Parece que Dios hubiera muerto (Extractos literarios)
En “Parece que Dios hubiera muerto” una adolescente recibe la peor noticia de su vida cuando empiezan sus vacaciones escolares. Presentamos un capítulo de la novela de la escritora y colaboradora de El Espectador Diana Ospina Obando, publicada por Seix Barral.
Diana Ospina Obando
Mi mamá murió un miércoles.
El día anterior por la tarde nos dijimos adiós sin saber que era la última vez que lo hacíamos. No hubo frases cariñosas, ni abrazos. No sucedió nada memorable que yo haya podido atesorar durante todos estos años. Simplemente la vi apoyada en el marco de la puerta, desde allí levantó la mano para despedirse, parecía pesarle, fue un gesto rápido, mecánico. Se veía cansada y triste. Yo ni me moví. Apenas bajé un poco el libro que sostenía y la miré sin mirarla, probablemente con fastidio. Seguramente le dije “que te vaya bien” o algo así, una de esas fórmulas hechas, vacías, repetidas sin pensar. De seguro contestó “gracias, a ti también…”, en realidad no recuerdo sus palabras; sin embargo, esa imagen; ella vestida con una blusa roja y una falda negra larga, ella de pie en el marco de la puerta con su cartera en el hombro, eso sí lo recuerdo. La veo sonreír ligeramente, mirarme.
Durante años creí que la habían enterrado con esa ropa, la imaginé tantas veces en su ataúd, acostada y silenciosa, vestida como la había visto esa tarde, esa última tarde en la que compartimos un mismo espacio y respiramos el mismo aire. Después supe que a los muertos los visten para enterrarlos y mi mamá no fue la excepción. Tras terminar los trámites de medicina legal, alguien fue encargado de ir hasta la casa y sacar ropa para entregar a la funeraria. Prefiero ignorar el nombre —si me lo dijeron, lo olvidé— del elegido para pararse frente a su armario, ordenado con esmero, y escoger algo. ¿Bajo qué criterio habrá realizado su selección? Nunca quise saber con qué la habían vestido, no importa, no cambia nada. En mi mente, en los recuerdos que desaparecerán conmigo cuando me llegue el turno de morir, ella viste una blusa roja y una falda negra, me sonríe un poco, a veces pienso que quizás con culpa, pero tal vez no es cierto, y nos decimos adiós como cualquier día, de cualquier otro mes, de cualquier otro año.
Ni siquiera le pregunté a dónde iba ni con quién.
No tengo excusas al respecto si es que es necesario tenerlas, si es necesario justificar que la última vez que uno vio a su mamá con vida no hizo nada especial, ni pensó nada, así fuera claro que una sombra oscura y densa se anidaba en ella. Tal vez, simplemente me había acostumbrado a esa presencia. En los últimos meses mi mamá se había ido lentamente transformando en otra persona. No, me equivoco, no era otra, era la misma, solo que ciertos rasgos de su personalidad parecían haberse acentuado, deformado hasta límites inimaginables. Eso hacía aún más difícil la convivencia entre una adolescente, como lo era yo en ese momento, y ella.
En general, un silencio pesado y denso dominaba la casa, probablemente siempre había estado ahí, pero ahora era casi tangible. Mi mamá llevaba meses en un elevado estado de nerviosismo, se le dificultaba dormir, comía poco, había adelgazado varios kilos. A veces estaba quieta, como pasmada, embebida, la mirada en un punto fijo, pero la mayor parte del tiempo se movía frenéticamente por la casa, incapaz de encontrar sosiego. Sus amigos llamaban a preguntarme cómo estaba y yo decía “bien”, como contestando cualquier cosa en realidad. “¿Y cómo va el colegio?”. “Bien”. “¿Y qué tal están tu tía y tu primo?”. “Bien”. Ni ellos mencionaban su preocupación, “¿cómo puedes decir que está bien, no la ves flaca y ojerosa?”, ni yo decía nada, “si es evidente, para qué me preguntas, haz algo tú que eres un adulto, carajo”. Venían de visita, unos y otros con regularidad, pasaban un rato, se miraban entre sí con caras largas, me miraban preocupados, se marchaban cabizbajos, pero no me decían nada.
Bien, gracias, ¿y tú?
Un par de veces los sorprendí hablando con mi tía, casi murmurando en una esquina, decían pastillas, psiquiatra, clínica… no mucho más. En la clínica habíamos estado unas semanas atrás, mi mamá estaba muy flaca y por eso la internaron, o eso me dijo mi tía, que era para poder darle suero y regularle el sueño. Cuestión de unos días, nada más. Yo me quedé donde mi abuela paterna aprovechando que estaba esos días en Bogotá. Por la noche hablé con mi papá y le repetí lo mismo que a todos, “bien, gracias”. No mentía, me habían dicho que mi mamá saldría a los pocos días recuperada, la había visitado una tarde a la salida del colegio y ella me había tomado de la mano y me había preguntado por mis tareas. La vi cansada, pero de mejor ánimo. A la casa volvimos juntas después de ese episodio, mi abuela nos llevó fricasé de pollo y comimos las tres mientras mi abuela contaba anécdotas de su último viaje con sus amigas. Cuando mi abuela salió por la puerta, el silencio regresó por ahí mismo. En el baño aparecieron unos frascos nuevos de pastillas y todo pareció retomar el rumbo. O eso creí.
Yo prefería no darle muchas vueltas al asunto, ¿qué podía pensar en todo caso más allá de lo que me decían? Que si la veía particularmente nerviosa, sí, claro, pero ¿qué podía hacer al respecto? No sabía qué la inquietaba tanto, qué la hacía dejar la luz encendida hasta altas horas de la noche, si siempre se acostó temprano. Ella no me lo decía, yo no lo preguntaba. No era esa, en todo caso, la primera vez que veía a alguien transformarse frente a mí.
Lo cierto es que si ella estaba cambiando, yo también, y nadie parecía percatarse o estar ahí para mí. Tenía un cuerpo que ya no reconocía y al que me costaba habituarme, tenía exámenes por pasar y una enorme inquietud: el nuevo del salón, el recién llegado, finalmente me había dado un beso un día que salimos a caminar por mi barrio. La inquietud en ese momento ni siquiera venía del beso, el ansiado y anhelado beso, sino del asco terrible que me había producido sentir su lengua en mi boca. Nadie me había preparado para eso, ni para el choque de los dientes y la dificultad de saber qué se hace con la nariz y cómo se coordina la respiración. La inquietud finalmente me la producía el hecho de que, a pesar de todo lo anterior, de lo extraña que me sentí ese día volviendo a casa, supe que eso solo se resolvería repitiendo la experiencia y, creía, el recién llegado estaría dispuesto a hacerlo.
