La clave de los sueños polacos
Yo no sé si lo leí o lo soñé (para el asunto, en estos momentos no importa), pero supe que el director Manuel Orjuela estaba montando una obra de teatro a partir de la vida de Pawel Nowicki. Debería hacerla. Y pronto. La gesta de Pawel, de su esposa y de su hija en Bogotá es tan fascinante y misteriosa como sus obras.
Sandro Romero Rey
Me produjeron una inmensa curiosidad desde que llegaron en 1990, gracias a (o por culpa de) l director Rubén Di Pietro. Cuando las bombas del narcotráfico nos habían enseñado una nueva dimensión de la palabra paranoia. Cuando actrices como Patricia Ariza Flórez debían actuar con chaleco antibalas en el teatro La Candelaria. Cuando, en fin, nuestros escenarios necesitaban un nuevo aliento para encontrar otra razón de ser.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Me produjeron una inmensa curiosidad desde que llegaron en 1990, gracias a (o por culpa de) l director Rubén Di Pietro. Cuando las bombas del narcotráfico nos habían enseñado una nueva dimensión de la palabra paranoia. Cuando actrices como Patricia Ariza Flórez debían actuar con chaleco antibalas en el teatro La Candelaria. Cuando, en fin, nuestros escenarios necesitaban un nuevo aliento para encontrar otra razón de ser.
Con Pawel coincidimos en la Escuela Nacional de Arte Dramático y, algunos años después, en la Academia Superior de Artes de Bogotá. Teníamos los mismos amigos, recorríamos las mismas calles y bebíamos en las mismas fiestas generosas dosis de vodka, para descubrir los misterios del guayabo que a Pawel nunca le ha dado y que a mí me ha obligado a dejar el alcohol por una cobardía pragmática que no viene al caso. Ni siquiera “El gran libro del guayabo” que Pawel publicó en el 2013 ha logrado mitigar sus dolores. Pero esa es otra historia.
Le sugerimos escuchar: Juan Gabriel Vásquez y Catalina González para conocer la poesía (pódcast)
Yo no conocía nada de Polonia, salvo la música de Chopin, que no tiene nacionalidad. Cuando comencé a estudiar teatro, aparecieron los escritos del director Jerzy Grotowski, quien le sacudió las vísceras a toda una generación, gracias a su conferencia de medianoche en un festival de Manizales y a la traducción de un libro recopilatorio que se llamaba, como anillo al dedo, “Hacia un teatro pobre”. Allí descubrimos las imágenes sagradas del actor Ryszard Cieslak y los registros de los montajes de Mickievicz, de Slowacki, de Wyspianski y otros autores del repertorio universal, vistos desde las ruinas de las nuevas vanguardias.
Un par de años después de la venida de Grotowski a Manizales, se presentó una obra que se llamaba “La clave de los sueños polacos” donde descubrí, por primera vez que el rock, el comunismo y el teatro podrían convivir en un solo espacio fascinante. Había entrado a la adolescencia.
Pawel llegó muchos años después, cuando en Colombia se veneraba el teatro de Tadeusz Kantor, a pesar de que nunca había pisado nuestras tierras. Así ha sido casi siempre: el aprendizaje de las artes escénicas se nos ha convertido en un acto de fe o en un descubrimiento por nuestros propios medios. Cuando Nowicki llegó a Bogotá se dio cuenta de que aquí se podía hacer de todo y se integró a la fiesta. Poco a poco, se fue convirtiendo en un sistemático llevalacontraria: cuando se hablaba de creación colectiva, él imponía su español de las cavernas. Cuando los teatristas miraban a la televisión solo para ganarse unos pesos, Pawel decidió tomársela muy en serio y terminó convirtiéndose en el Rasputín del Canal Caracol. Cuando andábamos preocupados por concentrarnos en una nueva dramaturgia, el polaco decidió montar clásicos a su manera y se inventó un grupo minimalista con el que hizo desmadres geniales como su versión de “Edipo rey”, de “La hojarasca” o una desopilante indagación autobiográfica que se llamó “Por qué hacer teatro en Bogotá es imposible”. Pawel buscaba que lo odiaran. Y lo fue consiguiendo con rigor y elegancia.
