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                                                                                                                                Para servir con la punta de una llave

                                                                                                                                Por años he sabido, con un poco de culpa, que los guisos de mi abuela son más sabrosos que los de mi madre, a pesar de que ella cocine con más variedad de vegetales, los de mi abuela, sofritos en abundante aceite, aderezados con cucharadas de pasta de tomate y un colmo de pimienta, siempre hacen que cierre los ojos de la razón para concentrarme mejor en lo que sucede en el paladar.

                                                                                                                                Karim Ganem Maloof

                                                                                                                                ¿Adobar los guisos con Ajinomoto es como sazonar una historia real con un elemento de ficción que realza su sabor?
                                                                                                                                Foto: Wikimedia Commons.
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                La haute cuisine doméstica podría ser dividida en dos escuelas principales: cubistas y no cubistas. Los discípulos de la primera suelen usar como principal ingrediente de su paleta el caldo en cubos. Los segundos creemos que, pese a su figura tridimensional, esos cubos hacen que cualquier plato se vuelva plano -tal y como ocurría, pese a su incongruente calificativo, con las pinturas de Braque y Picasso-. Me encantan los guisos de mi abuela, por eso la revelación de mi madre hizo que se tambaleara mi doctrina. ¿Sería cubista sin saberlo?

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Decidí ensayar con el malfuf, un plato al que le temí de niño porque la semejanza de su nombre y mi segundo apellido me traían sospechas caníbales -una impresión reforzada cuando supe que en República Dominicana llaman a este plato libanés “niños envueltos”-. Mi pedantería evita que tenga Maggi en mi despensa, pero entonces tuve un par de ocurrencias más amables, que me dejaron hacer pie y conservar lo que restaba de mi visión del mundo, uno en el que sería injusto que todo quede mejor con cubos. En primer lugar, tal vez el secreto estaba en cuánto Maggi echarle. Por definición, un ingrediente es secreto solo mientras no se note. En las cocciones de Aina, mi abuela, el cubito de caldo no resalta por individualidad, sino por su trabajo de equipo, su efecto en el conjunto. De pronto es como esa mala acción que está encadenada a otras buenas, un medio justificado por el fin. Y ahí estaba la segunda ocurrencia. ¿Cuál era la importancia del cubito o, mejor aún, qué era lo importante en él? Lo que produce la sensación umami en el caldo Maggi es uno de sus ingredientes: el glutamato monosódico o GMS. De eso sí conservaba una bolsita en mi despensa.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El glutamato de Ajinomoto es un cristal traslúcido en forma de minúsculos bastones. Hace años, cuando le compré un paquete a un minorista del mercado de Paloquemao, tuve una sensación transgresora potenciada por la pequeñez de la bolsita de plástico, que nunca había visto ser usada sino para guardar cocaína.

                                                                                                                                Ahora, con el malfuf en juicio, destiné un par de esos cristales a la punta de mi lengua, como hacen los agentes de la DEA en las malas películas de narcos para comprobar si agarraron un alijo de droga o los burlaron con maicena. El efecto me hizo entender la popularidad del aditivo (que se encuentra desde en los Doritos hasta en ensaladas de frutas): ahí estaba ese gusto que le da un abrazo a la mente, una satisfacción que suele asociarse a la comida que tuvo alma (del tipo: “esta hamburguesa vegetal sabe a carne de verdad”). Los cristales llevaban por lo menos cinco años en mi alacena y su efecto seguía siendo arremetedor. Era un sabor cristalizado, una compleja sensación de apariencia diáfana, fácilmente soluble en mi guiso. Con la cautela necesaria de quien cocina un delito, vertí en el caldo lo que pude recoger con la punta de una llave.

