Los legados de Beatriz González
Con motivo de su cumpleaños 90, que se celebra hoy, hablamos con la artista colombiana, su familia y sus pupilos sobre su trayectoria y aquello que la ha marcado para hacer este perfil.
Daniela Cristancho
Andrea Jaramillo Caro
Beatriz González se pasea por la Galería Casas Riegner tomada del brazo de su hijo, Daniel Ripoll. Con una copa de vino tinto en la mano, deambula por la sala que contiene su más reciente trabajo. Entre amarillos, cafés, azules y su verde manzana característico, que recubre una habitación entera, la artista santandereana plasmó su visión en la muestra titulada Contrafiguras. Sus amigos se acercan, la felicitan. Ripoll sonríe, ella asiente y da las gracias. Sentadas en medio de una de las salas, nos cuenta que aquellas figuras que protagonizan las obras son opuestas al concepto tradicional que se tiene de la palabra, “son siluetas, pero tampoco lo son porque se desvanecen. Tienen toda la actitud mía que es, realmente, no pintar como se pinta en la academia. Es antiacadémico, por un lado y, por otro, las figuras, en sí, no son tranquilas, son tristes y recuerdan acontecimientos bastante dolorosos. Yo no podía hacer unas figuras normales, tenían que ser en contra de las figuras”, asegura. Su pelo gris, peinado a la perfección, le llega a los hombros. Cuando habla, sus manos la siguen, haciendo énfasis en su punto. “Es una actitud de rebeldía”, dice mirando a los ojos.
La colección de historias y memorias de una mujer con una vida como la de Beatriz González no es menor y podría compararse con el archivo de recortes periodísticos con el que nutre su obra. Las piezas exhibidas en Contrafiguras están inspiradas en imágenes que ella recortó de los periódicos samarios que la acompañaron en el período que pasó en la ciudad de Santa Marta, como parte de su rutina diaria. “Yo busco algo en las fotos, no las guardo todas porque no soy archivista. Yo corto rápido, no muy elegantemente, y luego traigo los dibujos que he hecho. Generalmente, son fotos dramáticas, no se los voy a negar”.
Por la puerta de la galería entra un hombre con boina gris y chaqueta naranja. Detrás de él viene una joven de tez morena vestida con un saco rojo que cuida el paso del hombre mayor frente a ella. Con una sonrisa se paran junto a González, que para Urbano y Valentina Ripoll hace las veces de esposa y abuela. Más allá de ser una artista mundialmente reconocida, Beatriz González es también madre, abuela, esposa y maestra, o como la define su hijo: “ella es una artista, historiadora, curadora, mamá”.
Como dijo Juan Gustavo Cobo Borda: “He aquí el mérito innegable de Beatriz González. Ser fiel a la actualidad, rechazándola de plano. Pintarla, escarnecerla, rehacerla para que muriendo subsista, únicamente, como obra de arte”.
***
Beatriz González extiende su brazo hacia Urbano Ripoll en la inauguración de Contrafiguras. De acuerdo con su hijo, el arquitecto y la artista se balancean el uno al otro. Ella es la parte fuerte y él la tranquila. “Funcionan perfectamente. Él levanta la ceja izquierda en una comida y ella sabe que en cinco minutos tienen que salir de ahí y punto. Y viceversa”.
Su historia comenzó en el campus de la Universidad de los Andes, cuando ella estudiaba Bellas Artes. Urbano Ripoll dictaba algunas clases de geometría para el grupo en el que ella estaba. “Ella ya le había echado el ojo”, reveló Antonio Ripoll, su nieto menor. Su abuela le contó que una amiga de la universidad fue la que la condujo a que se fijara en el arquitecto: “¿Ves a ese que va caminando por ahí? Se llama Urbano Ripoll y es perfecto para ti”.
En la larga lista de experiencias que implican cincuenta y ocho años de relación, Daniel Ripoll destacó el inicio de la carrera artística de su madre: “al principio ella no vendía nada. Esas mesas que ahora se venden por cientos de millones, ella las regalaba porque no se las compraban. Pero a ella le gustaban y mi papá le daba gusto, entonces él la ayudaba y le conseguía lugares para que pudiera trabajar. Papá ha tenido mucho que ver en el desarrollo profesional de ella, en ese arranque desde cero. El mecenas de Beatriz González se llama Urbano Ripoll”.
Por verla feliz, por darle gusto, por amor, él buscó apoyarla en todo lo que pudiera. Él no solo le conseguía los espacios, a veces los creaba. A finales de los 70, ella pintó unos telones de gran formato en una bodega que él construyó, como parte de otro proyecto. Cuando Urbano Ripoll estuvo involucrado en la construcción de las Torres del Parque, “dejó un espacio para ella, al fondo de la Torre B, en el sótano, para que fuera su estudio. Ahí ella pintó telones, cuadros y muchas otras cosas. Él toda la vida ha estado en función de ella”.