Así que mis preocupaciones estaban muy lejos de esa casa en la que el aire se había detenido, mientras afuera todo parecía tan diáfano y ligero. Mis compañeras de clase comparaban tallas de brasieres, hablaban de cólicos, se miraban al espejo, se quejaban de los hombres, o de los remedos de hombres que eran “esos niños del salón”. Yo las miraba de reojo desde la inseguridad de mi metro con cincuenta y ocho de estatura y mis cuarenta y seis kilos, y de mi ropa interior de algodón con muñequitos y florecitas. En las emisoras sonaban baladas dulces que después ponían en las fiestas para que bailáramos slow, así, lento, acercando nuestro rostro al del que nos hubiera invitado a bailar. Pensaba en eso, o por lo menos intentaba, y me preocupaba que ese primer beso me hubiera parecido tan horrible. Pensaba en la próxima fiesta, en la canción que sonaba y que quería escuchar, acostada en el piso de mi cuarto en el lugar que me permitía tener el ángulo exacto para ver el cielo azul y las montañas verdes.
Por esos días mi papá había empezado a llamar con más frecuencia. No me molestaba, claro, pero a ratos me parecía artificial que lo hiciera, como si tuviera premura por ponerse al día con algo de lo que había resuelto desconectarse, y ese algo era yo. ¿Cómo se llaman tus amigas? Ah sí, Mónica, ¿pero Mónica no es la que tiene un hermano menor que es un cafre? Se le confundían unas historias con las otras, me preguntaba por la tarea de matemáticas cuando ya la había entregado y me decía que sería bueno tener un tutor que me ayudara, a pesar de que José, el amigo de mi tía, venía desde hacía tres meses todos los miércoles a ayudarme a descifrar lo que intentaban enseñarme en el colegio. Sin embargo, no lograba molestarme con él, porque casi siempre, en la mitad de esos desatinos, me recordaba algo de lo que hacíamos juntos antes. Utilizaba esas llamadas interoceánicas carísimas para contarme anécdotas de nuestra vida en común. Con sus relatos conseguía revivir un pasado que no habíamos vuelto a mencionar. Al comienzo me extrañaba ese afán por nombrar lo que ya no estaba, lo que fue, pero me gustaba escucharlo, lo dejaba guiarme con sus palabras. Me quedaba quieta, concentrada, inmersa en su reconstrucción pormenorizada de un pasado que buscaba recuperar su sitio en ese presente anfibio. Nunca me preguntaba por mi mamá, era el único. Supongo que sabría de ella por mi abuela y los amigos en común. Ignoraba que de vez en cuando hablaban cuando yo no estaba en la casa. Le agradezco su silencio, no hubiera sabido qué decirle.
La fragilidad de mi mamá me exasperaba. Algo en mí se negaba a aceptar que fuera real. Ella siempre fue la más fuerte, la más segura, la que estuvo ahí para mí, infranqueable, la que no se desmoronó cuando mi papá empacó sus cosas para irse. ¿Quién era ahora? ¿Había dormido este ser asustadizo en su interior todo este tiempo y ahora exigía recuperar su lugar?
No le tenía paciencia, pero tampoco se lo podía decir. Simplemente intentaba mirar para otro lado, concentrarme en mis cosas, pero no siempre era posible esquivarla y los choques eran inevitables. El día anterior a la blusa roja y la falda negra tuvimos uno fuerte. Ese día mi mamá estaba recostada sobre su cama, se había cubierto el cuerpo con una cobija multicolor comprada en Guanajuato. Yo había entrado a su cuarto sin tocar antes, como odiaba que ella lo hiciera, y sin mediar palabra dejé salir un torrente de reproches y dolores que ni yo misma entendía, era una hilera de frases que salían de mi boca sin freno alguno. Me impresionaba mi propia rabia, como si pudiera verme fuera de mí misma y no reconocerme en esas palabras afiladas, soltadas con el aparente único fin de herir. Fue, como toda explosión, corta y contundente; al finalizar, solo hubo silencio. No era la primera vez que esto pasaba. Generalmente era así, ella podía recibir mis embestidas sin inmutarse, no dudo que le dolieran, pero es como si supiera encajar los golpes y seguir de pie. No caía, no es que la venciera, a veces buscaba tocarme la cabeza, me miraba con tristeza y ya… después el tema era otro, cualquier cosa, y la rabia, finalmente, se guardaba debajo del tapete como mugre incómoda. Después me carcomía la culpa, entonces le compraba algún detalle con la mesada o, si no, era ella la que daba el primer paso, me invitaba a cine, me preguntaba por el programa de televisión que yo estuviera viendo y entonces construíamos, por un instante, una cierta complicidad. La mugre quedaba bajo el tapete, oculta, y nosotras sintiendo que estábamos en una habitación limpia en la que circulaba aire fresco.
No supe ver que el cúmulo de emociones encontradas que guardaba y que solté como pude en ese momento era solo un intento desesperado, desafortunado, por traerla de regreso del lugar de sombras en el que se había instalado y del que no parecía regresar. Las llamadas de los amigos habían arreciado y mi tía le había insistido el domingo, frente a mí, que nos fuéramos a su casa por un tiempo. “Solo por unos días”, dijo mientras le arreglaba la camisa a mi primito que no dejaba de hacer ruidos y babear, “así descansas un poco y te recuperas”. La frase no dejaba de parecerme inverosímil; ¿mi mamá necesitaba descansar? No entendía la pretensión de mi tía. ¿De qué podía estar cansada mi mamá? Lo que hacía era deambular por la casa hecha un manojo de nervios, no paraba, es cierto, pero tampoco concretaba nada, me costaba verla así, dubitativa, frágil, con la mirada perdida y las uñas carcomidas casi hasta la raíz. ¿En qué momento pasó esto? ¿De qué necesita descansar si no está haciendo nada, o por lo menos nada que yo entendiera, ella que siempre fue una profesional exitosa y una adicta al trabajo? Crecí viendo cómo la contactaban buscando asesorías y ella las daba a cualquier hora de la noche, aunque al día siguiente tuviera una presentación importante. La vi leer durante horas pilas de papeles, revisar largas hojas de números, no paraba, no se cansaba, era la mejor.
