Pedro Ruíz: un viaje por la naturaleza y la memoria colectiva
Las obras de Ruíz nos invitan a reflexionar sobre la intervención humana en territorios aún diversos con integridad ecológica. Reflexiones sobre cómo estas interacciones transforman la naturaleza y la cultura, reflejando la complejidad de un mundo en constantes tensiones y cambios.
María Elvira Ardila
Conocí la pintura de Pedro Ruíz en el Salón Nacional de Artistas de 1988. El artista presentó “Ciudades perdidas”, una serie de obras que combinaban selvas frondosas e inquietantes con edificaciones eclécticas en medio de esta naturaleza prolífica. Estas pinturas planteaban una contradicción fundamental: la coexistencia de la modernidad impuesta por Occidente con la riqueza natural, destacando la tensión entre el progreso y la preservación de los recursos naturales.
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Conocí la pintura de Pedro Ruíz en el Salón Nacional de Artistas de 1988. El artista presentó “Ciudades perdidas”, una serie de obras que combinaban selvas frondosas e inquietantes con edificaciones eclécticas en medio de esta naturaleza prolífica. Estas pinturas planteaban una contradicción fundamental: la coexistencia de la modernidad impuesta por Occidente con la riqueza natural, destacando la tensión entre el progreso y la preservación de los recursos naturales.
Su proyecto “Love is in the air”, con alto grado de ironía, incluyó más de veinte pinturas horizontales con sembrados de amapolas y otras de soldados con camuflados de flores rojo intenso, de gran tamaño, que no dejan de evocar a aquellos de Vietnam que fueron consumidos por el opio. Una avioneta cruzó el cielo dejando el rastro del glifosato, un químico que se utilizó para erradicar los cultivos ilícitos y, de paso, la tierra envenenada que produjo enfermedades en las comunidades que habitaban estos lugares. Aquí la obra de Ruíz abordó problemáticas ambientales y políticas de la realidad del país relacionando belleza y destrucción.
El artista conocía la historia de la violencia en Colombia: las guerras bipartidistas, los grupos subversivos, los ataques de los narcos y los actos que realizaron los paramilitares. Con el comienzo del siglo y la continuidad del conflicto interno, surgió la serie “Desplazamientos”, testimonio del destierro forzoso que, a causa de la violencia, sufrieron millares de personas en el territorio colombiano. Ruíz reflejó en una serie de gran formato a un personaje que llevaba en su barca un platanal de hojas rojas, tal vez una evocación de la matanza de las bananeras o de la incursión de grupos armados en las poblaciones. Fue la búsqueda de un símbolo entre la historia personal y la colectiva, donde la memoria y la identidad se entrelazaron con los eventos históricos de la nación. Así, la gente que fluyó en sus canoas reivindicó la imposibilidad del desarraigo, la resistencia de la unidad con la tierra que le fue arrebatada.
En “Oro, espíritu de la naturaleza”, Ruiz expuso la belleza del país a través de pinturas en pequeño formato. Este proyecto lo realizó para subrayar las múltiples fuerzas que enfrentaron a la crueldad. Para esta muestra en permanente construcción congregó a un público diverso. Niños y niñas fueron invitados a dibujar sus “oros” para tratar de emular el jaguar que llevaba en su piel manchas que fueron consideradas por los habitantes de la Amazonía como el camino trazado por las estrellas. El jaguar y las demás imágenes que Ruíz presentó en esta obra pudieron entenderse como manifestaciones neobarrocas, donde la realidad estuvo llena de ornamentos, detalles y símbolos que se desplegaron en múltiples direcciones, reflejando la complejidad y la riqueza de la cultura y la naturaleza colombiana. Sin proponérselo, la exposición elevó las endorfinas y tocó el corazón. Los abuelos recordaron el verdadero oro que teníamos y que solíamos no ver, otros cantaron el vallenato “Alicia dorada”, de Alejo Durán, que se encontraba en una de sus pinturas. La línea conductora de esta obra fue un recorrido de la balsa por los ríos colombianos; el balsero exiliado tuvo otra oportunidad y nos condujo por los infinitos dorados de nuestro paisaje. Las imágenes se integraron a una travesía desde una iglesia barroca en Cartagena, árboles llenos de mangos y mariposas amarillas, hasta llegar al Amazonas y encontrar el jaguar, el preferido por los niños, como uno de los habitantes sabios de nuestra selva.
Ruíz tiene una formación de influencia europea, muy autodidacta y abierta a diferentes disciplinas. También realizó algunos semestres de arquitectura y de música. En París estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes y prefirió el trabajo en el taller de grabado de Stanley Hayter. Posee la formación rigurosa de un artista occidental. Conoce los nuevos medios y el trabajo en colectivos; pero su opción es la pintura y el dibujo como medios de trabajo. Piensa en cómo los colombianos pueden vincularse de otras formas y andar por caminos no violentos. Es un colorista innato; su obra posee los colores de los pájaros. Conoce con exactitud la fisonomía de los rostros afro y mestizos, ha estudiado botánica y puede pintar todas las flores. Además, es un enamorado del Caribe. En su obra se encuentra también su erudición por la historia del arte, la arquitectura, la música, su gusto por lo urbano y por los objetos. La obra de Ruíz es una polifonía de voces, un pliegue continuo donde lo urbano, lo rural, lo ancestral y lo contemporáneo se entrelazan en una realidad compleja y rica en significados, similar a la idea de la realidad múltiple y en constante transformación que Deleuze describe así: la tensión entre el progreso destructivo y la resiliencia de la naturaleza conforman un pliegue donde lo humano y lo natural son inter-existencias que se transforman continuamente.
La recientes serie de pinturas, de la que hacen parte “Los recicladores”, nos propone un doble retrato de un niño afrodescendiente que sonríe y nos interpela como si fueran espejos para vernos reflejados y recordarnos la inocencia. Los niños cargan un hato de hojas de palmas gigantes y nos dicen: “Aquí estamos”. El pido y el paisaje circundante lo toma de una de las pinturas del siglo XV donde aparece una de las vírgenes del pintor flamenco Jan van Eyck, códigos que enuncian la exploración minuciosa de su obra. Este uso de referencias artísticas e históricas dentro de un contexto contemporáneo es otro ejemplo de cómo la obra de Ruíz se pliega y despliega, creando conexiones entre lo pasado y lo presente, lo local y lo global, lo individual y lo colectivo, en una red de significados en constante evolución. El fondo es verde, lleno de hojas como si fueran ornamentos; en una se camufla un mono titi, que tal vez viene de un recuerdo de su niñez, donde convivía con el mico llamado Macario, imagen que lo lleva a recordar que con él robó las galletas de la abuela, en Bucaramanga. Pinta, gozosamente, con sus asistentes Ciel Bruzzone y Julia Barreto, como en un taller del Renacimiento.
En suma, el arquetipo de la madre está muy presente en gran parte de su obra; algunas veces está sentada en un lugar en el que todo está florecido, donde la imaginación se desborda, y otras veces aparece en una barca en la que navega plácidamente con un niño en el telón para rememorar a la folklorista Delia Zapata que reivindica los saberes de las mujeres. Ruíz nos invita a participar en una utopía, una nueva forma de plegarnos con la naturaleza, proponiendo un renacimiento de nuestra relación con el mundo.