Ambos disfrutan de la música clásica como algo más que un gusto tradicional. Conocen los nombres de las melodías que suenan en el estudio o en los viajes por carretera. Mientras que el favorito de Ripoll padre es Johann Sebastian Bach, la canción predilecta de Beatriz González fue compuesta por Franz Schubert y se titula El viaje de invierno.
Schubert dejó la letra de esta canción en alemán y, al ser la favorita de ella, su esposo la tradujo al español. Las traducciones no se limitan a ese idioma, pues él habla cinco. Al igual que con la música, pasa con la literatura. Lejos de lo laboral, él le suele leer libros de arte y “otras lecturas muy intelectuales”. “Hace un tiempo él estaba leyendo un libro en francés y a ella se lo leía en voz alta en español”, contó Valentina, su nieta mayor.
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***
Al entrar a Fragmentos, el contra monumento construido por Doris Salcedo después de la firma del Acuerdo Final, se siente una energía diferente. Los pies sobre las armas derretidas, hechas suelo. El viento bogotano que se encajona entre las paredes de cristal. El silencio que sólo quiebra la voz de la guía del museo. Las impresiones que acompañan a quienes visitan el espacio se acentúan cuando ingresan a la segunda sala. Cuatro paredes recubiertas por un papel de colgadura inusual: imágenes de cargueros llevando muertos. Seis serigrafías que se repiten cientos de veces. A posteriori le llamó a esta obra su autora, Beatriz González.
Fragmentos interactúa con el trabajo que en él se muestra. La mirada de quien lo recorre se dirige hacia abajo para analizar el suelo, ese suelo tallado a golpes, hecho de lo que fueron armas de guerra, ese suelo que ahora conversa con las paredes, esas paredes que muestran no solo cargueros, sino siluetas de fosas comunes y cuerpos sin vida echados a su propia suerte. Por medio de sus obras, también dialogan las dos artistas, la alumna y su maestra: Doris Salcedo y Beatriz González.
Se encontraron por primera vez cuando González trabajaba como guía en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO). “Beatriz le solicitó a un grupo de estudiantes de arte presentar un examen para una escuela de guías que ella tenía, yo me presenté y fue así como la conocí”, contó Salcedo. Fueron cinco años de clases centradas en la historia del arte del siglo XX. Con el tiempo, continuaron trabajando juntas en el Banco de la República y después se mantuvieron en contacto. Hace unos meses se dieron cita en Fragmentos, donde sus versiones artísticas sobre la guerra convergen. Desde que construyó el espacio, Salcedo soñó con tener en él Auras Anónimas, la obra que González había presentado en el Cementerio Central, una intervención a 8957 nichos con la figura de dos hombres cargando un cadáver. “Me parecía extraordinario construir una heterotopía entre el cementerio, que antes se llamaba el cementerio de los pobres, y Fragmentos, que está hecho con las armas que también los pobres manejaban. A mí me parecía que esa heterotopía podía explotar un sentido con respecto a la guerra, al dolor y al duelo”.
La escultora destacó de la pintora su rigurosidad intelectual, que califica como un oasis, y su mirada sobre la realidad colombiana como dos elementos claves en el desarrollo de su propia obra. “Eso fue muy revelador cuando yo era un artista joven. Era una época muy especial en términos de arte y Beatriz se perfilaba como un artista que había decidido quedarse en Colombia en un momento en el que estaba el mito de que, para triunfar, había que ir a Nueva York o a París. Beatriz se enfocó en Colombia. Desde ese momento, decidió que esa era la historia que quería narrar y eso es muy bello: nos mostró que los pueblos que no teníamos Historia con mayúscula, sí podíamos tener una perspectiva y sí podíamos contar nuestra historia nosotros mismos”, aseguró.
Dos semestres debajo de Doris Salcedo, estaba Daniel Castro, quien también hizo parte de esos seminarios que tenían lugar los viernes alrededor de una mesa redonda en el MAMBO. “Lo que Beatriz tenía muy claro era transmitir una sensibilidad para que nosotros, así mismo, acercáramos al público a las manifestaciones artísticas”. Leían, hacían relatorías, y en cada actividad estaba impreso el rigor de la maestra. “Beatriz nos enseñó a enseñar a ver y yo nunca me he desprendido de eso. Ese fue su legado”, contó Castro. El paso de González por su vida cambió su rumbo.
“Tengo que aceptar que renuncié a mi carrera plástica porque Beatriz me abrió el mundo de los museos. Ella hoy me dice que dejé la pintura cuando tenía todo el talento y la capacidad, y yo le digo que fue también por su culpa”, afirmó mientras se reía ante la paradoja. En él quedó el sello de Beatriz González, esa manera de entender el arte a partir de un equilibrio entre sensibilidad y racionalidad.
