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                                                                                                                                Perfil a un año de su muerte: Fernando Botero o la historieta renacentista


                                                                                                                                Con motivo del primer aniversario de la muerte del artista colombiano, este perfil desde la mirada de un escritor.


                                                                                                                                El artista colombiano Fernando Botero posa junto a sus pinturas tituladas "Circus Act" (R) y "Dying Bull" (R) antes de la inauguración de su exposición "Botero in China" en el Museo Nacional de China en Beijing, el 20 de noviembre de 2015. Botero, conocido por las voluptuosas figuras representadas en sus obras, falleció a los 91 años en Mónaco el 15 de septiembre de 2023.
                                                                                                                                Foto: EFE - HOW HWEE YOUNG
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Foto: EFE - HOW HWEE YOUNG
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                                                                                                                                Fernando Botero llegó a Florencia una tarde de 1952. Con sus veinte años y una mochila a cuestas, caminó por la Vía Romana, atravesó el Puente Viejo, volteó a la derecha y de repente lo golpeó la revelación. Allí estaban, tiradas en medio de una plaza pequeña, varias de las esculturas más célebres de la humanidad. Había obras de Juan de Bolonia, Agnolo Gaddi, Flaminio Vacca y Pío Fedi, entre otros fulanos. ¡Ah, también estaban el Perseo de bronce de Benvenuto Cellini y el David de mármol de Miguel Ángel! (Recomendamos: Exposiciones y homenajes a Botero en Colombia e Italia. Habla su hijo).

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Florencia era una ciudad de aire medieval, callejuelas angostas, torcidas, empedradas y llenas de arte; algo que allí es casi silvestre. Tenía unos 300.000 habitantes. Sus museos no eran, ni son, tan suntuosos como los de Londres o París pero, en compensación, el florentino está orgulloso de que las obras de la Galería de los Oficios, digamos, no son botín de guerra de Napoleón, como las del Louvre, ni botín de guerra de Carlos V y Felipe II como las del Prado, ni compradas por las buenas como las del Museo de Arte Moderno de Nueva York. No. Son, en su mayor parte, obras de artistas de Florencia; y las que no son de florentinos fueron hechas allí, en la capital cultural del siglo XV, adonde peregrinaban pintores, escultores, talladores, vitralistas, arquitectos, mamposteros, orfebres, tejedores, costureros, ebanistas, iluminadores, calígrafos, mosaístas, curtidores y taraceros de todo el continente.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Los críticos

                                                                                                                                Eduardo Serrano, uno de los críticos que mejor conoce su obra, asegura que sus figuras ya eran voluminosas antes de la mandolina, y que la pequeñez de algunos detalles, como el agujero de la mandolina, no hizo sino enfatizar los volúmenes. “Desde México, su trabajo constituye una combinación fascinante de talante renacentista e idiosincrasia latinoamericana, o de quattrocento y siglo XX”. Severo Sarduy afirma que “Botero es un barroco enfurecido”; Jean Clarence Lambert, que “toda su obra es una soberbia y repetida provocación” (tal vez quiso decir que era una repetida repetición).

                                                                                                                                “Cuando se escriba la historia del arte del siglo XX”, afirmó alguna vez la coleccionista Peggy Gugenheim, “quedarán Picasso como la figura trascendental de la primera mitad del siglo, y Francis Bacon y Fernando Botero como las figuras más destacadas de la segunda” (cuando le recordaban la opinión de esta celebre coleccionista, Botero se acariciaba los pelos de su “candado”, esa barbita que le daba un aire de mago teatral, y apuntaba magnánimo: “Bueno… habría que agregar a Matisse en la primera mitad”).

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El viento soplaba en contra: la pintura figurativa estaba pasada de moda. El expresionismo abstracto era el signo de la época. Hacía mucho tiempo que los pintores y la crítica habían decretado la muerte de la figura, al menos de la figura clásica, e insistir en ello era algo poco menos que cavernario.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Pero él insistió en trabajar con lo que podemos llamar deformaciones suaves de lo figurativo, y logró que una galería neoyorquina le colgara una exposición, la primera suya en ese país. Por desgracia, la muestra fue muy mal recibida, los pintores rechazaron de plano su propuesta y John Kannaday, el severo crítico de arte de The New York Times, calificó de “caricaturas” sus cuadros y le aconsejó al pintor que se volviera “para sus montañas de Colombia”. (Kannaday no estaba mal encaminado: si el Renacimiento hubiera tenido historietas habrían sido muy semejantes a los lienzos de Botero).