Le sugerimos leer: La trasescena del reconocimiento a Susana Carrié
Poco a poco, fuimos conociendo la Polonia de Pawel. Tengo recuerdos desordenados, pero no puedo olvidar su versión del relato “El último rostro” de Álvaro Mutis donde se supone que se reproducen los diarios de un tal Miecislaw Napierski, coronel que siguió las huellas finales de Simón Bolívar. Supongo que el tema le llegaba a Nowicki como anillo al dedo y lo adaptó entre penumbras en una versión estrenada en las ruinas de los estudios de Inravisión, al lado de la Biblioteca Nacional. Luego, Witold Gombrowicz se convertiría en el autor polaco para fustigar en español. Primero con su versión de la novela “Trasatlántico” y luego con dos puestas en escena de la obra de teatro “El matrimonio”. La primera de ellas la estrenó en el Camarín del Carmen y no entendí nada. La segunda, la presentó en el Teatro R-101 y me pareció una absoluta obra maestra.
Podría pasarme la mañana entera escribiendo sobre la gesta de Pawel, pero dejemos más bien que sea Manolo Orjuela el que nos la cuente en su anhelada obra de teatro. Por lo pronto quisiera decir que siempre me han desconcertado sus montajes que ha subtitulado “Notas al pie de página” o “Acotaciones”. Son lecturas muy libres de autores clásicos, como Esquilo, Sófocles, Shakespeare, o, como la obra que acaba de estrenar, una versión de la novela de Zygmunt Krasinski titulada “La NoDivina comedia”, puesta en escena al alimón con Ania Nowicka, con jóvenes actores de la escuela de formación interpretativa de Caracol Televisión.
De nuevo, se trata de “acotaciones” al texto de Krasinski que no son, a mi modo de ver, otra cosa que reflexiones patafísicas donde Colombia se cuela en el montaje y lo sacude hasta pararle los pelos al espectador. Caeríamos en la trampa si tratáramos de “entender” lo que los Nowicki han construido con una traviesa profundidad. No. Las obras de teatro no se explican, como no se explican las sinfonías o la pintura abstracta. Son eso que tenemos al frente y nada más. A todas luces, me parece un acto de valentía y de profundo sarcasmo el hecho de que Pawel, con sus setenta y dos años a cuestas, siga siendo un niño travieso, con su cara enrojecida por el alcohol y la ira, devolviéndonos los favores de su estancia con un nuevo viaje hacia una Polonia de vallenatos, donde debemos entrar con valentía y salir con ganas de volverla a ver.
Podría interesarle leer: Hero y Leandro: el mito alrededor del cual gira la humanidad
Quiero muchísimo a la Casa del Teatro Nacional, desde su nacimiento y me encanta saber que con Pawel Nowicki hemos compartido su escenario para inventarnos un mundo que no sabemos, a ciencia cierta, de qué manera hay que complacerlo. Esta semana termina la temporada de “La NoDivina Comedia”. Como todo lector atento lo sabe, del Dante se han hecho parodias y homenajes, que van desde Balzac hasta Borges, desde Manoel de Oliveira hasta Jean-Luc Godard. Nada se parece a la lectura de Ania y Pawel Nowicki. Es un juego para sacudir a sus actores. Y a fe que lo logran. Por mi parte, llevo toda una mañana dominical tratando de desempolvar sus claves y he preferido, más bien, evocar al amigo e invitar a los lectores a que se lancen al viaje de “La NoDivina Comedia” de Krasinski según Pawel. Solo su afiche, con la “Libertad guiando a su pueblo” de Delacroix, ondeando la bandera de Colombia, ya es toda una invitación al disfrute. Y a los latigazos. Aquellos dardos que solo los nuevos románticos, los que se pierden en las sombras del pasado, saben ofrecer para que el público sepa degustarlos y entrever el camino del insomnio.