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Pequeño glosario de antintelectualismo académico: hoy, “corrección política” y “lenguaje incluyente”

Sexta entrega del debate propuesto desde la Universidad Nacional de Colombia sobre el significado de las expresiones que usamos en nuestro lenguaje.

Consuelo Pardo Cortés * / Especial para El Espectador
10 de julio de 2020 - 03:08 p. m.
"Los compendios de lenguaje incluyente son, en gran parte, programas de higiene lingüística que garantizan a quien los consulta la limpieza de cualquier huella ideológica condenable". / Ilustración de archivo
"Los compendios de lenguaje incluyente son, en gran parte, programas de higiene lingüística que garantizan a quien los consulta la limpieza de cualquier huella ideológica condenable". / Ilustración de archivo
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Estos dos términos del Pequeño glosario de antintelectualismo académico son blancos comunes de las críticas antintelectuales en el debate público, impulsadas, sobre todo, por la derecha alternativa actual. Parece imposible que los cuestionamientos a la “corrección política” y al “lenguaje incluyente” vayan más allá de la trivialización y la pobre caricatura. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a ellos como nombres de fenómenos, pueden verse también como parte de un cierto establishment académico que los usa como forma de expiación.

Corrección política

En un debate presentado por Fox en 2015, Donald Trump aseguró que “el gran problema” de Estados Unidos era la corrección política. “Francamente no tengo tiempo para la corrección política total. Y, para ser honesto, este país tampoco lo tiene”, dijo el entonces candidato republicano. En 2016 sería todavía más radical: “el enemigo está cortando las cabezas de los cristianos y ahogándolos en jaulas y, sin embargo, somos demasiado políticamente correctos para responder de la misma manera”. Después, en 2018, el reconocido Ben Shapiro, autor de Cerebros lavados: cómo las universidades adoctrinan a la juventud americana, celebró durante el Congreso de Acción Política Conservadora el “fin” de la “era de la corrección política”, uno de los grandes logros que suponía la victoria de Trump. La corrección política, que había sido “una plaga para la sociedad estadounidense durante décadas”, está “muriendo lentamente, con dolor y sangre”. “Agoniza”, dijo Shapiro en ese momento.

“Corrección política” es un término común de la retórica de la alt-right y de los conservadores de derecha en Estados Unidos. Si no es el enemigo, la plaga que hay que acabar, es al menos un obstáculo para atacar al contrincante en una nueva guerra santa. “Hacer que la sangre corra”, al modo de la retórica de la yihad, es lo que quieren Trump, defensor de los “cristianos”, cuando confiesa su deseo de “responder de la misma manera” a los terroristas, y Shapiro, que se deleita con la imagen del enemigo agonizante. Lo cierto es que es difícil saber quién tiene la ventaja en esa batalla, tan real y tan poco concreta a la vez, y por eso tan semejante a la naturaleza del término “corrección política”. Aunque ya conozcamos su significado, lo cierto es que sus palabras nos siguen dejando perplejos por su contrasentido, pues, ¿cómo podría ser la política correcta?

Quienes están en el bando contrario de un Trump o un Shapiro no declaran de ningún modo ser defensores de la corrección política; decir “corrección política” es políticamente incorrecto. Esta es, entonces, común para aquellos no por la frecuencia con que se expresa como significante, sino por el significado que aparece cada vez con un nuevo disfraz, bajo diversas denominaciones y actitudes. En el campus, presunta fortaleza de este bando, no se oirá, pues, “corrección política”, sino “lugar seguro” (safe space), “microagresión” (microaggression), “advertencia” (trigger warning) o “apropiación cultural” (cultural appropriation), un conjunto de conceptos que, según los estudiantes universitarios de Estados Unidos, “fomenta la inclusión, aumenta la sensibilidad y establece parámetros en los que pueden darse conversaciones difíciles y se pueden escuchar voces marginadas”, tal como lo concluye Teddy Amenabar en su nota de The Washington Post, “El nuevo vocabulario de la protesta”, en la que el escritor recoge una serie de apreciaciones de líderes y activistas estudiantiles. La universitaria negra Roquel Crutcher, citada en el artículo, dice a propósito de la “apropiación cultural” de las trenzas africanas por parte de las mujeres blancas: “básicamente pasé toda mi vida queriendo parecer una persona blanca, y después, en el momento en que decido que de hecho me gusta la forma en que me veo, me han quitado de algún modo esa posibilidad”. La apropiación cultural es “algo doloroso”, agrega. “La razón por la que usamos las trenzas”, cree Crutcher, “es completamente diferente de la razón por la que las mujeres blancas usan las trenzas”; “eso nos aleja de la cultura y del hecho de que a veces las culturas no tienen otra opción”. Quien se apropia de elementos representativos de otro se convierte en el detonante de un trauma histórico que se renueva por simple asociación: la mujer blanca no solo es un modelo de norma racista, sino que, al tomar elementos de la cultura negra, aparece como un figurín cínico y burlón. El apropiador, además de banalizar la cultura que “roba”, es el enemigo.