***
“Yo siento que nosotros somos como los nietos intelectuales de Marta Traba”, agregó Castro. Marta Traba, la crítica de arte argentino-colombiana que “encontró en ella el talento y la disciplina para dar solidez a su profunda curiosidad crítica”, como escribieron los curadores Alberto Sierra y Julián Posada.
Así narró Traba los inicios de González, en 1974: “En el XVII salón de artistas colombianos, celebrado en 1966, una joven artista de provincia que acababa de terminar sus estudios de maestra en artes, presentó una obra a la cual se le concedió el premio especial del salón. La obra se llamaba Los suicidas del Sisga y determinaría nuestro modo de ver en el arte colombiano. Marcaba, además, el comienzo de una extraordinaria carrera artística, cuya originalidad más relevante sería la de expresar la idiosincrasia de una sociedad con agudeza, inteligencia y chispa inventiva”.
A su formación también contribuyó el pintor Juan Antonio Roda, quien fue su profesor en la Universidad de los Andes. Fue él quien la llevó a hacer reinterpretaciones de obras de arte, que más adelante la llevaron a hacer lo propio con las fotografías de la sección de crónica roja de los periódicos.
Fue también en esa universidad donde entabló una amistad entrañable con Luis Caballero, pintor e hijo del escritor Eduardo Caballero Calderón. “No recuerdo cuándo se incorporó Luis a nuestro grupo y por qué apareció en las clases de historia del arte con Marta Traba y en nuestras conversaciones, eternas, sobre pintura, con Roda. Tampoco recuerdo cómo nos hicimos amigos. Dos años después, Luis dejó la universidad porque a su padre lo nombraron para un cargo en la Unesco”, contó González en la introducción del libro ¡Pobre de mí, no soy sino un triste pintor!, que contiene 28 cartas que él le escribió desde París. En los textos, escritos algunos con pluma y otros con máquina de escribir, se hace explícito un amor compartido: el del arte y el oficio de pintar. “Voy a confesarle una cosa con la condición de que no se lo cuente nunca a don Antonio (me mataría) ni a Marta Traba (pensaría que es por lamboniarle). NO ME GUSTÓ EL GRECO. Tiene, eso sí, unos cinco cuadros maravillosos”, le confesó con complicidad Caballero a González en una carta de 1963.
Junto a él, en 1971, fueron a ofrecer sus servicios a Gloria Zea, directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá. “Ella agradeció la oferta y contestó ‘Luis, tú expones y Beatriz hace las visitas guiadas’. Luis, apenado conmigo, explicó: ‘¡Si Beatriz no expone, yo me niego a exponer!’. La exposición tuvo lugar en 1973″, contó González, que se convirtió en asistente para las exposiciones, permeada por aquellos nombres que hoy son tan conocidos en la historia cultural del país.
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El hogar de Daniel Ripoll podría ser una galería de Beatriz González. De los muros cuelgan diferentes pinturas en una colección privada, cuyos colores se funden con los libros. El espacio denota los valores con los que fue educado. Para él, crecer junto a su padre arquitecto y su madre artista fue “una aventura muy rica porque tuve toda la libertad para ser, experimentar, aprender, estudiar más o menos lo que se me diera la gana. Crecer fue disfrutar el conocimiento”.
Más allá de la libertad con la que el matrimonio Ripoll González crió a su hijo, la curiosidad y la avidez por el conocimiento son algo que ha pasado de generación en generación. Daniel cuenta que en sus vacaciones escolares la pregunta de sus padres no era “¿qué vas a hacer?”, sino “¿cuántos libros vas a leer?”. La biblioteca de Beatriz González y Urbano Ripoll solía tener entre 7.000 y 8.000 libros, muchos de los cuales decidieron donar al Banco de la República, pues ella “quiere devolver algo a Bucaramanga”.
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Pero los libros no fueron el único pilar de conocimiento que ella, como artista, inculcó en su familia. Tanto sus nietos, Antonio y Valentina, como su hijo tienen claro que salir de viaje con ella es sinónimo de adentrarse en las profundidades de más de un museo. “En 2017 fuimos a París y mi mamá se tomó la molestia de ubicar lo que ella consideraba eran los mejores 20 cuadros del Louvre. Nos llevó y empezamos a caminar. Estábamos en la Coronación de Napoleón, ella estaba explicando el cuadro, haciendo una visita guiada para nosotros, y, de pronto, aparecieron más y más personas que se fueron acercando. Nos preguntaron si podían seguir con nosotros y mi mamá les dijo: ‘Esto es una visita privada, pueden seguir, pero si no hay problema, o sea, no vamos en ningún orden, vamos en el orden que a mí me parece’. Muy Beatriz González”, recordó.
