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Desde la primera vez que Patricia Ariza pisó las tablas, su experiencia estuvo marcada por las historias de la violencia en Colombia. Tenía dieciséis años, sus rodillas temblaban y un nudo se anidaba en su estómago. Interpretaba un pequeño personaje en Soldados, de Álvaro Cepeda Samudio, una obra que narra las reflexiones de dos combatientes sobre su rol acallando la huelga de los trabajadores de la zona bananera, en el Caribe colombiano. Años después, hecha directora, Ariza dirigiría la misma pieza que hace alusión a la masacre de las bananeras. Su tránsito por el teatro, desde todos sus componentes, da cuenta de un interés por las heridas que han marcado la historia del país, algunas de las cuales ella sobrevivió en carne propia.
En dos palabras, su juventud estuvo marcada por la violencia y la poesía. Era nadaísta y miembro de la Juventud Comunista. De la época en la que estudió historia del arte en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional quedaron recuerdos agridulces. Ariza declamando poemas subida en las mesas de los bares, por los mismos días en los que era agredida con sus compañeros por su forma inusual de vestir, alimentados de la cultura hippie de los años sesenta. Rememora caer desfallecida en el asfalto de la universidad a causa de los gases lacrimógenos y despertar en la enfermería, donde le cubrían delicadamente el rostro con rodajas de papa.
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Entre reflexiones hechas con la madurez que trae el tiempo, Ariza afirmó: “Hoy años después, supe que el nadaísmo no era sólo un movimiento de poetas, era también una actitud corporal, una manera de ser y de estar en la vida, en la calle y en la plaza pública, un no querer estar en la casa ni en el sistema. Nuestra presencia era un acto político y nuestro andar en las calles un acontecimiento poético”. En sus palabras, del nadaísmo le quedaron poemas, aventuras y amigos.
Así se leen los versos de su poema La vida:
El chaleco antibalas no sirve
la pistola nueve milímetros no sirve
el colt caballito 48 no sirve
la miniuzi es chatarra vieja lo único que sirve es la vida, hermano
Pero de su paso por la Universidad Nacional quedó algo más: la idea de contribuir al movimiento teatral independiente. De aquel grupo de artistas e intelectuales que vestían diferente y que se reunían en El Cisne, restaurante-cafetería y bar ubicado en la calle 26 con Séptima, nació el Teatro La Candelaria en 1966. Fundado por Patricia Ariza y su maestro, el dramaturgo Santiago García, la entonces llamada Casa de la Cultura funcionó por dos años en un local ubicado en el barrio Santa Fe y luego abrió su conocida sede en La Candelaria. Como ellos mismos lo definen, este no se configuró solamente como un grupo creador de obras de teatro, sino también un grupo de investigación sistemática del teatro y del contexto social. Desde el inicio incursionaron en hitos y personajes de la realidad nacional y le dieron un lugar protagónico a la historia del conflicto armado colombiano.
Guadalupe años sin cuenta, una de sus obras más emblemáticas, que se estrenó en junio de 1975, a pesar de la violencia generalizada que afrontaba el país, narra la historia de Guadalupe Salcedo, comandante de una guerrilla liberal de los Llanos Orientales, y el proceso de paz que lideró en 1953. La pieza, que se convirtió rápidamente en una de las obras más conocidas del teatro colombiano del siglo XX, también le regaló a Ariza una noche de tablas inolvidable. Estaba en París y la muestra acababa de finalizar. Las respiraciones seguían agitadas cuando empezaron los gritos de la gente. “Yo no entendía, pensé que no les había gustado”. Pero después del grito, vinieron los aplausos, una ola de ellos. Y así como para ella es memorable en la literatura La hora de la estrella, de Clarice Lispector, en teatro lo es Guadalupe años sin cuenta. Y como tantas muestras del Teatro la Candelaria, esta es una obra de creación colectiva. Es lo que responde Ariza cuando se le pregunta si prefiere actuar o dirigir: “crear colectivamente”. Trabajar con diferentes equipos de personas, valerse de muchas manos, ojos, experiencias y opiniones.
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Con Ariza también nació la Corporación Colombiana de Teatro, una entidad cultural sin ánimo de lucro integrada por artistas de dedicación sistemática al teatro que tiene como sede la sala Seki Sano, y con esta, el Festival Alternativo de Teatro. En palabras de la cofundadora: “Es un festival necesario, no es empresarial, no es comercial. Representamos algo que no lo da el Iberoamericano: nosotros intentamos estar unidos. El teatro colombiano no nace con Fanny Mikey, a quien respeto profundamente y siento que nos falte. Nosotros comenzamos a hacer teatro muchísimo antes. Los festivales de nuevo teatro los empezamos a hacer en 1973. Colombia es un país donde necesitamos que el teatro se vuelva una cosa de las plazas de mercado”. El teatro visto como un escenario colectivo, como un hogar común. El teatro como una expresión cultural que lo invade todo: colegios, universidades, barrios, corregimientos, imaginarios.
Pero para cumplir con ese propósito se necesita “grandeza institucional”. Por eso, Ariza lleva más de doce años pidiendo una renovación de políticas culturales y presupuestos que no sean irrisorios. “Eso necesita presupuestos, pero más que presupuestos necesita políticos que entiendan lo que representan el arte y el teatro, que los consideren necesarios, que asistan a las obras, ¡carajo! son muy pocos los que asisten. Aquí las políticas de cultura siguen siendo residuales”, afirmaba tiempo atrás. Sentada en la Cámara de Representantes también hablaba sobre la necesidad de trascender el discurso de las industrias creativas: “En un país con riqueza y diversidad cultural, el país de María Mercedes Carranza, García Márquez, Santiago García, la cultura no puede reducirse a la economía naranja y el Ministerio no puede convertirse en el respaldo de la industria del entretenimiento. La cultura es más que eso”.
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La violencia, protagonista de tantas de sus obras, se coló también en la vida personal de Patricia Ariza, con una serie de amenazas de muerte hechas entre 1987 y 1991, años en los que los miembros de la Unión Patriótica eran asesinados de manera casi sistemática. La perseguía el genocidio al partido al que pertenecía. Como narra Eduardo Galeano en El libro de los abrazos, en el cuento dedicado a la dramaturga, con cada noche que caía el telón, Ariza agradecía haber burlado la muerte. Utilizó un chaleco antibalas, que dotó de una dosis de alegría en forma de lentejuelas y pinturas, hasta que se fue a pisar otros escenarios culturales del mundo. La suya es la elección de alguien que cree que “la cultura es el camino más rápido para llegar a la paz”.