                                                                                                                                Es difícil justificar mi inhibición y la de otros colegas cocineros de fin de semana de usar GMS o caldo en cubos (ahí donde un pedante dice “umami”, otra persona dice “Maggi”). Quizá tenga su origen en un desagrado por los atajos, por los resultados sin esfuerzo ni habilidad, por el elemento que nos homogeiniza a todos sin diferenciar talento y conocimiento, por entregarnos a un solo ingrediente cuya falta le quitaría el alma a la comida. ¿Adobar los guisos con Ajinomoto es como sazonar una historia real con un elemento de ficción que realza su sabor? ¿Hay una ética cocineril, una del camino de mayor esfuerzo y los medios más difíciles? O tal vez la inhibición apunte a no simplificar la comida al punto de que se unifiquen todas las experiencias. Cuenta la escritora de libros de cocina Fuscia Dunlop, con algo de fastidio, que aun con toda su refinación culinaria los chinos llaman al glutamato weii jing “esencia del sabor”. Será que así reconocen que uno puede poner trucos en un plato (¿o en un relato?), mientras conserve su verdad fundamental. La esencia.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Y esa esencia es el umami, que le hace pensar al cuerpo en proteínas. El sabor trae reminiscencias animales (una amiga dice que el glutamato sabe a pollo, identificando el universal y agradable sabor a pollo en su escala molecular). Pero el GMS suele provenir de productos vegetales. Sea de la fermentación del gluten -ese otro villano culinario-, la soya o, más recientemente, de la caña de azúcar. Curioso que el principal sabor animal sea conseguido a partir de vegetales, curiosa esta sal derivada del azúcar. El ácido glutámico es lo que una persona con conciencia busca, sin saberlo, al sopesar opciones sabrosas y benevolentes con los animales. Los quesos maduros, algunos hongos y el tomate tienen buenas cantidades de ese aminoácido libre. El mismo que puesto en la olla, lo confieso, hizo que el malfuf estuviera tan rico que no me hubiera importado que dentro de la olla hubiera un malfuf en vez de un repollo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Acaso con el experimento haya intentado aliviar mi desazón, y con este discurso procurado convencerme de exculpar a mi abuela y restituirla en el pedestal de mis ídolos. Evitar que se derrumbara como una estatua de sal. Viéndolo bien, la sal es otro aditivo omnipresente en nuestra comida, como el azúcar refinada en los postres. ¿Qué pasaría si un día dejara de haberla en tiendas y supermercados? ¿Si en un mundo distópico, peor que este del coronavirus, tuviéramos que acostumbrarnos a vivir sin cloruro de sodio?, me echaría a llorar. Y recogería con fruición esas lágrimas para decantar la sal.

                                                                                                                                ¿Adobar los guisos con Ajinomoto es como sazonar una historia real con un elemento de ficción que realza su sabor?
                                                                                                                                Foto: Wikimedia Commons.
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                La haute cuisine doméstica podría ser dividida en dos escuelas principales: cubistas y no cubistas. Los discípulos de la primera suelen usar como principal ingrediente de su paleta el caldo en cubos. Los segundos creemos que, pese a su figura tridimensional, esos cubos hacen que cualquier plato se vuelva plano -tal y como ocurría, pese a su incongruente calificativo, con las pinturas de Braque y Picasso-. Me encantan los guisos de mi abuela, por eso la revelación de mi madre hizo que se tambaleara mi doctrina. ¿Sería cubista sin saberlo?

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El glutamato de Ajinomoto es un cristal traslúcido en forma de minúsculos bastones. Hace años, cuando le compré un paquete a un minorista del mercado de Paloquemao, tuve una sensación transgresora potenciada por la pequeñez de la bolsita de plástico, que nunca había visto ser usada sino para guardar cocaína.

                                                                                                                                Ahora, con el malfuf en juicio, destiné un par de esos cristales a la punta de mi lengua, como hacen los agentes de la DEA en las malas películas de narcos para comprobar si agarraron un alijo de droga o los burlaron con maicena. El efecto me hizo entender la popularidad del aditivo (que se encuentra desde en los Doritos hasta en ensaladas de frutas): ahí estaba ese gusto que le da un abrazo a la mente, una satisfacción que suele asociarse a la comida que tuvo alma (del tipo: “esta hamburguesa vegetal sabe a carne de verdad”). Los cristales llevaban por lo menos cinco años en mi alacena y su efecto seguía siendo arremetedor. Era un sabor cristalizado, una compleja sensación de apariencia diáfana, fácilmente soluble en mi guiso. Con la cautela necesaria de quien cocina un delito, vertí en el caldo lo que pude recoger con la punta de una llave.

                                                                                                                                Es difícil justificar mi inhibición y la de otros colegas cocineros de fin de semana de usar GMS o caldo en cubos (ahí donde un pedante dice “umami”, otra persona dice “Maggi”). Quizá tenga su origen en un desagrado por los atajos, por los resultados sin esfuerzo ni habilidad, por el elemento que nos homogeiniza a todos sin diferenciar talento y conocimiento, por entregarnos a un solo ingrediente cuya falta le quitaría el alma a la comida. ¿Adobar los guisos con Ajinomoto es como sazonar una historia real con un elemento de ficción que realza su sabor? ¿Hay una ética cocineril, una del camino de mayor esfuerzo y los medios más difíciles? O tal vez la inhibición apunte a no simplificar la comida al punto de que se unifiquen todas las experiencias. Cuenta la escritora de libros de cocina Fuscia Dunlop, con algo de fastidio, que aun con toda su refinación culinaria los chinos llaman al glutamato weii jing “esencia del sabor”. Será que así reconocen que uno puede poner trucos en un plato (¿o en un relato?), mientras conserve su verdad fundamental. La esencia.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Por Karim Ganem Maloof

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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