Patricia Jaramillo Vélez y el poder de la palabra
Jaramillo, quien falleció este 14 de octubre, se dedicó al teatro y la literatura con la convicción de que las palabras, las risas y la sencillez serían elementos fundamentales para hacer del arte un escenario de verdades y resistencia.
Samuel Sosa Velandia
El teatro siempre estuvo con ella y en ella, aunque las formas y los caminos que la acercaron a este arte nunca fueron los mismos. Lo que Patricia Jaramillo Vélez comenzó a hacer sin mayor pretensión o aspiración se convierte hoy en un recuerdo que se ancla en la memoria y se resiste al olvido y a lo finito.
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El teatro siempre estuvo con ella y en ella, aunque las formas y los caminos que la acercaron a este arte nunca fueron los mismos. Lo que Patricia Jaramillo Vélez comenzó a hacer sin mayor pretensión o aspiración se convierte hoy en un recuerdo que se ancla en la memoria y se resiste al olvido y a lo finito.
La primera vez que actuó fue en el colegio. Se sintió cómoda sobre las tablas y, por eso, cuando entró a la Universidad de los Andes y descubrió que había un grupo de teatro, quiso formar parte de él. Eran sus primeros días estudiando Antropología; no tenía certeza de muchas cosas y pensaba que todo allí era más grande que ella. Pero lo intentó.
Se dirigió a Ricardo Camacho, fundador y director del Teatro Estudio de la Universidad de los Andes. Con miedo, le manifestó que quería hacer parte de la agrupación. Él solo le pidió que leyera el guion de uno de los personajes de El farsante del mundo occidental, de John Millington, y, sin más, le dijo que la esperaba al día siguiente. Desde entonces, aseguró ella, todo cambió: abandonó su carrera y se inscribió en la de Filosofía y Letras en la misma universidad. Las razones no tenían nada que ver con algo trascendental, sino con que la mayoría de las personas que pertenecían al Teatro Estudio eran de esa facultad. De todos modos, la carrera no era su prioridad; el título que le interesaba portar era el de intérprete.
A pesar de que la agrupación nació en la universidad, nunca se trató de algo institucional. Por eso, en 1973, Jaramillo y sus amigos fundaron el Teatro Libre, un escenario en el que el arte se convirtió en un acto político.
“Nuestra actividad era el teatro como una herramienta de propaganda política, porque esa era la tónica en los años setenta, con el auge del movimiento estudiantil y una agitación muy importante a nivel nacional: los levantamientos campesinos, las huelgas y las reivindicaciones obreras, por ejemplo”, recordó la dramaturga en una entrevista con Diego García-Moreno. Así se instauró su creencia de que el teatro era el arte privilegiado para responder a las crisis, pero, sobre todo, para sensibilizarse y cuestionarse sobre ellas.
Por mucho tiempo estuvo fuera del teatro y se adentró en la política. Dejó Bogotá y se fue a Ibagué a promover las ideas del Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR); sin embargo, se agotó de la militancia y se separó del hombre con el que había viajado para hacer ese trabajo. Decidió volver a casa y reencontrarse consigo misma.
A Jaramillo siempre le interesaron las palabras y las historias que contenían, por lo que estudió una maestría en Literatura Hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo. Su camino parecía alejarse del teatro. Ya no sentía la actuación como algo suyo; creía que no estaba preparada para hacerlo y no se le ocurría otra forma de llegar a él, excepto como mera espectadora. Camacho, quien siempre confió en ella, la llamó e invitó a ser profesora de Letras e Historia del teatro en la escuela de formación del Teatro Libre. Sin pensarlo mucho, aceptó. Vio en esa invitación la posibilidad de reencontrarse con lo que se convirtió en “una forma de vida en la que imperaba la libertad y la alegría”, como dijo en otra entrevista para la Academia Nacional de Arte Dramático.
Durante más de dos décadas, Patricia Jaramillo Vélez estuvo en las aulas enseñando sobre literatura, ortografía, historia y otros temas que, a primera vista, podían parecer complejos y tediosos, pero sus alumnos coincidieron en que ella hacía todo más sencillo y comprensible.
“Patricia tenía un universo muy grande y, con ello, una claridad en la forma de contar y acercar las historias y la literatura. Lo que parecía complicado, ella lo hacía ver fácil y lograba que entendiéramos la profundidad de lo que estaba escrito. Eso era inspirador... Claro que la lectura estaba permeada por una visión y una posición muy clara de lo que ella pensaba sobre el mundo, pero eso no estaba impuesto. Patricia buscaba que, a través de las letras y el lenguaje, se forjara un criterio”, manifestó Fabián Velandia, director ejecutivo del Teatro Libre.
Era una defensora de las ideas, pero también del humor. Sus estudiantes recordaron que las clases se llenaban de sus chistes y su risa. No le importaba mostrarse humana. De hecho, Ave Canela, una de sus estudiantes, aseguró que la dramaturga era una de las mujeres más inteligentes que había conocido, y que la sencillez con la que se aproximaba a la vida y a las personas siempre la hizo sentir cercana y real.
Diego Barragán, director artístico del Teatro Libre, reflexionó sobre por qué la obsesionaba el lenguaje, ya que, para ella, “era esa extensión del alma humana que aparecía sobre el escenario y servía para transformar la vida del espectador, o, por lo menos, para ponerlo a pensar”.
La primera adaptación que hizo para el Teatro Libre fue la de Los hermanos Karamazov, de Fiódor Dostoyevski. Tenía claro que cada arte tenía su propio lenguaje y sus formas, y que en el teatro era importante que las palabras se convirtieran en un cuerpo que habitara cada actor sobre el escenario. Por eso, escribió siete versiones de esta obra hasta lograr que el intérprete se conjugara con el idioma. “Para Patricia era importante que el actor fuera un representante del español; que no solo leyera y actuara bien, sino que usara el idioma de una buena manera, dentro y fuera del escenario”, afirmó Barragán, quien también destacó el interés de Jaramillo por recordar que en el teatro se desnudaban mentiras y se desentrañaban verdades, una virtud más que ofrecía la palabra hecha carne y hueso.
“Ella siempre luchó por decir esas cosas, por generar ese espacio donde había momentos para la discusión. Era una persona mordaz, descarnada, que no le daba miedo y no tenía pelos en la lengua para decir que algo estaba mal”, destacó Barragán.