A inicios del año decidió renunciar. La noticia nos sorprendió: ¿por qué dejarlo todo justo ahora que empezaba a cosechar frutos después de tan arduo trabajo y dedicación?
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¿No estaba logrando lo que siempre había querido, haciendo realidad los sueños que su padre había depositado en ella? Al parecer no, quizás el quiebre empezó en ese momento o venía incubándose desde antes. Dijo que estaba harta de los jefes, de los horarios; dijo que quería trabajar a su ritmo, sabía que los clientes fieles la seguirían, o eso oí que le dijo una noche a un amigo. En realidad, nunca supe mayor cosa de lo que hacía. La miraba ir y venir mientras yo estaba enfrascada en mi propio mundo, en largas llamadas telefónicas con Mónica, la única a la que le había contado lo sucedido con el recién llegado, en libros que sacaba sin restricción alguna de la biblioteca, en las hojas que garabateaba para intentar entender, a través de las palabras y el relato exhaustivo de mis días, lo que me pasaba. La verdad es que la historia con el nuevo del salón ocupaba mis pensamientos y mi escritura. Lo que me ha gustado desde siempre son las historias, y en ese momento quería contarme la de un gran amor, quería todos los clichés, uno tras otro, sin privarme de nada por cursi o tonto que pareciera. Buscaba signos, presagios, me construí supersticiones, mitos, creencias. Después de ese primer beso vinieron otros, siempre a espaldas de los demás, en citas para estudiar que nos permitieron no hacer ninguna tarea, pero sí dedicarnos a explorarnos con mayor libertad. Sobra decir que se me quitó el asco y que, como intuí, rápidamente le encontré el gusto a sentir su lengua en mi boca. En el colegio, sin embargo, me trataba como a cualquier otra compañera, a veces ni me determinaba en los pasillos. Esa dicotomía, lejos de alejarme, me atraía más. No entender lo que pasaba entre los dos, cómo designarlo, cómo llamarlo, me llenaba de una ansiedad que me quitaba el aliento y me impedía pensar en cualquier otra cosa. Quería entender qué sentía, pero sin tener que preguntárselo: quizá si lo hacía, si ponía palabras a lo que vivíamos, se desvanecería el hechizo y lo perdería para siempre. Me contentaba con verlo a lo lejos; en los recreos escuchaba en silencio los comentarios que mis compañeras hacían sobre su físico mientras suspiraban y entornaban los ojos. “Si supieran”, pensaba. Me sentaba detrás de él para mirarle el cuello, la espalda, los brazos y me estremecía cuando descubría que me miraba de reojo. En vez de tomar apuntes escribía sobre nuestros encuentros, llenaba hojas intentando fijar cada momento. No estaba segura de hasta dónde quería llevar las cosas, los besos ganaban en intensidad y urgencia, sus manos se metían debajo de mi camisa, me levantaban la falda con facilidad o desabotonaban el pantalón de turno; yo le permitía guiarme sin tomar jamás la delantera, aceptaba que él marcara el ritmo. A veces, simplemente, me quedaba pasmada sin saber qué hacer. Lo único que tenía claro era que no iba a desaprovechar ninguna oportunidad para encontrarme a solas con él. ¿Adónde se iba esa intimidad que compartíamos después de que nos despedíamos? La buscaba en los pasillos, en sus gestos, en su mirada esquiva mientras me sentía apabullada por mi propio deseo. Llegaba a mi casa después de “estudiar para física” con la boca entumecida de tanto besar y de alguna forma no me molestaban los platos sucios acumulados en la cocina, la ceniza derramada con descuido sobre la mesa del comedor, el tapete manchado, el libro medio abierto abandonado hacía días en el sillón, la planta de hojas marchitas agonizando junto a la ventana. Saludaba a mi mamá, que estaba de nuevo en sudadera y con pedazos de esparadrapos mal puestos en la punta de los dedos porque de nuevo se había lastimado hasta hacerse sangrar las uñas… no le decía nada, la miraba de soslayo, como si todo eso sucediera en una realidad paralela y distante que poco o nada podía tocar lo que me estaba pasando.
Me hubiera gustado poder contarle algo, hablarle del nuevo del salón, de la turbación extraña en la que pasaba mis días, del dolor constante en la boca del estómago, del placer mezclado con temor al que me llevaban esos dedos que rondaban bajo mi falda, pero el impulso se desvanecía apenas le veía el rostro demacrado, la mirada extraviada, las manos temblorosas.
Dos ansiosas en la casa.
No escribí sobre mi mamá esos días, no anoté nada de lo mucho que me perturbaba esa nueva cotidianidad con su presencia continua en la casa donde nunca había estado tanto tiempo. Yo, que crecí acostumbrada a la soledad propia de los hijos únicos, me sentía invadida, acorralada por esa silueta fantasmal que vagaba de aquí para allá y que, muchas veces, me miraba sin verme. Estaba desinteresada, ausente, no nos decíamos nada, nuestros caminos parecían simplemente separarse, distanciarse.
El lunes, día de la discusión, después de sacar toda mi furia, el despliegue de energía me dejó inerme frente a esta mujer silenciosa. Me sentí tonta e inútil y seguramente más cosas para las que aún no encuentro palabras. Me callé. Entonces, inesperada e inexplicablemente, mi mamá me dijo “salgamos a caminar” y yo, desorientada y sin saber qué más hacer, acepté.
Recuerdo que hacía sol. Caminamos y en la primera esquina cruzamos a la derecha para alejarnos de esa vía principal que nos parecía tan ruidosa. Ni siquiera nos pusimos de acuerdo para hacerlo. Había poca gente en la calle. Nos detuvimos delante de una vitrina y mi mamá me animó a medirme algo que me gustara. Hasta parecía normal, como en otras ocasiones, que fingiéramos que no había pasado nada. Al comienzo miré con desgano ciertas prendas, lentamente fui olvidando lo ocurrido y terminé participando de manera activa en esa inesperada tarde de compras. Casi nunca hacía ese tipo de cosas con mi mamá, no porque a ella no le gustara, sino porque siempre había estado muy ocupada para hacerlo.