En sintonía con el nuevo vocabulario de la protesta, la Universidad de Michigan ha creado su Campaña de Lenguaje Inclusivo en el campus. “Se trata simplemente de usar un lenguaje que no excluya, margine ni menoscabe a grupos de personas o su identidad”, dice la página web de la institución. La palabra “loco” (crazy), según un panfleto de la campaña, “perpetúa la discriminación y la idea de que las personas con enfermedades mentales son anormales, defectuosas o inferiores”, y expresiones como “quiero morir” (I want to die) “menosprecian la experiencia de aquellos que se han suicidado o lo han intentado”. Para la universidad, la campaña es una forma de hacer conscientes a las personas de “cómo sus palabras pueden afectar a otros en el campus”; para usar los términos de Amenabar: es una manera de apelar a “la sensibilidad”. Pero para los “incorrectos” como Kim R. Holmes, de la Heritage Foundation, el think tank de extrema derecha norteamericano, este tipo de campañas son, más bien, un material valioso para ridiculizar a los que llama “izquierdistas radicales”: “se envían trigger warnings en las redes sociales para advertir a los estudiantes de corazón tierno que deberían evitar ciertas conferencias (por ejemplo, sobre religión y civilización occidental) por temor a ser traumatizados”, escribió el columnista en 2015. Después de esto es fácil seguir con la misma táctica y sugerir de forma sutil, como de hecho lo hace Holmes, que la Primera Enmienda existe para defender la homofobia y el “matrimonio tradicional”.

A pesar de mostrarse como fuerzas radicalmente opuestas, corrección política e incorrección política son, ambas, descendientes de una misma familia, primas, como los lapitas y los centauros de la mitología griega, cuya batalla, desatada por los excesos de los hombres caballo, es una representación de la paradigmática lucha entre civilización y barbarie. La corrección e incorrección se disfrazan de estos personajes o, mejor, se fusionan con ellos, así como se fusionan distintas personas en una sola durante un sueño. Su guerra no es más que una pesadilla, la puesta en escena de una imagen mítica: la lucha entre las bruscas patas del caballo, los instintos brutales, y los cuerpos totalmente humanos que se alzan en contra de una peligrosa voluptuosidad. Solo afuera de esa batalla, que en realidad estamos soñando después de que escuchamos la alarma del despertador, está la verdadera praxis política.

Esas disputas representadas en el “lugar seguro” del que sueña contradicen el diagnóstico que hizo Bush padre durante su conocido discurso en la Universidad de Michigan a propósito de la corrección política, como si esta fuera algo incendiario: “lo que comenzó como una cruzada por la urbanidad se convirtió en una causa de conflicto”. La corrección, que había nacido “del deseo loable de barrer los escombros del racismo, el sexismo y el odio”, le parecía en ese momento incómoda al entonces presidente de los Estados Unidos, pues creía que en lugar de arrastrar y ocultar los restos estorbosos del pasado —como lo esperaba él—, se había transformado en un viento fuerte y demoledor que amenazaba con agrietar una de las vigas del gran edificio de la propiedad privada: la libertad de expresión. Es necesario confirmar, para tranquilidad de sus seguidores, que quizá Bush estaba equivocado y que, más bien, deberíamos invertir los términos de su tesis: la verdad es que esa “causa de conflicto”, en la que está latente cualquier posibilidad de rebelión, ha sido olvidada por un montón de durmientes que se sueñan héroes en esa “cruzada por la urbanidad”. Mientras quitan el cuadro de las Hilas y las ninfas de John William Waterhouse de la Manchester Art Gallery para denunciar la cosificación de las mujeres en el arte, mientras se le exige a Donald Trump y a su abogado que sean “cien por ciento transparentes con los estadounidenses” —y con esto, en realidad, están exigiendo al presidente que confiese su romance con una actriz porno, así como su intento de silenciarla con dinero— o mientras las grandes marcas indignadas aprovechan acontecimientos como la muerte de George Floyd para “marketinizar” los derechos civiles, “los escombros del racismo, del sexismo y del odio” seguirán ocultos bajo la alfombra de la gran propiedad, ocultos y a la espera de que sigamos tropezando con ellos.

