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Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y otros artistas del Renacimiento tuvieron a la dinastía italiana los Médici. Piet Mondrian y Jackson Pollock tuvieron a Peggy Guggenheim. Tal y como lo hizo aquella familia italiana siglos atrás, esta mujer, perteneciente a una de las familias más ricas en Estados Unidos, dedicó su vida a abogar por la obra de diferentes artistas y a crear una amplia colección de arte que hoy se exhibe en Venecia.
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La figura del mecenazgo ha existido por buena parte de la historia del arte y, durante el siglo XX, Peggy Guggenheim se hizo una reputación y creó un legado. Se describía a sí misma como una “adicta al arte” y esta rama de la cultura hizo parte de su vida profesional y personal.
Bajo su lema “compra una obra de arte al día” abrió un museo que se caracterizó por tener una de las colecciones de arte moderno y contemporáneo más completas de Europa, con obras de artistas como Picasso, Magritte, Dalí, Kandinsky, entre otros. En cada una de las obras que compró, se reflejó su estilo y gusto particular por el surrealismo, el dadaísmo y el expresionismo abstracto.
Fue la sobrina de Solomon R. Guggenheim. La familia en la que nació se dedicó por completo a los negocios y logró su fortuna durante el siglo XIX a través de la minería de cobre y plata. Ella, por su parte, quiso dejar su huella a través del arte.
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A pesar de que se le conoce como Peggy, el nombre que le dieron sus padres, Benjamin Guggenheim y Florette Seligman fue Marguerite. Nació en 1898 y 14 años después perdió a su padre en el accidente que hundió el Titanic. A los 21 años, en 1919, heredó la fortuna (2,5 millones de dólares, que hoy equivaldrían a 37 millones) de su familia. Aunque tenía los medios, decidió no llevar una vida de heredera y socialité. Comenzó trabajando en la librería Avant-garde, Sunrise Turn, en Manhattan, antes de emigrar a Europa. “Bajo el hechizo de Mary Clarke, Peggy descartó gradualmente muchos tabúes tradicionales y adoptó toda una serie de nuevas ideas. Sintiéndose culpable, sin duda, por haber heredado riquezas, llegó a negarse a sí misma algunos de los lujos a los que estaba acostumbrada. Recolectó lo último en pintura experimental y dio dinero y comida a artistas y escritores pobres”, escribió su primo Harold Loeb.
Fue en el viejo continente donde se produjo su acercamiento a las vanguardias del momento. Aunque en Nueva York ya había visto y conocido el estilo de vida bohemio, su estadía en París aumentó su interés por las personas que lo compartían. En este círculo social conoció a Marcel Duchamp, Ezra Pound, Ernest Hemingway, James Joyce y Laurence Vail, quien luego se convirtió en su esposo.
Su nieta, la curadora Karole Vail, afirmó que “su vida y su colección de arte estaban completamente entrelazadas”.
Fue durante este período, antes de la Segunda Guerra Mundial, en el que realmente se apasionó por el coleccionismo, tal y como lo hizo su tío para establecer el Museo Guggenheim de Nueva York.
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En 1938 dio el primer salto para lo que se convertiría en su legado. Abrió en Londres una galería de arte moderno llamada Guggenheim Jeune. Sin ningún tipo de formación previa en el arte y guiada por su intuición e interés en la creatividad e iconoclastia, Guggenheim llegó a construir las exhibiciones antes del estallido de la guerra, además de que siempre compró, por lo menos, una de las obras que exhibió en su galería.
Rápidamente creó una de las colecciones más completas de arte surrealista y cubista: sus conexiones con diferentes artistas y personas del mundo del arte le permitieron llevar a cabo su lema. Aunque el círculo en el que se movió facilitó su labor, le contó a CBS que aunque no hubiese tenido tales conexiones, se habría dedicado igualmente al coleccionismo: “El arte vino antes que las personas y las personas vinieron a mí por esta idea que tenía con la galería en Londres”.