No todos los cuadros que hay en el hogar de Daniel están colgados en las paredes, o al menos, no en las de la sala. De las entrañas del apartamento nos traen un cuadro: Túmulo funerario para soldados bachilleres, en el que figura un niño Jesús de Praga camuflado. “Curiosamente, tenemos posiciones ideológicas totalmente opuestas”, contó su hijo. “Yo estuve un tiempo prestando servicio militar, entonces tuve una experiencia que ella no. Cuando yo estaba en el Ejército se hizo el entrenamiento en Nilo, estoy hablando del año 85, y murieron dos soldados bachilleres. Mi mamá llegó allá y me preguntó qué había pasado, y quedó tan impresionada que hizo el cuadro”.
Su descendencia no siguió sus pasos en el arte, pero el amor por este sí quedó inculcado en ellos. Valentina recordó que en vacaciones a veces la llevaba a su estudio, ubicado en el edificio de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, que tiene una vista directa a las Torres del Parque. “Me daba un lienzo para que yo pintara. Ella estaba en lo suyo y yo en lo mío, pero me tenía ahí pintando y me prestaba sus colores, sus pinturas... Me decía ‘pinta lo que quieras’”. Un día le tomó la palabra y comenzó a jugar con los marcadores en la casa de la abuela. “Ella tenía un tablero de Santiago Cárdenas encima del escritorio donde yo me sentaba. Estaba convencida de que era un tablero normal y pinté con los marcadores sobre esa obra. Ella tranquilamente me dijo: ‘Ay, eso no era para pintar,’ y lo mandó a arreglar”.
Aunque la literatura y el arte son grandes actores en su vida, la pasión por la naturaleza y las flores fue la que creó un vínculo especial con su nieto, quien estudia biología y microbiología. “Nosotros no nos unimos por el arte, ni tampoco cuando yo era pequeño. Fue hacia mis trece años que nos acercamos, porque empecé a estudiar biología y me empezaron a gustar las matas, y a ella le gustan mucho las orquídeas. Entonces comenzamos a tener conversaciones de botánica. Cuando cumplí 18 me regaló los libros que ella tenía de las láminas de Mutis y ha sido muy divertido”, contó Antonio.
La huella que ha dejado en los miembros de su familia es indeleble, aunque de maneras diferentes. Para Daniel ha sido fundamental aprender de ella “que los principios no se negocian”. El menor de sus nietos considera que ella le ha enseñado a siempre poner a la familia por delante de todo: “se puede estar cayendo el mundo, pero si un familiar necesita algo, eso pasa a primer plano”. Valentina, por su parte, ha tomado de ella su gran amor por los animales.
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De martes a viernes, entre las nueve de la mañana y las 12 del día, la pintora nonagenaria levanta sus pinceles y los llena de colores para dedicarse al oficio que ha realizado durante 70 años. Día tras día cumple con su rutina semanal como un ritual sagrado. “A las 12:30 dice ‘Bueno, ya acabé, nos vamos’. Todos tenemos clarísimo que cuando ella dice eso tenemos que soltar lo que estamos haciendo, que nos fuimos”, comentó su hijo.
Así como el arte tiene un horario específico, todo en su vida también, “hasta los almuerzos”. Valentina afirmó que su abuela planea las comidas de la semana cada lunes y sigue su plan. Incluso en “El campo”, como se refiere a la finca en Tominé donde pasa sus fines de semana, tiene un horario para darle de comer a sus perros, desayunar, almorzar y hacer una caminata. Para Daniel es un tema “bien simpático que una persona que hace cosas tan impresionantes y abrumadoras tenga esa disciplina. Es mucho orden para una persona que no debería tenerlo”. Él atribuye esa mentalidad estricta, esa practicidad y ese buen uso del tiempo de su madre a sus orígenes santandereanos.
El lugar donde nació González determina varios de sus rasgos de personalidad y el trato con las personas a su alrededor. Su hijo cuenta que entre ellos es raro hablarse de “tú a tú” y que se sorprendió cuando su madre le regaló en su cumpleaños más reciente un cuadro hecho para él, con una inscripción que reza: “De su mamá agradecida, Beatriz”. Para él, este gesto venía cargado de sentimientos que en una mujer como ella no era común encontrar.
Aunque nunca ha considerado regresar de forma definitiva a Bucaramanga, “porque no es una opción válida, para ella ese es su punto de partida”. Esos 450 kilómetros que la separan de su familia no evitan que siga regresando a su tierra natal a visitar a sus hermanos. Él recuerda que solían visitar a sus abuelos en una “casa grande con un patio gigantesco. Todos los domingos había un almuerzo familiar y una misa enorme. La casa tenía limones, mangos, mameys, hasta un corral para pollos”.