Lenguaje incluyente

Se quejan algunos de que la preocupación de hoy por el lenguaje no sea hija de una desinteresada curiosidad intelectual, sino del frecuente reparo que sugiere que nada en su uso es inocuo y que las palabras tienen el poder de “perpetuar” formas de discriminación o de violencia. Se quejan porque ahora deben, según esa nueva conciencia, sospechar en estas palabras el signo de una amenaza oculta, de indiferencia o desdén. Porque para que nadie sea excluido por nuestro lenguaje, para que nadie intrigue sobre su propio yo o, peor, intrigue sobre nosotros, agobiado por la necesidad de determinar cuál es el sentido último en eso que dijimos o no quisimos decir de él, debemos aceptar, de entrada, que toda palabra es susceptible de tener, igual que un aparato, un “mal funcionamiento”. ¿Qué evitar decir? ¿Cómo decirlo? ¿Cuál es la forma correcta de expresar esto o aquello, para referirse a esa persona? Acudir al manual del artefacto es lo que sugieren los expertos.

En las páginas web de las universidades y de las instituciones abundan documentos de este tipo: el panfleto de la Campaña por el lenguaje incluyente de la Universidad de Michigan, el Manual de lenguaje incluyente con perspectiva de género del Gobierno de México o la Guía para el lenguaje sin prejuicios de la American Psychological Association (APA). En ellos encontramos una serie de recomendaciones puntuales que debemos seguir a la hora de expresar ideas sobre las personas, si es que no queremos que nuestro lenguaje demuestre algún tipo de “parcialidad” con respecto a su identidad. Porque, en el fondo, es una cuestión de “demostrar”: el problema no es qué tan prejuiciosos seamos —pues la propuesta de reforma no se aplica a nosotros—, sino lo que, sincero o no, permitimos que nuestras palabras revelen. Esto queda claro en el volante de la campaña de Michigan que, a la manera de un instructor de modales, sugiere a los miembros de la universidad no usar el término towelhead, “cabeza de trapo”, para referirse a las personas provenientes de Medio Oriente, porque si bien hace “referencia al turbante que algunos usan”, se atreve a decir el documento, es “ofensivo” para ellos. La instrucción es una perogrullada si reconocemos que quizás la mayoría de los que podrían emplear esas palabras denigrantes lo hacen con toda la conciencia de que son despectivas; pero la campaña, que enfatiza en la actitud del hablante, está diciendo tácitamente otra cosa: “estamos observando tu comportamiento ‘en sociedad’; sé bueno a nuestros ojos”.

Los compendios de lenguaje incluyente son, en gran parte, programas de higiene lingüística que garantizan a quien los consulta la limpieza de cualquier huella ideológica condenable, y están ahí para ayudar incluso al racista o al misógino soterrados. Pensemos, por ejemplo, que cuando el manual con perspectiva de género da instrucción de eliminar el masculino “como lenguaje universal y neutro”, promete, a cambio, no tanto una incidencia real en la sociedad como una ventaja al lector obediente: nos sugiere que si logramos borrar de nuestra forma de hablar esa inconveniente “marca” de género, podremos mostrarnos ante los otros, sin esfuerzos adicionales, como alguien a favor de las mujeres o de aquellos que no encajan en una normativa heteropatriarcal. Pero olvidemos por un momento que ese uso del lenguaje que nos proponen los manuales es pura astucia y confiemos en la franqueza de su declarado objetivo, como quizá lo hacen quienes los consultan de buena fe: aun así, podríamos objetar que las reformas que proponen sus directrices no serían necesarias, si en verdad se reconociera que la lengua, como el mapa de una ciudad, señala algunas cosas, ¡no todas!, y también muestra sus límites. El problema es que el moralismo, que en esta situación curiosa ha encontrado un terreno apto para alinear sus filas, se satisface con indicar cada punto ciego en ese mapa, una calle ausente, un árbol de su afecto o interés que no aparece en el dibujo o que queda extramuros, para condenar a un cartógrafo presuntamente tendencioso. Por ello, si nos referimos a una “persona no binaria” y usamos los pronombres “ella” o “él”, estaríamos ocultando su buscada fluidez o neutralidad y seríamos cómplices de ese prejuicioso cartógrafo. Lo que deberíamos hacer es emplear el pronombre que esta persona usa: el “elle”, en este caso. Lo criticable de esto no es que sea ridículo o engorroso, sino que crea la ilusión de que la persona que interpela así a los demás prueba ser inclusiva y sensible, cuando en realidad es solo obediente a los refinamientos de las nuevas fórmulas sociales, fórmulas que, por cierto, han adoptado también las empresas que intentan borrar los orígenes racistas de sus logos, como si de repente estuvieran interesadas en algo más que las ganancias.