Quizás por la particularidad de la situación, o por ser una especie de abrigo en medio de una tormenta, revisé una a una las camisetas del establecimiento, me medí pantalones que me parecían —y se me veían— horribles solo para hacerla reír. A diferencia del humor negro que solía manejar con mi papá y que nos permitía, de cierta manera, descargar muchas tensiones, mi mamá prefería las cosas más dulces; le sentaba mal la ironía. El humor de situación funcionaba para hacerla romper el hielo y ella celebró, creo, que pudiéramos reírnos después de esa tormenta. Eso fue todo, no sucedió nada más de especial, pero es una tarde que puedo visitar fácilmente en mi memoria, recordar sus gestos, el almacén, la sensación dentro del probador, su mirada sobre mí. Eso hace la muerte, le otorga a lo cotidiano nuevas connotaciones. Hace de un momento que hubiera sido ordinario algo único y memorable.
Del almacén salí con una camisa morada que se convirtió, ¿cómo saberlo en ese momento?, en un regalo de despedida que conservé hasta que un día, en un trasteo, tuve el valor de no guardarla en ninguna caja.
En la noche nos sentamos calladas frente a un plato de espaguetis que preparé rápidamente. La euforia había terminado. Yo sentía una especie de resaca emocional acompañada de cansancio y solo esperaba poderme tirar a ver televisión un rato, quizás escribir un poco, o poner alguna canción melosa y repasar en mi mente los últimos besos. Ninguna mencionó la discusión de la tarde. La ignoramos, la guardamos en el cajón donde atiborrábamos todo.
Silencio. Una vez más, silencio, ¿no es cómodo y agradable sentir que no se dice nada? Pensé en contarle algo de lo que me pasaba con el recién llegado ahora que había esta especie de tregua entre las dos y que la sombra pastosa que arrastraba parecía haberse disuelto, pero no quise juntar esas dos historias, romper ese particular equilibrio. ¿Qué podría, en todo caso, decirme mi mamá?
Con el tiempo dejó de sorprenderme que aparecieran personas que se acercaran a hablarme de lo mucho que extrañaban los consejos que ella les daba. Analizar las acciones de los demás, prestarles su oído atento, era, aparentemente, una de sus grandes cualidades. Mezclaba todo tipo de creencias espirituales sin ningún pudor y las adaptaba a su conveniencia. Ese ejercicio, me explicaron, no era forzado, ni más faltaba, quizás porque lo hacía de una manera lógica y articulada, que al final lograba su cometido: frente al caos de la existencia imponía un orden cósmico que le otorgaba sentido. Fueron muchos los que me contaron después, cuando empecé a indagar sobre ella con los más próximos, que hacían una suerte de periplo hasta nuestra casa para contarle sus cuitas y escuchar su opinión sobre asuntos diversos. Mi mamá entonces, decían, sacaba sus tazas de té de colores, se sentaba en la sala y les dedicaba todo el tiempo necesario. Esa que tengo al frente, esa que come con descuido y pocas ganas un plato de espaguetis, no podría escuchar a nadie, ni dar ningún consejo. Está flaca, más que de costumbre, pálida y ojerosa. Me ha sonreído, es cierto, y hemos pasado un buen rato; sin embargo, hay algo artificial en esta tarde madre e hija improvisada en pleno lunes laboral. Hay algo que no termina de encajar; no sé qué es, como no sé tantas otras cosas.
La mano le tiembla mientras sostiene con dificultad el tenedor. Siento que rehúye mi mirada. Le pregunto si se tomó las pastillas, me mira extrañada. Nunca le he preguntado algo así, en realidad ni sé qué pastillas se toma o para qué. Lo hice por decir algo, por acercarme, porque he oído a mi tía preguntarle eso antes de partir cuando pasa a visitarnos. También he escuchado a algunos amigos hacerlo. Unas semanas atrás, en una salida al campo que hicimos (obligadas por una amiga de mi mamá que no nos dio ninguna opción para negarnos y que nos llevó a su finca, cerca de Subachoque), fuimos a caminar. Solíamos hacerlo cada vez que lográbamos salir de Bogotá, era algo que nos gustaba compartir. Mi mamá decía que le recordaba las veces que caminaba con su papá. En esos recorridos mirábamos las plantas, las flores, los animales que nos topábamos y, sobre todo, disfrutábamos acostarnos a mirar el cielo. A mi mamá le gustaba que nos quedáramos así, en silencio. “Si escuchas con cuidado podrás oír a la tierra respirar”, decía, y más de una vez creí, efectivamente, oír una especie de profunda exhalación. Esta vez intentamos repetir nuestros viejos rituales, pero mi mamá se cansó pronto, nada llamaba su atención, y nos tumbamos en un potrero lleno de dientes de león a mirar el cielo azul. Una suave y fría brisa sabanera nos rozaba el rostro, me acosté sobre su barriga en esa tarde soleada, sentí su respiración acompasada, un pájaro solitario atravesó el cielo, no había ni una nube. De pronto, sin mediar ninguna otra palabra, dijo “me dan ganas de matarme”, como si nada, como si estuviera hablando de comerse un helado más tarde o ver una película.
No le pregunté por qué me decía eso.
“Si lo haces, te mato”, contesté inmediatamente sin reflexionar.
Lo dije en tono de chiste, aunque ninguna se rio. Y eso quedó así, nos quedamos calladas y después, simplemente, cuando ya hacía demasiado frío para seguir ahí, nos paramos y regresamos a la casa de la amiga de mi mamá. Nunca hablamos al respecto, ni mi mamá volvió a decir algo así. No se lo dije a nadie.
Entonces, esa noche después de las compras cuando le pregunté por las pastillas, me miró sorprendida. “Sí, ya me las tomé”, contestó con voz quedita, como avergonzada de que tocáramos ese tema. Lo recuerdo ahora que ya no sirve de nada o que solo sirve para que me pregunte por qué no hice o dije algo más, por qué no le pregunté algo que hubiera podido cambiar, quizás, el curso de las cosas.
Más tarde se ovilló a mi lado, como lo había hecho años atrás, unos meses después de la partida de papá, y me abrazó. Estuvo así un rato. Sentí su respiración, no me pareció que estuviera relajada ni tranquila a pesar de sentir su cuerpo acostado tan cerca del mío. Tocó mi cabeza con suavidad unos minutos, no muchos. Me estampó un beso sonoro en la frente y se fue a su cuarto. Cerré los ojos y me dormí sin ninguna dificultad. No pensé en nada ni tuve ningún presentimiento, a pesar de que las señales inequívocas de que algo estaba mal eran más que evidentes. Durante años me culpabilicé por eso, pero ¿qué hubiera podido hacer realmente? Tenía solo catorce años y aún creía que mi mamá podía protegerme y cuidarme.