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La repetición, la repetición, la repetición. Tras 70 años de carrera artística, Beatriz González sigue dando fe de la importancia que otorga la repetición. Así lo hizo en 1965 con las tres versiones de Los suicidas del Sisga, inspirada en los amantes que, para escapar del pecado y la impureza humana, se lanzaron al vacío. “Aquí se retoma la intención que tiene mi obra, que es la repetición; hay que insistir mucho en Colombia, en ciertas frases, en ciertos pensamientos, es una insistencia en la situación del país, es una insistencia en que la tragedia no se repita más”, afirmó con respecto a Bruma, su exhibición actual en Fragmentos. La repetición que impide que las imágenes de la guerra no se pierdan en la inmediatez de los medios, que sean desechadas a la par con el periódico en el que aparecen.
En Contrafiguras la reiteración continúa en forma de un tocador. Es un guiño a los inicios de su trabajo con muebles. “Fue muy duro para mí volver a hacer un mueble, porque yo hice muchos, como 40. El primero fue en 1970 para un Salón nacional. Hice una mesa, La última mesa, se llama, que hoy en día está en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), pero era como una burla. Compramos con mi marido una cama de metal porque nos pareció muy chistosa y entonces llegamos al estudio y la recosté en la pared. Yo había pintado el señor de Monserrate. Creo que tuve una epifanía, cogí el cuadro, lo puse sobre la cama y vi que eran del mismo tamaño: uno con 20″, dijo. “Y quedó una cama chiquita, fue una cosa fortuita. Yo digo que es como un objet trouvé intervenido. Ese episodio me marcó y empecé a hacer muebles. Es toda una aventura de mi vida”.
Nos cuenta de la bienal de Sao Paulo, nos habla de cunas, camas, mesas, de cuando se aburrió de hacer muebles y empezó a hacer telones, y de cómo se le ocurrió intervenir el espejo del tocador. “Ustedes son muy jóvenes y no han llorado, pero hay muchas mujeres que lloran y se miran al espejo para secarse la cara. Entonces con eso saqué a la mujer llorando en Mocoa, después del desastre de 2017. Las mujeres llorando son un tema de mi obra actual, pero me preocupaba volver a los muebles. Yo decía: ‘Qué va a decir la gente, que yo otra vez haciendo muebles’”.
Beatriz González deja escapar una risa airosa antes de afirmar que no sabe cuándo una obra está terminada. “Yo tengo una frase: las obras se acaban solas”. Muchas veces cambia la dirección de los cuadros para saber si algo le hace falta a una obra, pero, en sí, “es un misterio”.
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Beatriz González se pasea por la Galería Casas Riegner tomada del brazo de su hijo, Daniel Ripoll. Con una copa de vino tinto en la mano, deambula por la sala que contiene su más reciente trabajo. Entre amarillos, cafés, azules y su verde manzana característico, que recubre una habitación entera, la artista santandereana plasmó su visión en la muestra titulada Contrafiguras. Sus amigos se acercan, la felicitan. Ripoll sonríe, ella asiente y da las gracias. Sentadas en medio de una de las salas, nos cuenta que aquellas figuras que protagonizan las obras son opuestas al concepto tradicional que se tiene de la palabra, “son siluetas, pero tampoco lo son porque se desvanecen. Tienen toda la actitud mía que es, realmente, no pintar como se pinta en la academia. Es antiacadémico, por un lado y, por otro, las figuras, en sí, no son tranquilas, son tristes y recuerdan acontecimientos bastante dolorosos. Yo no podía hacer unas figuras normales, tenían que ser en contra de las figuras”, asegura. Su pelo gris, peinado a la perfección, le llega a los hombros. Cuando habla, sus manos la siguen, haciendo énfasis en su punto. “Es una actitud de rebeldía”, dice mirando a los ojos.
La colección de historias y memorias de una mujer con una vida como la de Beatriz González no es menor y podría compararse con el archivo de recortes periodísticos con el que nutre su obra. Las piezas exhibidas en Contrafiguras están inspiradas en imágenes que ella recortó de los periódicos samarios que la acompañaron en el período que pasó en la ciudad de Santa Marta, como parte de su rutina diaria. “Yo busco algo en las fotos, no las guardo todas porque no soy archivista. Yo corto rápido, no muy elegantemente, y luego traigo los dibujos que he hecho. Generalmente, son fotos dramáticas, no se los voy a negar”.
Por la puerta de la galería entra un hombre con boina gris y chaqueta naranja. Detrás de él viene una joven de tez morena vestida con un saco rojo que cuida el paso del hombre mayor frente a ella. Con una sonrisa se paran junto a González, que para Urbano y Valentina Ripoll hace las veces de esposa y abuela. Más allá de ser una artista mundialmente reconocida, Beatriz González es también madre, abuela, esposa y maestra, o como la define su hijo: “ella es una artista, historiadora, curadora, mamá”.
Como dijo Juan Gustavo Cobo Borda: “He aquí el mérito innegable de Beatriz González. Ser fiel a la actualidad, rechazándola de plano. Pintarla, escarnecerla, rehacerla para que muriendo subsista, únicamente, como obra de arte”.
