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                                                                                                                                Pequeño glosario de antintelectualismo: ciudadano de a pie

                                                                                                                                Si grita demasiado alto, si reclama con vehemencia o lanza una piedra, ya no es un ciudadano de a pie; es un vándalo. Pero, ¿cómo saber si el tal ciudadano de a pie en realidad existe?

                                                                                                                                William Díaz Villarreal* Jineth Ardila Ariza** / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Imagen de las multitudinarias protestas ciudadanas que se han concentrado en torno al Monumento a los Héroes, en el norte de Bogotá, durante los días del paro nacional.
                                                                                                                                Foto: AFP - RAUL ARBOLEDA
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Ciudadano de a pie

                                                                                                                                En 2005, el profesor español Fernando Pérez Borbujo publicó, en un periódico de Cádiz, una breve nota sobre el ciudadano de a pie en estos tiempos de multiculturalismo, ecologismo y tensiones sociales. “Entre tanta desgracia y calamidad, atento a los pequeños brotes de esperanza, el ciudadano de a pie ve cómo su vida se encamina, lenta pero inevitablemente, al desastre”, dice al comienzo. “Él no es ni gay ni lesbiana, es un pobre heterosexual, integrante de una familia tradicional, responsable de una prole confiada a su cuidado”. No es ecologista, y sin embargo debe aceptar que a sus “múltiples obligaciones” se sume ahora la de “discriminar su basura en productos orgánicos, papel o plástico, ayudando con su esfuerzo a que alguna empresa contaminante, que tiene empresas encubiertas para reciclar, siga forrándose a su costa”. No puede llevar a sus hijos a la escuela del barrio “porque no hay sitio, mientras que alguien intenta explicarle que el cupo especial que existe para hijos de inmigrantes está a favor de la integración”; y tampoco puede ser atendido en las urgencias del sistema de seguridad, porque están colapsadas. “Nuestro hombre de a pie” no entiende cómo él se mata trabajando “para sostener una Seguridad Social que prioriza a quien no trabaja”. Siente envidia de los animales abandonados y las especies protegidas, para los que los Verdes y ecologistas han creado hogares especializados, mientras él sufre para pagar la renta y medio vivir con un sueldo insuficiente. Al final, según el relato de Pérez Borbujo, este ciudadano de a pie se harta de su insatisfacción y toma su destino en sus manos: decide salir del país y luego regresar “como inmigrante ilegal para tener así más oportunidades en su propia tierra, porque eso de presentarse como gay o lesbiana, verde o ecologista, todavía le da vergüenza”.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El ciudadano de a pie, en cambio, es una entidad pasiva, aparentemente despolitizada, encerrada en la pequeña esfera de sus intereses privados: mero statu quo embotellado. Su versión más clasista es, por supuesto, la “gente de bien”, una imagen tan simple y maniquea que es ya caricaturizable. “La gente buena o la gente de bien es la que sale todos los días a trabajar, a buscar solucionar los problemas de manera pacífica”, decía, por ejemplo, Christian Garcés, un político de derecha en Cali, la ciudad de la que más han hablado los medios durante el paro. La gente de bien es la que se para del lado del orden: “la gente que quiere su ciudad, la gente que respeta la Constitución y las leyes, la gente que no cree que para exigir sus derechos debe pasarse por encima de los derechos de los demás”. Esta enumeración de cualidades es notable por todo lo que implica. La expresión “querer a su ciudad”, por ejemplo, es ambigua: supone identificarse con ella, pero también considerarla una propiedad privada. “A mi Cali me la respetan”, decía Garcés, y la gente de bien lo sigue en ese amor sin barreras pero con límites. Pues parece que hay que pedirle permiso a la “gente de bien” para que los indígenas se manifiesten en la zona de la ciudad en la que viven. “Respetar la Constitución”, por otro lado, significa respetar la versión de la Constitución que la imaginaria gente de bien considera respetable. Sólo así se entiende el argumento de que los derechos de los demás representan un límite a la exigencia de la garantía de los derechos propios. La Constitución no es, como creen esos fanáticos de la “gente de bien” o del “ciudadano de a pie”, una lista de derechos contrapuestos y por lo tanto limitados entre sí. Los derechos son absolutos, y quien debe garantizar su ejercicio público es el Estado. El derecho a la protesta, por ejemplo, no se “opone” al derecho a la movilidad, a la alimentación o al trabajo: el Estado debe garantizarlos todos, y no puede restringir uno en nombre de los otros. La imagen de la “gente de bien” sirve para salvar moralmente a una mayoría imaginaria que, en el fondo, confunde la democracia con el mercado y los derechos con los intereses.