Se interesó por el arte moderno a pesar de no saber nada sobre él, motivada por las palabras de Samuel Beckett: “Uno debería interesarse en el arte de su tiempo”. Un dicho que se convirtió en otro principio de vida y aplicó en la apertura de su segunda galería, Arte de Este Siglo, en Nueva York.
Luego de Londres, volvió a París entre 1939 y 1940, años en los que continuó con su régimen de comprar una obra al día. Así adquirió pinturas de Dalí, Piet Mondrian, Robert Delunay y otros. En una entrevista que dio en 1969, contó que llegó a comprar obras que no le gustaban, pero que sabía que eran buenas, y otras que disfrutaba, pero que eran de artistas que no eran de su agrado. “No había que negociar, porque todo era muy barato. Pagué por mi colección de arte la ridícula cantidad de 40 mil dólares. Con ese dinero no hubiera podido comprar hoy ni siquiera uno de mis cuadros, es una locura”, dijo en la última entrevista que concedió en 1979 a Jacqueline B. Weld, autora del libro Peggy Guggenheim: adicta al arte.
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Finalmente, en 1941 y escapando de la guerra, regresó a Nueva York junto con su colección, que había sido rechazada por el Museo Louvre para ser resguardada.
Tuvo que enviarla bajo nombres y apellidos diferentes a los suyos, pues no quería que vieran su ascendencia judía. Pasó cinco años en la ciudad que nunca duerme, en los cuales se casó de nuevo, esta vez con Max Ernst. También abrió su galería e inauguró una exhibición que protagonizaron 31 mujeres artistas. Pero este no fue su único enfoque, pues durante esos años también dio el empujón necesario para que el hombre que le abrió paso al expresionismo abstracto en el mundo del arte, Jackson Pollock, pudiera generar y dedicarse a su obra, aunque ella reconociera que, al principio, llegó a odiarla.
El auge de su galería neoyorquina y el flujo de trabajo fueron demasiado y, con el fin de la guerra, decidió experimentar con una tercera etapa en su carrera: abrir un museo. En 1946 dejó Nueva York para trasladarse, junto con su colección, a Venecia, donde vivió el resto de sus días en el Palazzo Venier dei Leoni. En 1948 presentó las obras que había adquirido en la Bienal de Venecia, exhibiendo por primera vez a varios artistas con los que contaba en su colección, como Mark Rothko.
Aunque ya había dejado su huella, Peggy Guggenheim terminó de cimentar su legado en la ciudad italiana. Durante el mismo año en el que se trasladó a Venecia, se divorció y publicó una autobiografía titulada Fuera de este siglo: confesiones de una adicta al arte” en la que detallaba varios de sus episodios y relaciones con diferentes artistas que enfurecieron a su familia. Recibió críticas desde varios ángulos, pero esto pareció no afectarle, pues siempre supo cómo quería vivir: las apariencias y expectativas que venían con su apellido no causaron un efecto duradero en su cotidianidad.
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Continuó coleccionando arte hasta 1973, incluso desde su propia cama: “Yo no soy una coleccionista. Soy un museo”, dijo. Disminuyó sus compras durante la década de los 60 y se enfocó en presentar lo que ya tenía. Comenzó a prestar su colección a diferentes museos en Europa y en 1969 fue invitada a mostrarla en el museo que lleva el nombre de su tío. En 1976 la dejó a la Solomon R. Guggenheim Foundation, la cual continúa exhibida en Venecia, donde falleció en 1979.
Peggy Guggenheim se convirtió en un ícono cultural y una guardiana de algunas de las obras de arte más reconocidas del siglo XX. La criticaron por “sacrificar su vida al arte”, pero para ella esto nunca fue algo negativo. “Siempre me consideré la enfant terrible de la familia, supongo que pensaban que era la oveja negra y que nunca haría nada bien, creo que los sorprendí… En mi vida todo ha sido arte y amor, creo que pasamos por la vida como en una especie de sueño…”, aseguró en la última entrevista que dio.
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