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Beatriz González extiende su brazo hacia Urbano Ripoll en la inauguración de Contrafiguras. De acuerdo con su hijo, el arquitecto y la artista se balancean el uno al otro. Ella es la parte fuerte y él la tranquila. “Funcionan perfectamente. Él levanta la ceja izquierda en una comida y ella sabe que en cinco minutos tienen que salir de ahí y punto. Y viceversa”.
Su historia comenzó en el campus de la Universidad de los Andes, cuando ella estudiaba Bellas Artes. Urbano Ripoll dictaba algunas clases de geometría para el grupo en el que ella estaba. “Ella ya le había echado el ojo”, reveló Antonio Ripoll, su nieto menor. Su abuela le contó que una amiga de la universidad fue la que la condujo a que se fijara en el arquitecto: “¿Ves a ese que va caminando por ahí? Se llama Urbano Ripoll y es perfecto para ti”.
En la larga lista de experiencias que implican cincuenta y ocho años de relación, Daniel Ripoll destacó el inicio de la carrera artística de su madre: “al principio ella no vendía nada. Esas mesas que ahora se venden por cientos de millones, ella las regalaba porque no se las compraban. Pero a ella le gustaban y mi papá le daba gusto, entonces él la ayudaba y le conseguía lugares para que pudiera trabajar. Papá ha tenido mucho que ver en el desarrollo profesional de ella, en ese arranque desde cero. El mecenas de Beatriz González se llama Urbano Ripoll”.
Por verla feliz, por darle gusto, por amor, él buscó apoyarla en todo lo que pudiera. Él no solo le conseguía los espacios, a veces los creaba. A finales de los 70, ella pintó unos telones de gran formato en una bodega que él construyó, como parte de otro proyecto. Cuando Urbano Ripoll estuvo involucrado en la construcción de las Torres del Parque, “dejó un espacio para ella, al fondo de la Torre B, en el sótano, para que fuera su estudio. Ahí ella pintó telones, cuadros y muchas otras cosas. Él toda la vida ha estado en función de ella”.
Ambos disfrutan de la música clásica como algo más que un gusto tradicional. Conocen los nombres de las melodías que suenan en el estudio o en los viajes por carretera. Mientras que el favorito de Ripoll padre es Johann Sebastian Bach, la canción predilecta de Beatriz González fue compuesta por Franz Schubert y se titula El viaje de invierno.
Schubert dejó la letra de esta canción en alemán y, al ser la favorita de ella, su esposo la tradujo al español. Las traducciones no se limitan a ese idioma, pues él habla cinco. Al igual que con la música, pasa con la literatura. Lejos de lo laboral, él le suele leer libros de arte y “otras lecturas muy intelectuales”. “Hace un tiempo él estaba leyendo un libro en francés y a ella se lo leía en voz alta en español”, contó Valentina, su nieta mayor.
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Al entrar a Fragmentos, el contra monumento construido por Doris Salcedo después de la firma del Acuerdo Final, se siente una energía diferente. Los pies sobre las armas derretidas, hechas suelo. El viento bogotano que se encajona entre las paredes de cristal. El silencio que sólo quiebra la voz de la guía del museo. Las impresiones que acompañan a quienes visitan el espacio se acentúan cuando ingresan a la segunda sala. Cuatro paredes recubiertas por un papel de colgadura inusual: imágenes de cargueros llevando muertos. Seis serigrafías que se repiten cientos de veces. A posteriori le llamó a esta obra su autora, Beatriz González.
Fragmentos interactúa con el trabajo que en él se muestra. La mirada de quien lo recorre se dirige hacia abajo para analizar el suelo, ese suelo tallado a golpes, hecho de lo que fueron armas de guerra, ese suelo que ahora conversa con las paredes, esas paredes que muestran no solo cargueros, sino siluetas de fosas comunes y cuerpos sin vida echados a su propia suerte. Por medio de sus obras, también dialogan las dos artistas, la alumna y su maestra: Doris Salcedo y Beatriz González.
Se encontraron por primera vez cuando González trabajaba como guía en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO). “Beatriz le solicitó a un grupo de estudiantes de arte presentar un examen para una escuela de guías que ella tenía, yo me presenté y fue así como la conocí”, contó Salcedo. Fueron cinco años de clases centradas en la historia del arte del siglo XX. Con el tiempo, continuaron trabajando juntas en el Banco de la República y después se mantuvieron en contacto. Hace unos meses se dieron cita en Fragmentos, donde sus versiones artísticas sobre la guerra convergen. Desde que construyó el espacio, Salcedo soñó con tener en él Auras Anónimas, la obra que González había presentado en el Cementerio Central, una intervención a 8957 nichos con la figura de dos hombres cargando un cadáver. “Me parecía extraordinario construir una heterotopía entre el cementerio, que antes se llamaba el cementerio de los pobres, y Fragmentos, que está hecho con las armas que también los pobres manejaban. A mí me parecía que esa heterotopía podía explotar un sentido con respecto a la guerra, al dolor y al duelo”.