Mi mamá murió un miércoles.
El día anterior por la tarde nos dijimos adiós sin saber que era la última vez que lo hacíamos. No hubo frases cariñosas, ni abrazos. No sucedió nada memorable que yo haya podido atesorar durante todos estos años. Simplemente la vi apoyada en el marco de la puerta, desde allí levantó la mano para despedirse, parecía pesarle, fue un gesto rápido, mecánico. Se veía cansada y triste. Yo ni me moví. Apenas bajé un poco el libro que sostenía y la miré sin mirarla, probablemente con fastidio. Seguramente le dije “que te vaya bien” o algo así, una de esas fórmulas hechas, vacías, repetidas sin pensar. De seguro contestó “gracias, a ti también…”, en realidad no recuerdo sus palabras; sin embargo, esa imagen; ella vestida con una blusa roja y una falda negra larga, ella de pie en el marco de la puerta con su cartera en el hombro, eso sí lo recuerdo. La veo sonreír ligeramente, mirarme.
Durante años creí que la habían enterrado con esa ropa, la imaginé tantas veces en su ataúd, acostada y silenciosa, vestida como la había visto esa tarde, esa última tarde en la que compartimos un mismo espacio y respiramos el mismo aire. Después supe que a los muertos los visten para enterrarlos y mi mamá no fue la excepción. Tras terminar los trámites de medicina legal, alguien fue encargado de ir hasta la casa y sacar ropa para entregar a la funeraria. Prefiero ignorar el nombre —si me lo dijeron, lo olvidé— del elegido para pararse frente a su armario, ordenado con esmero, y escoger algo. ¿Bajo qué criterio habrá realizado su selección? Nunca quise saber con qué la habían vestido, no importa, no cambia nada. En mi mente, en los recuerdos que desaparecerán conmigo cuando me llegue el turno de morir, ella viste una blusa roja y una falda negra, me sonríe un poco, a veces pienso que quizás con culpa, pero tal vez no es cierto, y nos decimos adiós como cualquier día, de cualquier otro mes, de cualquier otro año.
Ni siquiera le pregunté a dónde iba ni con quién.
No tengo excusas al respecto si es que es necesario tenerlas, si es necesario justificar que la última vez que uno vio a su mamá con vida no hizo nada especial, ni pensó nada, así fuera claro que una sombra oscura y densa se anidaba en ella. Tal vez, simplemente me había acostumbrado a esa presencia. En los últimos meses mi mamá se había ido lentamente transformando en otra persona. No, me equivoco, no era otra, era la misma, solo que ciertos rasgos de su personalidad parecían haberse acentuado, deformado hasta límites inimaginables. Eso hacía aún más difícil la convivencia entre una adolescente, como lo era yo en ese momento, y ella.
En general, un silencio pesado y denso dominaba la casa, probablemente siempre había estado ahí, pero ahora era casi tangible. Mi mamá llevaba meses en un elevado estado de nerviosismo, se le dificultaba dormir, comía poco, había adelgazado varios kilos. A veces estaba quieta, como pasmada, embebida, la mirada en un punto fijo, pero la mayor parte del tiempo se movía frenéticamente por la casa, incapaz de encontrar sosiego. Sus amigos llamaban a preguntarme cómo estaba y yo decía “bien”, como contestando cualquier cosa en realidad. “¿Y cómo va el colegio?”. “Bien”. “¿Y qué tal están tu tía y tu primo?”. “Bien”. Ni ellos mencionaban su preocupación, “¿cómo puedes decir que está bien, no la ves flaca y ojerosa?”, ni yo decía nada, “si es evidente, para qué me preguntas, haz algo tú que eres un adulto, carajo”. Venían de visita, unos y otros con regularidad, pasaban un rato, se miraban entre sí con caras largas, me miraban preocupados, se marchaban cabizbajos, pero no me decían nada.
Bien, gracias, ¿y tú?
Un par de veces los sorprendí hablando con mi tía, casi murmurando en una esquina, decían pastillas, psiquiatra, clínica… no mucho más. En la clínica habíamos estado unas semanas atrás, mi mamá estaba muy flaca y por eso la internaron, o eso me dijo mi tía, que era para poder darle suero y regularle el sueño. Cuestión de unos días, nada más. Yo me quedé donde mi abuela paterna aprovechando que estaba esos días en Bogotá. Por la noche hablé con mi papá y le repetí lo mismo que a todos, “bien, gracias”. No mentía, me habían dicho que mi mamá saldría a los pocos días recuperada, la había visitado una tarde a la salida del colegio y ella me había tomado de la mano y me había preguntado por mis tareas. La vi cansada, pero de mejor ánimo. A la casa volvimos juntas después de ese episodio, mi abuela nos llevó fricasé de pollo y comimos las tres mientras mi abuela contaba anécdotas de su último viaje con sus amigas. Cuando mi abuela salió por la puerta, el silencio regresó por ahí mismo. En el baño aparecieron unos frascos nuevos de pastillas y todo pareció retomar el rumbo. O eso creí.
Yo prefería no darle muchas vueltas al asunto, ¿qué podía pensar en todo caso más allá de lo que me decían? Que si la veía particularmente nerviosa, sí, claro, pero ¿qué podía hacer al respecto? No sabía qué la inquietaba tanto, qué la hacía dejar la luz encendida hasta altas horas de la noche, si siempre se acostó temprano. Ella no me lo decía, yo no lo preguntaba. No era esa, en todo caso, la primera vez que veía a alguien transformarse frente a mí.
Lo cierto es que si ella estaba cambiando, yo también, y nadie parecía percatarse o estar ahí para mí. Tenía un cuerpo que ya no reconocía y al que me costaba habituarme, tenía exámenes por pasar y una enorme inquietud: el nuevo del salón, el recién llegado, finalmente me había dado un beso un día que salimos a caminar por mi barrio. La inquietud en ese momento ni siquiera venía del beso, el ansiado y anhelado beso, sino del asco terrible que me había producido sentir su lengua en mi boca. Nadie me había preparado para eso, ni para el choque de los dientes y la dificultad de saber qué se hace con la nariz y cómo se coordina la respiración. La inquietud finalmente me la producía el hecho de que, a pesar de todo lo anterior, de lo extraña que me sentí ese día volviendo a casa, supe que eso solo se resolvería repitiendo la experiencia y, creía, el recién llegado estaría dispuesto a hacerlo.
