sus prejuicios.
Lo llamativo es que son figuras con poder. El poder, para recordar a Foucault, no se tiene, se ejerce. Y estos señores tienen la capacidad de mancillar al primero que se les atraviese, sin necesidad de argumentos, ni de pruebas. Desde la comodidad de su silla de marfil.
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A mí, desde el punto de vista literario, me resulta curioso que alguien se ufane por saber de fútbol. O mejor: que su pedantería esté tan fascinada de sí misma, que ignora que su conocimiento es bizantino.
El periodista de fútbol, que no es lo mismo deportivo, es un sujeto privilegiado para estos tiempos. Ocupa el puesto que un experto en cultura y/o ciencia merece. No hace falta agudeza para determinar por qué es más importante lo último que lo primero.
El fútbol, a despecho de muchos, es un deporte que esconde muchísimas historias. Estuve en el borrador de una biografía sobre un jugador y técnico famoso, y de verdad me impresionó todo lo que hay detrás de alguien abocado a esa profesión.
Ejemplos sobre ello hay varios, aquí en Colombia, Fernando Araújo Vélez le dedicó varios libros al tema. En Latinoamérica muchas plumas también lo han hecho. (Lo cierto es que la literatura futbolística es menor).
Hace unos meses atrás la excusa era el auge del espectáculo. Pero apenas comenzó el confinamiento, y la suspensión de los torneos, quedó en evidencia lo imprescindible que es su constancia en la parrilla de programación. (En algunos casos daba tristeza que una noticia fuera la historia de Instagram de un jugador).
Las técnicas de dominación son tan eficaces que estos líderes invaden lugares inapropiados. Alejados del contenido que la sociedad ignora que requiere.
Desde otra perspectiva es apología a la inmediatez y la ligereza, pues es más fácil y más cómodo discutir un penal, un gol anulado, o un mal expulsado, a temas cuya involucración exigen disciplina en el pensamiento.