La escultora destacó de la pintora su rigurosidad intelectual, que califica como un oasis, y su mirada sobre la realidad colombiana como dos elementos claves en el desarrollo de su propia obra. “Eso fue muy revelador cuando yo era un artista joven. Era una época muy especial en términos de arte y Beatriz se perfilaba como un artista que había decidido quedarse en Colombia en un momento en el que estaba el mito de que, para triunfar, había que ir a Nueva York o a París. Beatriz se enfocó en Colombia. Desde ese momento, decidió que esa era la historia que quería narrar y eso es muy bello: nos mostró que los pueblos que no teníamos Historia con mayúscula, sí podíamos tener una perspectiva y sí podíamos contar nuestra historia nosotros mismos”, aseguró.
Dos semestres debajo de Doris Salcedo, estaba Daniel Castro, quien también hizo parte de esos seminarios que tenían lugar los viernes alrededor de una mesa redonda en el MAMBO. “Lo que Beatriz tenía muy claro era transmitir una sensibilidad para que nosotros, así mismo, acercáramos al público a las manifestaciones artísticas”. Leían, hacían relatorías, y en cada actividad estaba impreso el rigor de la maestra. “Beatriz nos enseñó a enseñar a ver y yo nunca me he desprendido de eso. Ese fue su legado”, contó Castro. El paso de González por su vida cambió su rumbo.
“Tengo que aceptar que renuncié a mi carrera plástica porque Beatriz me abrió el mundo de los museos. Ella hoy me dice que dejé la pintura cuando tenía todo el talento y la capacidad, y yo le digo que fue también por su culpa”, afirmó mientras se reía ante la paradoja. En él quedó el sello de Beatriz González, esa manera de entender el arte a partir de un equilibrio entre sensibilidad y racionalidad.
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“Yo siento que nosotros somos como los nietos intelectuales de Marta Traba”, agregó Castro. Marta Traba, la crítica de arte argentino-colombiana que “encontró en ella el talento y la disciplina para dar solidez a su profunda curiosidad crítica”, como escribieron los curadores Alberto Sierra y Julián Posada.
Así narró Traba los inicios de González, en 1974: “En el XVII salón de artistas colombianos, celebrado en 1966, una joven artista de provincia que acababa de terminar sus estudios de maestra en artes, presentó una obra a la cual se le concedió el premio especial del salón. La obra se llamaba Los suicidas del Sisga y determinaría nuestro modo de ver en el arte colombiano. Marcaba, además, el comienzo de una extraordinaria carrera artística, cuya originalidad más relevante sería la de expresar la idiosincrasia de una sociedad con agudeza, inteligencia y chispa inventiva”.
A su formación también contribuyó el pintor Juan Antonio Roda, quien fue su profesor en la Universidad de los Andes. Fue él quien la llevó a hacer reinterpretaciones de obras de arte, que más adelante la llevaron a hacer lo propio con las fotografías de la sección de crónica roja de los periódicos.
Fue también en esa universidad donde entabló una amistad entrañable con Luis Caballero, pintor e hijo del escritor Eduardo Caballero Calderón. “No recuerdo cuándo se incorporó Luis a nuestro grupo y por qué apareció en las clases de historia del arte con Marta Traba y en nuestras conversaciones, eternas, sobre pintura, con Roda. Tampoco recuerdo cómo nos hicimos amigos. Dos años después, Luis dejó la universidad porque a su padre lo nombraron para un cargo en la Unesco”, contó González en la introducción del libro ¡Pobre de mí, no soy sino un triste pintor!, que contiene 28 cartas que él le escribió desde París. En los textos, escritos algunos con pluma y otros con máquina de escribir, se hace explícito un amor compartido: el del arte y el oficio de pintar. “Voy a confesarle una cosa con la condición de que no se lo cuente nunca a don Antonio (me mataría) ni a Marta Traba (pensaría que es por lamboniarle). NO ME GUSTÓ EL GRECO. Tiene, eso sí, unos cinco cuadros maravillosos”, le confesó con complicidad Caballero a González en una carta de 1963.
Junto a él, en 1971, fueron a ofrecer sus servicios a Gloria Zea, directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá. “Ella agradeció la oferta y contestó ‘Luis, tú expones y Beatriz hace las visitas guiadas’. Luis, apenado conmigo, explicó: ‘¡Si Beatriz no expone, yo me niego a exponer!’. La exposición tuvo lugar en 1973″, contó González, que se convirtió en asistente para las exposiciones, permeada por aquellos nombres que hoy son tan conocidos en la historia cultural del país.