Así que mis preocupaciones estaban muy lejos de esa casa en la que el aire se había detenido, mientras afuera todo parecía tan diáfano y ligero. Mis compañeras de clase comparaban tallas de brasieres, hablaban de cólicos, se miraban al espejo, se quejaban de los hombres, o de los remedos de hombres que eran “esos niños del salón”. Yo las miraba de reojo desde la inseguridad de mi metro con cincuenta y ocho de estatura y mis cuarenta y seis kilos, y de mi ropa interior de algodón con muñequitos y florecitas. En las emisoras sonaban baladas dulces que después ponían en las fiestas para que bailáramos slow, así, lento, acercando nuestro rostro al del que nos hubiera invitado a bailar. Pensaba en eso, o por lo menos intentaba, y me preocupaba que ese primer beso me hubiera parecido tan horrible. Pensaba en la próxima fiesta, en la canción que sonaba y que quería escuchar, acostada en el piso de mi cuarto en el lugar que me permitía tener el ángulo exacto para ver el cielo azul y las montañas verdes.
Por esos días mi papá había empezado a llamar con más frecuencia. No me molestaba, claro, pero a ratos me parecía artificial que lo hiciera, como si tuviera premura por ponerse al día con algo de lo que había resuelto desconectarse, y ese algo era yo. ¿Cómo se llaman tus amigas? Ah sí, Mónica, ¿pero Mónica no es la que tiene un hermano menor que es un cafre? Se le confundían unas historias con las otras, me preguntaba por la tarea de matemáticas cuando ya la había entregado y me decía que sería bueno tener un tutor que me ayudara, a pesar de que José, el amigo de mi tía, venía desde hacía tres meses todos los miércoles a ayudarme a descifrar lo que intentaban enseñarme en el colegio. Sin embargo, no lograba molestarme con él, porque casi siempre, en la mitad de esos desatinos, me recordaba algo de lo que hacíamos juntos antes. Utilizaba esas llamadas interoceánicas carísimas para contarme anécdotas de nuestra vida en común. Con sus relatos conseguía revivir un pasado que no habíamos vuelto a mencionar. Al comienzo me extrañaba ese afán por nombrar lo que ya no estaba, lo que fue, pero me gustaba escucharlo, lo dejaba guiarme con sus palabras. Me quedaba quieta, concentrada, inmersa en su reconstrucción pormenorizada de un pasado que buscaba recuperar su sitio en ese presente anfibio. Nunca me preguntaba por mi mamá, era el único. Supongo que sabría de ella por mi abuela y los amigos en común. Ignoraba que de vez en cuando hablaban cuando yo no estaba en la casa. Le agradezco su silencio, no hubiera sabido qué decirle.
La fragilidad de mi mamá me exasperaba. Algo en mí se negaba a aceptar que fuera real. Ella siempre fue la más fuerte, la más segura, la que estuvo ahí para mí, infranqueable, la que no se desmoronó cuando mi papá empacó sus cosas para irse. ¿Quién era ahora? ¿Había dormido este ser asustadizo en su interior todo este tiempo y ahora exigía recuperar su lugar?
No le tenía paciencia, pero tampoco se lo podía decir. Simplemente intentaba mirar para otro lado, concentrarme en mis cosas, pero no siempre era posible esquivarla y los choques eran inevitables. El día anterior a la blusa roja y la falda negra tuvimos uno fuerte. Ese día mi mamá estaba recostada sobre su cama, se había cubierto el cuerpo con una cobija multicolor comprada en Guanajuato. Yo había entrado a su cuarto sin tocar antes, como odiaba que ella lo hiciera, y sin mediar palabra dejé salir un torrente de reproches y dolores que ni yo misma entendía, era una hilera de frases que salían de mi boca sin freno alguno. Me impresionaba mi propia rabia, como si pudiera verme fuera de mí misma y no reconocerme en esas palabras afiladas, soltadas con el aparente único fin de herir. Fue, como toda explosión, corta y contundente; al finalizar, solo hubo silencio. No era la primera vez que esto pasaba. Generalmente era así, ella podía recibir mis embestidas sin inmutarse, no dudo que le dolieran, pero es como si supiera encajar los golpes y seguir de pie. No caía, no es que la venciera, a veces buscaba tocarme la cabeza, me miraba con tristeza y ya… después el tema era otro, cualquier cosa, y la rabia, finalmente, se guardaba debajo del tapete como mugre incómoda. Después me carcomía la culpa, entonces le compraba algún detalle con la mesada o, si no, era ella la que daba el primer paso, me invitaba a cine, me preguntaba por el programa de televisión que yo estuviera viendo y entonces construíamos, por un instante, una cierta complicidad. La mugre quedaba bajo el tapete, oculta, y nosotras sintiendo que estábamos en una habitación limpia en la que circulaba aire fresco.
No supe ver que el cúmulo de emociones encontradas que guardaba y que solté como pude en ese momento era solo un intento desesperado, desafortunado, por traerla de regreso del lugar de sombras en el que se había instalado y del que no parecía regresar. Las llamadas de los amigos habían arreciado y mi tía le había insistido el domingo, frente a mí, que nos fuéramos a su casa por un tiempo. “Solo por unos días”, dijo mientras le arreglaba la camisa a mi primito que no dejaba de hacer ruidos y babear, “así descansas un poco y te recuperas”. La frase no dejaba de parecerme inverosímil; ¿mi mamá necesitaba descansar? No entendía la pretensión de mi tía. ¿De qué podía estar cansada mi mamá? Lo que hacía era deambular por la casa hecha un manojo de nervios, no paraba, es cierto, pero tampoco concretaba nada, me costaba verla así, dubitativa, frágil, con la mirada perdida y las uñas carcomidas casi hasta la raíz. ¿En qué momento pasó esto? ¿De qué necesita descansar si no está haciendo nada, o por lo menos nada que yo entendiera, ella que siempre fue una profesional exitosa y una adicta al trabajo? Crecí viendo cómo la contactaban buscando asesorías y ella las daba a cualquier hora de la noche, aunque al día siguiente tuviera una presentación importante. La vi leer durante horas pilas de papeles, revisar largas hojas de números, no paraba, no se cansaba, era la mejor.