                                                                                                                                La gloria

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El pintor apuró ese trago amargo y siguió trabajando en la misma línea. En la exposición que hizo en el verano del 67 en los salones de la Interamerican Society sucedieron dos milagros: que pasara por allí Jean Aberbach y que al mirar la muestra algo hiciera clic en esa cosa compleja que es el cerebro de un galerista. Era el dueño de la Galería Aberbach, una de las más importantes de Nueva York, y un peso pesado del mundo del arte. Luego el hombre fue al estudio del pintor, miró y remiró emitiendo entre cuadro y cuadro unos gruñidos que hicieron que Botero se comiera tres uñas que estaba engordando para el invierno, pero al final Aberbach salió con una docena de cuadros bajo el brazo. Una cosa trajo la otra, y en 1970 Botero expuso en Marlborough, la galería de arte más grande y prestigiosa del mundo. Pisar la Marlborough es consagratorio. Es como cantar en la Scala de Milán o jugar en el Real Madrid. El que expone allí ya puede morir tranquilo.

                                                                                                                                Pero en lugar de morirse Botero resolvió volver a Europa. Aunque Nueva York fuera la capital del mundo moderno, un clásico como él tenía que triunfar en Europa. Vivió en Madrid y luego en París con la caleña Cecilia Zambrano, su segunda esposa, y con Pedrito, el hijo de ambos. Pintó mucho y lo vendió todo. Su situación económica era tranquila y además estaba agregándole una tercera dimensión a su mundo artístico: empezó a tomar, a sus 41 años, clases de escultura.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Pero los dioses, se sabe, odian la felicidad. Un día de 1974 Botero conducía entre Madrid y Sevilla. Había ido a España a pasar vacaciones. Lo acompañaban Pedrito, su hijo de cuatro años, y Lina, su hija. De pronto una tractomula sin frenos embistió el carro del pintor y lo arrumó contra otro vehículo. En su afán por liberarlos, el conductor de la tractomula dio reversa pero en la maniobra una lámina de la carrocería del auto de Botero decapitó a Pedrito. Tratando de evitarlo, el pintor perdió el índice de la mano derecha. Fue un golpe devastador. Cuando se recuperó, Botero volvió a los lienzos. Pintó a Pedrito muchas veces, obsesivamente. La tragedia también se llevó por delante su relación con Cecilia.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En 1995 Botero apuró otro trago amargo: su hijo Fernando Botero, ministro de Defensa del presidente Samper, resultó envuelto en el proceso 8.000 y fue condenado a 30 meses de prisión. El maestro no dio declaraciones públicas, pero sabemos que el asunto lo recontraemputó. ¡Su hijo y su apellido enlodados en un asunto de traquetos y políticos! Ignoro si logró perdonar a Fernando al cabo de los años o si murió con esa “piedra”, pero el caso no afectó el prestigio del pintor. Las más exclusivas salas del mundo querían montar una retrospectiva suya. Algunas lo consiguieron: el Museo de la Reina Sofía, en Madrid; el Kunsthalle, de Viena; el Forte Belvedere, de Florencia; el Centro Nacional de Exposiciones de Roma, el Museo de Tokio... Decenas de libros de mesa publicaron reproducciones de sus cuadros y se sucedieron los documentales que nos contaban su vida. Sus obras alcanzaron valores prohibitivos. Su nombre estaba en todas las publicaciones especializadas y su foto salía hasta en las revistas del corazón. El New York Post no nos dice el color del Rolls Royce en que llegó a una fiesta mientras pasaba unos días en su estudio de Nueva York, pero el France Soir nos informa que el otro Rolls, el que dormía al pie de su piso en París, es blanco. Literalmente, el mundo cayó e a sus pies. Fue algo sin precedentes, dicen, y llegan a afirmar que la historia del arte no registraba un fenómeno igual desde Rubens. Exageran, claro, pero es verdad que la escala del triunfo de Botero fue monumental, y no solo por el tamaño de sus esculturas y por los sagrados escenarios callejeros que colonizó.