                                                                                                                                La calle, la plaza pública, el espacio público han sido desde siempre lugares de debate y expresión del malestar de cualquier ciudadano. La gente de bien y los fanáticos del orden sólo ven en ellos lugares de paso con funciones muy específicas: para el tránsito, para el consumo, para el ocio, o para la exhibición de símbolos y monumentos celebratorios, los cuales siempre hablan mucho de la élite que los erigió y muy poco de aquello que festejan. “Circulen, circulen”, ordena la autoridad; circular, por supuesto, es lo opuesto a movilizarse. Quizás por eso la moral del orden ha resignificado el sustantivo “movilización” en las últimas décadas: en su nuevo sentido positivo, equivale a “movilidad”, para la cual se crea toda una infraestructura física y administrativa; en su sentido negativo, equivale a bloqueo de vías y vandalismo. El ciudadano que se manifiesta, el que marcha, bajo esta nueva lógica implacable, ya no se “moviliza”; al contrario, detiene la movilidad. Es visto como alguien que no trabaja, ni estudia, ni produce, y en cambio amenaza el “derecho” a la movilidad de ese otro ciudadano pacíficamente productivo que anda hacia adelante con sus anteojeras bien puestas: el ciudadano de a pie. Sólo así se entiende que, a pesar de esto, siempre se le represente en movimiento: está atareado yendo al trabajo, ganándose la vida, luchando por la supervivencia, manteniéndose a flote. El ciudadano de a pie nunca descansa, pero su acción es siempre corporal y física, nunca política. Lo cual, a la larga, es muy conveniente para mantenerlo a raya: que se mueva mucho, pero que se quede quieto.

                                                                                                                                * Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                ** Correctora de estilo, investigadora y docente ocasional del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (jardilaar@unal.edu.co).

                                                                                                                                Imagen de las multitudinarias protestas ciudadanas que se han concentrado en torno al Monumento a los Héroes, en el norte de Bogotá, durante los días del paro nacional.
                                                                                                                                Foto: AFP - RAUL ARBOLEDA
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Ciudadano de a pie