A inicios del año decidió renunciar. La noticia nos sorprendió: ¿por qué dejarlo todo justo ahora que empezaba a cosechar frutos después de tan arduo trabajo y dedicación?
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¿No estaba logrando lo que siempre había querido, haciendo realidad los sueños que su padre había depositado en ella? Al parecer no, quizás el quiebre empezó en ese momento o venía incubándose desde antes. Dijo que estaba harta de los jefes, de los horarios; dijo que quería trabajar a su ritmo, sabía que los clientes fieles la seguirían, o eso oí que le dijo una noche a un amigo. En realidad, nunca supe mayor cosa de lo que hacía. La miraba ir y venir mientras yo estaba enfrascada en mi propio mundo, en largas llamadas telefónicas con Mónica, la única a la que le había contado lo sucedido con el recién llegado, en libros que sacaba sin restricción alguna de la biblioteca, en las hojas que garabateaba para intentar entender, a través de las palabras y el relato exhaustivo de mis días, lo que me pasaba. La verdad es que la historia con el nuevo del salón ocupaba mis pensamientos y mi escritura. Lo que me ha gustado desde siempre son las historias, y en ese momento quería contarme la de un gran amor, quería todos los clichés, uno tras otro, sin privarme de nada por cursi o tonto que pareciera. Buscaba signos, presagios, me construí supersticiones, mitos, creencias. Después de ese primer beso vinieron otros, siempre a espaldas de los demás, en citas para estudiar que nos permitieron no hacer ninguna tarea, pero sí dedicarnos a explorarnos con mayor libertad. Sobra decir que se me quitó el asco y que, como intuí, rápidamente le encontré el gusto a sentir su lengua en mi boca. En el colegio, sin embargo, me trataba como a cualquier otra compañera, a veces ni me determinaba en los pasillos. Esa dicotomía, lejos de alejarme, me atraía más. No entender lo que pasaba entre los dos, cómo designarlo, cómo llamarlo, me llenaba de una ansiedad que me quitaba el aliento y me impedía pensar en cualquier otra cosa. Quería entender qué sentía, pero sin tener que preguntárselo: quizá si lo hacía, si ponía palabras a lo que vivíamos, se desvanecería el hechizo y lo perdería para siempre. Me contentaba con verlo a lo lejos; en los recreos escuchaba en silencio los comentarios que mis compañeras hacían sobre su físico mientras suspiraban y entornaban los ojos. “Si supieran”, pensaba. Me sentaba detrás de él para mirarle el cuello, la espalda, los brazos y me estremecía cuando descubría que me miraba de reojo. En vez de tomar apuntes escribía sobre nuestros encuentros, llenaba hojas intentando fijar cada momento. No estaba segura de hasta dónde quería llevar las cosas, los besos ganaban en intensidad y urgencia, sus manos se metían debajo de mi camisa, me levantaban la falda con facilidad o desabotonaban el pantalón de turno; yo le permitía guiarme sin tomar jamás la delantera, aceptaba que él marcara el ritmo. A veces, simplemente, me quedaba pasmada sin saber qué hacer. Lo único que tenía claro era que no iba a desaprovechar ninguna oportunidad para encontrarme a solas con él. ¿Adónde se iba esa intimidad que compartíamos después de que nos despedíamos? La buscaba en los pasillos, en sus gestos, en su mirada esquiva mientras me sentía apabullada por mi propio deseo. Llegaba a mi casa después de “estudiar para física” con la boca entumecida de tanto besar y de alguna forma no me molestaban los platos sucios acumulados en la cocina, la ceniza derramada con descuido sobre la mesa del comedor, el tapete manchado, el libro medio abierto abandonado hacía días en el sillón, la planta de hojas marchitas agonizando junto a la ventana. Saludaba a mi mamá, que estaba de nuevo en sudadera y con pedazos de esparadrapos mal puestos en la punta de los dedos porque de nuevo se había lastimado hasta hacerse sangrar las uñas… no le decía nada, la miraba de soslayo, como si todo eso sucediera en una realidad paralela y distante que poco o nada podía tocar lo que me estaba pasando.
Me hubiera gustado poder contarle algo, hablarle del nuevo del salón, de la turbación extraña en la que pasaba mis días, del dolor constante en la boca del estómago, del placer mezclado con temor al que me llevaban esos dedos que rondaban bajo mi falda, pero el impulso se desvanecía apenas le veía el rostro demacrado, la mirada extraviada, las manos temblorosas.
Dos ansiosas en la casa.
No escribí sobre mi mamá esos días, no anoté nada de lo mucho que me perturbaba esa nueva cotidianidad con su presencia continua en la casa donde nunca había estado tanto tiempo. Yo, que crecí acostumbrada a la soledad propia de los hijos únicos, me sentía invadida, acorralada por esa silueta fantasmal que vagaba de aquí para allá y que, muchas veces, me miraba sin verme. Estaba desinteresada, ausente, no nos decíamos nada, nuestros caminos parecían simplemente separarse, distanciarse.
El lunes, día de la discusión, después de sacar toda mi furia, el despliegue de energía me dejó inerme frente a esta mujer silenciosa. Me sentí tonta e inútil y seguramente más cosas para las que aún no encuentro palabras. Me callé. Entonces, inesperada e inexplicablemente, mi mamá me dijo “salgamos a caminar” y yo, desorientada y sin saber qué más hacer, acepté.
Recuerdo que hacía sol. Caminamos y en la primera esquina cruzamos a la derecha para alejarnos de esa vía principal que nos parecía tan ruidosa. Ni siquiera nos pusimos de acuerdo para hacerlo. Había poca gente en la calle. Nos detuvimos delante de una vitrina y mi mamá me animó a medirme algo que me gustara. Hasta parecía normal, como en otras ocasiones, que fingiéramos que no había pasado nada. Al comienzo miré con desgano ciertas prendas, lentamente fui olvidando lo ocurrido y terminé participando de manera activa en esa inesperada tarde de compras. Casi nunca hacía ese tipo de cosas con mi mamá, no porque a ella no le gustara, sino porque siempre había estado muy ocupada para hacerlo.
