Pentagrama del rock and roll y la literatura (It´s only rock 'n' roll)

El rock como una literatura estruendosa, como una literatura que se lee estridente y que guarda en sus letras los ecos de la poesía del Siglo de Oro español, de la filosofía de la Ilustración en Alemania o de la antigua Grecia.

Andrés Osorio Guillott
01 de julio de 2019 - 01:01 a. m.
Bob Dylan en sus primeros tiempos como rockero, cuando aún era más folk que rock.  / AP
Bob Dylan en sus primeros tiempos como rockero, cuando aún era más folk que rock. / AP
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David Allyn fue un famoso saxofonista de la Costa Oeste de Estados Unidos. Dylan Thomas, un reconocido poeta británico que escribió, entre tantos otros, un poema llamado En mi oficio o mi arte sombrío: “No para el hombre altivo / que se aparta de la luna colérica / escribo yo estas páginas de efímeras espumas, / ni para los muertos encumbrados / entre sus salmos y ruiseñores, / sino para los amantes, para sus brazos / que rodean las penas de los siglos, / que no / pagan con salarios ni elogios / y no hacen caso alguno de mi oficio o mi arte”. De una mezcla de ambos nombres, de ambas obras, de ambos dones y esfuerzos excelsos, Robert Zimmerman decidió llamarse, de manera instintiva un día en Minneapolis, Bob Dylan (si bemol).

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“Siempre me sorprende Mariano con estas irrupciones literarias”, escribió Fito Páez en su Diario de viaje sobre un 28 de mayo. Mariano Otero, bajista y amigo del cantante argentino, le dio a conocer libros como Poética musical, de Igor Stravinsky, El paseo, de Robert Walser y, entre tantos otros, Amo y servidor, del escritor ruso León Tolstói (sol mayor).

El universo distópico que George Orwell plasmó en 1984 tuvo un eco que, hasta hoy, sigue expandiéndose en los aires. Spirit y John Lennon hicieron alusión a esta novela. David Bowie, ícono del rock en la segunda mitad del siglo XX, creció en el contexto de la posguerra, en Bromley, un municipio de la parte sudeste de Londres. Un lugar calificado por él mismo como inhibidor, donde, tal vez, la única musa sería una casa que quedaba a un poco más de un kilómetro de distancia y en la que antaño vivió el filósofo británico H.G. Wells (re mayor).

Allí, limitando los suburbios de la capital inglesa, Bowie creció bajo la influencia de la novela de Orwell, aunque también bajo la lectura de El retrato de Dorian Gray. Esa imagen de la sociedad decadente, caótica, sumida en una época nimia e insulsa, proveniente de 1984, Bowie intentó adaptarla a la televisión, y aunque no lo logró en este formato, sí consiguió adaptar su visión apocalíptica en Diamond Dogs, el octavo álbum del artista (la mayor).

Orwell no solo fue literatura y diapasón en Bowie, también lo fue en Roger Barrett, Roger Waters, David Gilmour, Rick Wright y Nick Mason, cinco jóvenes que conformaron una leyenda llamada Pink Floyd y que se conocieron a principios de la década de los 60, de una de las épocas de mayores transformaciones y pequeñas revoluciones culturales y sociales. El álbum Animals, décimo de la agrupación británica, cuenta con cinco canciones que tienen a cerdos, perros y ovejas en sus títulos. Constituidos como personajes centrales de las historias y como referentes de los animales que Orwell describe en Rebelión en la granja, los perros, cerdos y ovejas surgen como alegorías de una sociedad que se traiciona, que rompe con la obediencia y con la autoridad. Su música, catalogada dentro de un rock progresivo, los catapultó y los ubicó en un lugar de la historia del arte en la que sus letras y su vanguardia se hicieron legado y se hicieron legión junto a bandas como Led Zeppelin y The Beatles (fa bemol).

Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, el octavo álbum de los Beatles, tan aclamado y tan criticado por algunos por haber acabado con la autenticidad del rock, también hace referencia en su icónica portada a algunos escritores que pudieron influenciar la complicidad de John Lennon, Paul McCartney, Ringo Starr y George Harrison con el arte y las moralejas interminables que este esconde. Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, William Burroughs, Aldous Huxley, Herbert George Wells, Dylan Thomas, Lewis Carroll, entre otros escritores, figuran en una imagen icónica en la que los cuatro integrantes provenientes de Liverpool están rodeados, tal vez custodiados y amparados, por sus referentes y sus faros artísticos (do mayor).

Como una casualidad, una coincidencia, el origen del rock and roll, que muchos remontan a la década de 1950 gracias a las transmisiones radiales en las que el disc jockey Alan Freed incluyó y nombró a las canciones afroamericanas bajo ese nuevo género —aun cuando los antecedentes y primeros sonidos sucedieron entre las décadas de 1920 y 1930 a manos del jazz, del R&B, del blues y del góspel—, se cruza con las historias de la llamada Generación Beat en Estados Unidos. Los relatos se cantaron, se escribieron, se padecieron, se vivieron en el hampa, en los inframundos, que por ocultos no dejan de ser una realidad, quizás alterna, quizá mucho más verdadera que la que se camina y se muestra en medios de comunicación. El núcleo de los relatos llamaba a los que se autoproclamaban como divergentes, como irreverentes y como personas que estuvieron “al lado del camino”, por no creer en mandamientos, en fórmulas específicas de (con)vivir en sociedades que se adaptaban a nuevos órdenes mundiales, a un nuevo reconocimiento de la condición humana tras develarse en años anteriores las capas más opacas y aterradoras de la ética y la moral. Los libros de Burroughs, de Bukowski, de Kerouac, sonaban a rock and roll, a saxofones, baterías y voces que se afinaban para cantar en nombre de los desafinados, desatinados y desalineados de la ciudad.

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El encuentro en la línea del tiempo en Estados Unidos y posteriormente en Inglaterra del rock and roll y la literatura respondió a una necesidad de contar los procesos históricos de otra manera, de hallar una melodía en medio de los gritos de la esclavitud, en medio de los estallidos de las bombas que acababan con vidas ajenas y que potenciaban las ansias del poder absoluto, del mando de un planeta y de una idea que supera la finitud de cualquier ser humano.

El rock como una literatura estruendosa, como una literatura que se lee estridente y que guarda en sus letras los ecos de la poesía del Siglo de Oro español, de la filosofía de la Ilustración en Alemania o de la antigua Grecia. El rock and roll que surgió de la población africana, de la población que fue esclava y que aun con su condición exportó una cultura que les aportó a la tradición oral y a la memoria mitos, costumbres y todo tipo de historias sobre la opresión, sobre el dolor, sobre los amores que no dejaban de aparecer entre la exclusión y el rechazo a una población que resistía en el silencio de una sonrisa atiborrada de anhelos.

Desde la tragedia, la poesía, la distopía, la destrucción de las utopías y la degradación paulatina de la condición humana como uno de los temas que se perciben como infinitos en la literatura se trasladaron, adaptaron y reinventaron desde un principio en la música, y más aún en el rock, un género que surgió como contracultural, como canal de denuncia, como micrófono de indignación, rebeldía e innovación. Sus guitarras, sus bajos, sus platillos, saxofones, violines y demás instrumentos de cuerda, de viento o de percusión fueron el complemento de quienes con voluntad y mayoría de edad apretujaron en sus manos las injusticias de dictaduras, de tradiciones que por tradiciones no eran correctas y que por incorrectas excluyeron a minorías que se excluyeron por creer que era esa la única alternativa.

Por Andrés Osorio Guillott

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