                                                                                                                                En 2005, el profesor español Fernando Pérez Borbujo publicó, en un periódico de Cádiz, una breve nota sobre el ciudadano de a pie en estos tiempos de multiculturalismo, ecologismo y tensiones sociales. “Entre tanta desgracia y calamidad, atento a los pequeños brotes de esperanza, el ciudadano de a pie ve cómo su vida se encamina, lenta pero inevitablemente, al desastre”, dice al comienzo. “Él no es ni gay ni lesbiana, es un pobre heterosexual, integrante de una familia tradicional, responsable de una prole confiada a su cuidado”. No es ecologista, y sin embargo debe aceptar que a sus “múltiples obligaciones” se sume ahora la de “discriminar su basura en productos orgánicos, papel o plástico, ayudando con su esfuerzo a que alguna empresa contaminante, que tiene empresas encubiertas para reciclar, siga forrándose a su costa”. No puede llevar a sus hijos a la escuela del barrio “porque no hay sitio, mientras que alguien intenta explicarle que el cupo especial que existe para hijos de inmigrantes está a favor de la integración”; y tampoco puede ser atendido en las urgencias del sistema de seguridad, porque están colapsadas. “Nuestro hombre de a pie” no entiende cómo él se mata trabajando “para sostener una Seguridad Social que prioriza a quien no trabaja”. Siente envidia de los animales abandonados y las especies protegidas, para los que los Verdes y ecologistas han creado hogares especializados, mientras él sufre para pagar la renta y medio vivir con un sueldo insuficiente. Al final, según el relato de Pérez Borbujo, este ciudadano de a pie se harta de su insatisfacción y toma su destino en sus manos: decide salir del país y luego regresar “como inmigrante ilegal para tener así más oportunidades en su propia tierra, porque eso de presentarse como gay o lesbiana, verde o ecologista, todavía le da vergüenza”.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El ciudadano de a pie, en cambio, es una entidad pasiva, aparentemente despolitizada, encerrada en la pequeña esfera de sus intereses privados: mero statu quo embotellado. Su versión más clasista es, por supuesto, la “gente de bien”, una imagen tan simple y maniquea que es ya caricaturizable. “La gente buena o la gente de bien es la que sale todos los días a trabajar, a buscar solucionar los problemas de manera pacífica”, decía, por ejemplo, Christian Garcés, un político de derecha en Cali, la ciudad de la que más han hablado los medios durante el paro. La gente de bien es la que se para del lado del orden: “la gente que quiere su ciudad, la gente que respeta la Constitución y las leyes, la gente que no cree que para exigir sus derechos debe pasarse por encima de los derechos de los demás”. Esta enumeración de cualidades es notable por todo lo que implica. La expresión “querer a su ciudad”, por ejemplo, es ambigua: supone identificarse con ella, pero también considerarla una propiedad privada. “A mi Cali me la respetan”, decía Garcés, y la gente de bien lo sigue en ese amor sin barreras pero con límites. Pues parece que hay que pedirle permiso a la “gente de bien” para que los indígenas se manifiesten en la zona de la ciudad en la que viven. “Respetar la Constitución”, por otro lado, significa respetar la versión de la Constitución que la imaginaria gente de bien considera respetable. Sólo así se entiende el argumento de que los derechos de los demás representan un límite a la exigencia de la garantía de los derechos propios. La Constitución no es, como creen esos fanáticos de la “gente de bien” o del “ciudadano de a pie”, una lista de derechos contrapuestos y por lo tanto limitados entre sí. Los derechos son absolutos, y quien debe garantizar su ejercicio público es el Estado. El derecho a la protesta, por ejemplo, no se “opone” al derecho a la movilidad, a la alimentación o al trabajo: el Estado debe garantizarlos todos, y no puede restringir uno en nombre de los otros. La imagen de la “gente de bien” sirve para salvar moralmente a una mayoría imaginaria que, en el fondo, confunde la democracia con el mercado y los derechos con los intereses.

                                                                                                                                La calle, la plaza pública, el espacio público han sido desde siempre lugares de debate y expresión del malestar de cualquier ciudadano. La gente de bien y los fanáticos del orden sólo ven en ellos lugares de paso con funciones muy específicas: para el tránsito, para el consumo, para el ocio, o para la exhibición de símbolos y monumentos celebratorios, los cuales siempre hablan mucho de la élite que los erigió y muy poco de aquello que festejan. “Circulen, circulen”, ordena la autoridad; circular, por supuesto, es lo opuesto a movilizarse. Quizás por eso la moral del orden ha resignificado el sustantivo “movilización” en las últimas décadas: en su nuevo sentido positivo, equivale a “movilidad”, para la cual se crea toda una infraestructura física y administrativa; en su sentido negativo, equivale a bloqueo de vías y vandalismo. El ciudadano que se manifiesta, el que marcha, bajo esta nueva lógica implacable, ya no se “moviliza”; al contrario, detiene la movilidad. Es visto como alguien que no trabaja, ni estudia, ni produce, y en cambio amenaza el “derecho” a la movilidad de ese otro ciudadano pacíficamente productivo que anda hacia adelante con sus anteojeras bien puestas: el ciudadano de a pie. Sólo así se entiende que, a pesar de esto, siempre se le represente en movimiento: está atareado yendo al trabajo, ganándose la vida, luchando por la supervivencia, manteniéndose a flote. El ciudadano de a pie nunca descansa, pero su acción es siempre corporal y física, nunca política. Lo cual, a la larga, es muy conveniente para mantenerlo a raya: que se mueva mucho, pero que se quede quieto.

                                                                                                                                * Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                ** Correctora de estilo, investigadora y docente ocasional del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (jardilaar@unal.edu.co).

                                                                                                                                Por William Díaz Villarreal* Jineth Ardila Ariza** / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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