Quizás por la particularidad de la situación, o por ser una especie de abrigo en medio de una tormenta, revisé una a una las camisetas del establecimiento, me medí pantalones que me parecían —y se me veían— horribles solo para hacerla reír. A diferencia del humor negro que solía manejar con mi papá y que nos permitía, de cierta manera, descargar muchas tensiones, mi mamá prefería las cosas más dulces; le sentaba mal la ironía. El humor de situación funcionaba para hacerla romper el hielo y ella celebró, creo, que pudiéramos reírnos después de esa tormenta. Eso fue todo, no sucedió nada más de especial, pero es una tarde que puedo visitar fácilmente en mi memoria, recordar sus gestos, el almacén, la sensación dentro del probador, su mirada sobre mí. Eso hace la muerte, le otorga a lo cotidiano nuevas connotaciones. Hace de un momento que hubiera sido ordinario algo único y memorable.
Del almacén salí con una camisa morada que se convirtió, ¿cómo saberlo en ese momento?, en un regalo de despedida que conservé hasta que un día, en un trasteo, tuve el valor de no guardarla en ninguna caja.
En la noche nos sentamos calladas frente a un plato de espaguetis que preparé rápidamente. La euforia había terminado. Yo sentía una especie de resaca emocional acompañada de cansancio y solo esperaba poderme tirar a ver televisión un rato, quizás escribir un poco, o poner alguna canción melosa y repasar en mi mente los últimos besos. Ninguna mencionó la discusión de la tarde. La ignoramos, la guardamos en el cajón donde atiborrábamos todo.
Silencio. Una vez más, silencio, ¿no es cómodo y agradable sentir que no se dice nada? Pensé en contarle algo de lo que me pasaba con el recién llegado ahora que había esta especie de tregua entre las dos y que la sombra pastosa que arrastraba parecía haberse disuelto, pero no quise juntar esas dos historias, romper ese particular equilibrio. ¿Qué podría, en todo caso, decirme mi mamá?
Con el tiempo dejó de sorprenderme que aparecieran personas que se acercaran a hablarme de lo mucho que extrañaban los consejos que ella les daba. Analizar las acciones de los demás, prestarles su oído atento, era, aparentemente, una de sus grandes cualidades. Mezclaba todo tipo de creencias espirituales sin ningún pudor y las adaptaba a su conveniencia. Ese ejercicio, me explicaron, no era forzado, ni más faltaba, quizás porque lo hacía de una manera lógica y articulada, que al final lograba su cometido: frente al caos de la existencia imponía un orden cósmico que le otorgaba sentido. Fueron muchos los que me contaron después, cuando empecé a indagar sobre ella con los más próximos, que hacían una suerte de periplo hasta nuestra casa para contarle sus cuitas y escuchar su opinión sobre asuntos diversos. Mi mamá entonces, decían, sacaba sus tazas de té de colores, se sentaba en la sala y les dedicaba todo el tiempo necesario. Esa que tengo al frente, esa que come con descuido y pocas ganas un plato de espaguetis, no podría escuchar a nadie, ni dar ningún consejo. Está flaca, más que de costumbre, pálida y ojerosa. Me ha sonreído, es cierto, y hemos pasado un buen rato; sin embargo, hay algo artificial en esta tarde madre e hija improvisada en pleno lunes laboral. Hay algo que no termina de encajar; no sé qué es, como no sé tantas otras cosas.
La mano le tiembla mientras sostiene con dificultad el tenedor. Siento que rehúye mi mirada. Le pregunto si se tomó las pastillas, me mira extrañada. Nunca le he preguntado algo así, en realidad ni sé qué pastillas se toma o para qué. Lo hice por decir algo, por acercarme, porque he oído a mi tía preguntarle eso antes de partir cuando pasa a visitarnos. También he escuchado a algunos amigos hacerlo. Unas semanas atrás, en una salida al campo que hicimos (obligadas por una amiga de mi mamá que no nos dio ninguna opción para negarnos y que nos llevó a su finca, cerca de Subachoque), fuimos a caminar. Solíamos hacerlo cada vez que lográbamos salir de Bogotá, era algo que nos gustaba compartir. Mi mamá decía que le recordaba las veces que caminaba con su papá. En esos recorridos mirábamos las plantas, las flores, los animales que nos topábamos y, sobre todo, disfrutábamos acostarnos a mirar el cielo. A mi mamá le gustaba que nos quedáramos así, en silencio. “Si escuchas con cuidado podrás oír a la tierra respirar”, decía, y más de una vez creí, efectivamente, oír una especie de profunda exhalación. Esta vez intentamos repetir nuestros viejos rituales, pero mi mamá se cansó pronto, nada llamaba su atención, y nos tumbamos en un potrero lleno de dientes de león a mirar el cielo azul. Una suave y fría brisa sabanera nos rozaba el rostro, me acosté sobre su barriga en esa tarde soleada, sentí su respiración acompasada, un pájaro solitario atravesó el cielo, no había ni una nube. De pronto, sin mediar ninguna otra palabra, dijo “me dan ganas de matarme”, como si nada, como si estuviera hablando de comerse un helado más tarde o ver una película.
No le pregunté por qué me decía eso.
“Si lo haces, te mato”, contesté inmediatamente sin reflexionar.
Lo dije en tono de chiste, aunque ninguna se rio. Y eso quedó así, nos quedamos calladas y después, simplemente, cuando ya hacía demasiado frío para seguir ahí, nos paramos y regresamos a la casa de la amiga de mi mamá. Nunca hablamos al respecto, ni mi mamá volvió a decir algo así. No se lo dije a nadie.
Entonces, esa noche después de las compras cuando le pregunté por las pastillas, me miró sorprendida. “Sí, ya me las tomé”, contestó con voz quedita, como avergonzada de que tocáramos ese tema. Lo recuerdo ahora que ya no sirve de nada o que solo sirve para que me pregunte por qué no hice o dije algo más, por qué no le pregunté algo que hubiera podido cambiar, quizás, el curso de las cosas.
Más tarde se ovilló a mi lado, como lo había hecho años atrás, unos meses después de la partida de papá, y me abrazó. Estuvo así un rato. Sentí su respiración, no me pareció que estuviera relajada ni tranquila a pesar de sentir su cuerpo acostado tan cerca del mío. Tocó mi cabeza con suavidad unos minutos, no muchos. Me estampó un beso sonoro en la frente y se fue a su cuarto. Cerré los ojos y me dormí sin ninguna dificultad. No pensé en nada ni tuve ningún presentimiento, a pesar de que las señales inequívocas de que algo estaba mal eran más que evidentes. Durante años me culpabilicé por eso, pero ¿qué hubiera podido hacer realmente? Tenía solo catorce años y aún creía que mi mamá podía protegerme y cuidarme.