Esa exigida ampliación de la lengua señala numerosos nuevos puntos en el mapa, bajo la idea de que serán capaces de representar con minucia y sin juicios a priori la realidad de una variedad de personas. Fiel a ese ideal de rectitud, la última versión del manual de APA tiene guías para escribir de forma imparcial a propósito de la edad, la discapacidad, la identidad racial y étnica, el nivel socioeconómico y la interseccionalidad. Son lineamientos que nos presentan una multiplicidad de denominaciones posibles con la ilusión de que nadie quedará por fuera o será discriminado con un término peyorativo. Las sugerencias son tan específicas que, como en las guías de uso gramatical, de sintaxis o de ortografía, aterrizan en ejemplos de lo que es incorrecto y correcto para ilustrar mejor a los lectores. Nos indican, por mencionar un caso, que en lugar de decir “los indocumentados” es necesario escribir “personas indocumentadas” y, si es posible, ser más puntuales: “niños indocumentados”, “adultos búlgaros indocumentados”, “trabajadores indocumentados”. Cuando estemos tentados a decir “gente pobre” o “los pobres”, debemos reconocer que se trata de denominaciones demasiado generalizadoras y hasta insultantes, y elegir mejores opciones como “personas cuyos ingresos están por debajo del umbral de pobreza federal” o “personas cuyos ingresos autoinformados están en el rango de ingresos más bajo”.

Lo que parece evidente es que el lenguaje se ha convertido en un dispositivo eficiente de etiquetado, pues denominaciones como “asiático americano”, “mujer negra lesbiana”, “mujer inmigrante laosiana con discapacidad” parecen nombres de mercancías en el catálogo de un laboratorio de mejoramiento genético y no denominaciones “respetuosas” o sensibles a la “forma en que los individuos se forman e identifican con una amplia gama de contextos culturales, estructurales, sociobiológicos, económicos y sociales”, como lo pregonan. Si suponemos que ese lenguaje “dignifica” y, entonces, obedecemos al manual de estilo académico para eliminar todo lo que pueda considerarse peyorativo a la hora de hablar de los otros, ¿no correríamos el riesgo de ocultar la injusticia en un intento torpe de eliminarla por medio de las palabras? Pues si decimos “estudiantes que han completado hasta el décimo grado” en lugar de “estudiantes que han abandonado la educación secundaria”, obedeciendo a APA, para “no culpar al individuo”, no atacamos la desigualdad en la educación, sino que la encubrimos. Con expresiones como estas no se transforma la realidad, sino todo lo contrario: esta es blindada con la coraza de un lenguaje hermético, incomprensible, impenetrable para quienes desconocen las convenciones de esos manuales, y por lo tanto objeto de una burla fácil.

No nos puede sorprender que las demandas por un lenguaje incluyente hayan terminado en el gran bote de provisiones para el pésimo sentido del humor de la derecha alternativa, cuyo lugar común es la crítica a todo lo que suene a corrección política. Encontramos en redes sociales videos en los que aparecen estudiantes de veinticinco años en una clase de matemática avanzada respondiendo que “1 más 1” es igual a “multiculturalismo” para recibir la felicitación de la maestra, o sátiras en las que no se puede decir “queso”, porque ofende a los veganos. Es fácil identificar cuál es el funcionamiento de esa táctica retórica: presentar un sinnúmero de situaciones absurdas que, tras el velo del ridículo, muestran la imagen distópica de un mundo en el que la educación y la vida aparecen dominadas por un totalitarismo, como dirían ellos, “progresista”. La derecha ha creado una parodia fácil de la institucionalización del lenguaje incluyente —en los documentos burocráticos, en las universidades y en los manuales de estilo académicos—, de esa sofisticada guía de cómo hablar sin prejuicios, y ha participado también, paradójicamente, del fenómeno de esa multiplicación de las palabras, cuando aporta sus propios puntos en el mapa: “feminazi”, “copos de nieve”, “millenials” son algunos de sus neologismos. Al contrario de lo que, con desdén y risas, se ha considerado una “jerga de campus”, un lenguaje de disparatado hermetismo, la terminología de la derecha es diáfana, mainstream, y puede, por ello, calar con mayor intensidad en la cultura de masas de hoy. Pero hay más: el blanco que atacan no es, en realidad, el lenguaje incluyente, sino lo que este ha creído representar o reivindicar: burlarse de “todes” es, por ejemplo, en la estrategia de los políticos conservadores, una embestida contra las mujeres. La han puesto en funcionamiento como método de distracción en debates públicos con feministas, a propósito de la legalización del aborto. Si los adeptos al lenguaje incluyente no han logrado cambiar nada de lo extralingüístico, sus enemigos de la nueva derecha lo están logrando con el material que aquellos ofrecen, pues lo transforman en una especie de cantera de la cual, en cada debate, sacan las piedras que golpean las cabezas hasta de sus propios seguidores.

* Estudiante de la Maestría en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia; miembro del semillero de antintelectualismo académico.

* Aquí puede leer las anteriores entregas sobre el tema: https://www.elespectador.com/noticias/cultura/dentro-del-pequeno-glosario-de-antintelectualismo-explicamos-el-significado-academico-de-los-terminos-economia-y-economia-del-conocimiento/

Por Consuelo Pardo Cortés * / Especial para El Espectador

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