                                                                                                                                Un príncipe generoso

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Como buen príncipe, sus regalos eran regios. Desde 1977 hasta su muerte el Banco de la República, el Museo de Antioquia y el Museo Nacional recibieron piezas de arte donadas por él. Y no son exactamente cañengos que no le cupieran en sus apartamentos del mundo. Son obras de maestros vivos, como Manolo Valdés y Miquel Barceló, o de monstruos muertos, como Monet, Degas, Manet, Bonnard, Picasso, Beckmann, Ernst, De Chirico, y decenas de óleos, dibujos y esculturas suyas. Cuando estaba eligiendo las obras que donaría al Banco de la República, su hija Lina notó que vacilaba frente a un pequeño grabado de Picasso. Ella sabía que él amaba ese cuadro y le dijo quédatelo. Botero, solo dijo: “Si no duele no es un buen regalo”.

                                                                                                                                Pero…

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Tengo que confesar que la obra de Botero me parece monótona, predecible. Se lo respeta, sí, y nos llena de orgullo que sea colombiano, pero esto ya es materia de bambuco, no de pintura. Bien mirado, Botero no es ni siquiera el mejor pintor colombiano. Mejores son el macabro y rebelde humor de Débora Arango, y Darío Morales, a pesar de su rancio y virtuoso realismo, el color y el trazo amplio y rudo de Alejandro Obregón, la fuerza expresiva de los cuerpos sin rostro de Luis Caballero, la geométrica sobriedad de Rayo y en especial Doris Salcedo, una suma conmovedora de política y poesía. Doris, principio y fin de todas las rosas. La obra de Botero es tan simple como sus declaraciones: “El eje de mi obra es la voluptuosidad”. “Quien desee triunfar en el arte debe irse del país para que pueda someterse a una escala de valores más elevada y más exigente, menos provincial”. “El arte moderno es deleznable”.

                                                                                                                                Epílogo

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Cuando se refieren a Botero, la mayoría de los críticos colombianos tartamudean, se ahondan en cóncavas zalemas y, finalmente, emiten unas interjecciones fervorosas. Otros, los calculistas, especulan: “Uno puede dudar del valor artístico de las obras de Botero, pero lo cierto es que estamos frente a un genio del marketing”. La frase cala. Paisa y marketing configuran una rima contante y sonante, un axioma de la economía criolla, pero es ingenuo pensar que un hombre tan rico como él hizo todo lo que hizo solo por dinero. No. Botero solo quería abrirse un puestico en la gloria, con Miguel Ángel a su diestra, Leonardo a la siniestra, y Bacon, Picasso, Moore y Dalí cargando la parihuela. Y lo logró.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Pero Botero, virtuoso en la técnica y discreto en la creación, se equivocó en la puesta en escena. Estos aparatosos montajes hicieron que su obra apareciera, en perspectiva, empequeñecida. Su obra habría podido apreciarse mejor sin tanto estruendo. Así veríamos en sus telas una suerte de tardíos cómics renacentistas, esmerados y traviesos. En sus volúmenes, el trabajo de un artesano aplicado. Me da pena hacer de aguafiestas, pero debo decir que su éxito me parece desproporcionado si lo comparo con la calidad de su obra; que todo su trabajo, y en especial sus esculturas, me producen una sensación que oscila entre el tedio y la depresión. ¿Qué hay de extraordinario, aparte del tamaño monumental y del virtuosismo metalúrgico, en esas redondeces monótonas, carentes de humor y de sorpresa, que bostezan en los más famosos espacios públicos del mundo? Si algún lector lo sabe, le ruego me ilustre sobre esta patriótica cuestión. Repasando los cuadros de Botero, noto que sus figuras no proyectan sombra. Puede ser un signo premonitorio: hasta el momento, su obra no ha dejado escuela. ¿Por qué será que todos lo admiran pero nadie lo quiere imitar?

                                                                                                                                * Julio César Londoño es novelista, cuentista, ensayista y columnista de El Espectador.

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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