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Nuestra cotidianidad está llena de objetos que nos acompañan y frente a los que actuamos sin tapujos, pues para nosotros son menos que testigos mudos de nuestra existencia. Sin embargo, La bufanda de Isadora y otros narradores inauditos, de Juan Fernando Merino, nos propone una mirada “inaudita”, para lo cual combina un cierto nivel de personificación y una versión poética y animista de nuestra realidad a través de narradores de diferentes orígenes, calidades y contextos.
¿Cómo funciona esto? Empecemos con la personificación, una vieja conocida: desde Esopo, encontramos relatos de objetos inanimados que actúan como personas; sin embargo, que sean estos quienes hablen desde su naturaleza para dar su perspectiva propia del mundo es algo raro, como justamente dice el narrador de uno de los relatos:
“Nadie pensó en mí. Torpes e ignorantes como la mayor parte de los habitantes de estos entornos, que se obstinan en pensar que los objetos no tenemos vida, carácter y mucho menos voluntad”. (p. 59)
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Pero Merino sí piensa e imagina “en” y “desde” esos objetos, de forma magistral, como si fuera la mirada sorprendida e inocente de un niño o de un poeta que en cada relato parte de un principio simbolista (y por qué no, romántico) en que el supuesto carácter inerte de los objetos se cuestiona y entra en suspensión, para otorgarles un espíritu que les permita contemplarnos. Es inevitable aquí recordar a Baudelaire:
Allí el hombre atraviesa florestas temblorosas de símbolos que inquieren con ojos familiares. (Tomado de Andrés Holguín. Antología de la poesía francesa. Bogotá: Panamericana Editorial, p. 277)
Gracias a que también se respeta la naturaleza de la relación del objeto con el ser humano, los diferentes narradores que pasan por el libro arrojan miradas únicas sobre la condición humana, como aquella sombra que dice de un tal Petrus Paniatzakis (en una declaración que nos atañe a todos nosotros): “en el fondo nunca dejó de ser un niño abrumado por los deberes y reacio a hacerse adulto” (46).
De esta manera, el lector se sorprenderá con el estupor de los molinos del Quijote, la inquietud de un confesionario, las reflexiones de una cebolla (maravilloso momento de recordar su historia desde el Lazarillo hasta Miguel Hernández y Neruda), el odio de una estatua por lo que representa otra que llega a acompañarla…
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Por estos relatos sucintos y potentes también desfilan la trompeta de Armstrong, la bufanda de Isadora Duncan, la pluma de Cide Hamete, las cadenas del Marqués de Sade, entre tantos otros objetos memorables y cotidianos, a veces tan aparentemente anodinos (pero tan brutalmente sabios) como las ajadas baldosas de un piso cualquiera, que, sin embargo, son capaces de recordarnos: “… somos el reflejo de tu andar, el vericueto de tus búsquedas, tus derroteros ya extraviados, la encrucijada de tus decisiones más consecuentes y las menos…” (64).
Las excelentes ilustraciones de la artista argentina Paula Ventimiglia, a una tinta y siguiendo la técnica del scratch, unas veces cumplen con la tarea tradicional de acompañar al texto, pero otras ayudan a develar protagonistas y situaciones de algunos textos que Merino construye como acertijos o poemas crípticos, y cuya solución se revela en parte en algún trazo o en un gesto del dibujo.
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Al terminar el libro, no nos queda más que replicar el ejercicio de Merino, asombrarnos ante el mundo y pensar: ¿Qué dirían de nosotros nuestros vestidos? ¿O los lentes a través de los cuales vemos el mundo? ¿Los bolígrafos con los que tomamos apuntes, escribimos cartas de amor y firmamos documentos? Quizás, al contemplar nuestra realidad con ojos nuevos, diremos, como el bandoneón de Piazzolla (en un relato que recomiendo por su sensualidad) al tocar por primera vez el Verano porteño:
“Muy contadas veces me sería dado experimentar tanto gozo y tanto dolor al mismo tiempo. Comprender hasta el fondo de mi esencia que aquel era el inicio o el final de algo. Daba igual. Por fin nos habíamos encontrado” (51).
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