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El hogar de Daniel Ripoll podría ser una galería de Beatriz González. De los muros cuelgan diferentes pinturas en una colección privada, cuyos colores se funden con los libros. El espacio denota los valores con los que fue educado. Para él, crecer junto a su padre arquitecto y su madre artista fue “una aventura muy rica porque tuve toda la libertad para ser, experimentar, aprender, estudiar más o menos lo que se me diera la gana. Crecer fue disfrutar el conocimiento”.
Más allá de la libertad con la que el matrimonio Ripoll González crió a su hijo, la curiosidad y la avidez por el conocimiento son algo que ha pasado de generación en generación. Daniel cuenta que en sus vacaciones escolares la pregunta de sus padres no era “¿qué vas a hacer?”, sino “¿cuántos libros vas a leer?”. La biblioteca de Beatriz González y Urbano Ripoll solía tener entre 7.000 y 8.000 libros, muchos de los cuales decidieron donar al Banco de la República, pues ella “quiere devolver algo a Bucaramanga”.
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Pero los libros no fueron el único pilar de conocimiento que ella, como artista, inculcó en su familia. Tanto sus nietos, Antonio y Valentina, como su hijo tienen claro que salir de viaje con ella es sinónimo de adentrarse en las profundidades de más de un museo. “En 2017 fuimos a París y mi mamá se tomó la molestia de ubicar lo que ella consideraba eran los mejores 20 cuadros del Louvre. Nos llevó y empezamos a caminar. Estábamos en la Coronación de Napoleón, ella estaba explicando el cuadro, haciendo una visita guiada para nosotros, y, de pronto, aparecieron más y más personas que se fueron acercando. Nos preguntaron si podían seguir con nosotros y mi mamá les dijo: ‘Esto es una visita privada, pueden seguir, pero si no hay problema, o sea, no vamos en ningún orden, vamos en el orden que a mí me parece’. Muy Beatriz González”, recordó.
No todos los cuadros que hay en el hogar de Daniel están colgados en las paredes, o al menos, no en las de la sala. De las entrañas del apartamento nos traen un cuadro: Túmulo funerario para soldados bachilleres, en el que figura un niño Jesús de Praga camuflado. “Curiosamente, tenemos posiciones ideológicas totalmente opuestas”, contó su hijo. “Yo estuve un tiempo prestando servicio militar, entonces tuve una experiencia que ella no. Cuando yo estaba en el Ejército se hizo el entrenamiento en Nilo, estoy hablando del año 85, y murieron dos soldados bachilleres. Mi mamá llegó allá y me preguntó qué había pasado, y quedó tan impresionada que hizo el cuadro”.
Su descendencia no siguió sus pasos en el arte, pero el amor por este sí quedó inculcado en ellos. Valentina recordó que en vacaciones a veces la llevaba a su estudio, ubicado en el edificio de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, que tiene una vista directa a las Torres del Parque. “Me daba un lienzo para que yo pintara. Ella estaba en lo suyo y yo en lo mío, pero me tenía ahí pintando y me prestaba sus colores, sus pinturas... Me decía ‘pinta lo que quieras’”. Un día le tomó la palabra y comenzó a jugar con los marcadores en la casa de la abuela. “Ella tenía un tablero de Santiago Cárdenas encima del escritorio donde yo me sentaba. Estaba convencida de que era un tablero normal y pinté con los marcadores sobre esa obra. Ella tranquilamente me dijo: ‘Ay, eso no era para pintar,’ y lo mandó a arreglar”.
Aunque la literatura y el arte son grandes actores en su vida, la pasión por la naturaleza y las flores fue la que creó un vínculo especial con su nieto, quien estudia biología y microbiología. “Nosotros no nos unimos por el arte, ni tampoco cuando yo era pequeño. Fue hacia mis trece años que nos acercamos, porque empecé a estudiar biología y me empezaron a gustar las matas, y a ella le gustan mucho las orquídeas. Entonces comenzamos a tener conversaciones de botánica. Cuando cumplí 18 me regaló los libros que ella tenía de las láminas de Mutis y ha sido muy divertido”, contó Antonio.
La huella que ha dejado en los miembros de su familia es indeleble, aunque de maneras diferentes. Para Daniel ha sido fundamental aprender de ella “que los principios no se negocian”. El menor de sus nietos considera que ella le ha enseñado a siempre poner a la familia por delante de todo: “se puede estar cayendo el mundo, pero si un familiar necesita algo, eso pasa a primer plano”. Valentina, por su parte, ha tomado de ella su gran amor por los animales.
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De martes a viernes, entre las nueve de la mañana y las 12 del día, la pintora nonagenaria levanta sus pinceles y los llena de colores para dedicarse al oficio que ha realizado durante 70 años. Día tras día cumple con su rutina semanal como un ritual sagrado. “A las 12:30 dice ‘Bueno, ya acabé, nos vamos’. Todos tenemos clarísimo que cuando ella dice eso tenemos que soltar lo que estamos haciendo, que nos fuimos”, comentó su hijo.
Así como el arte tiene un horario específico, todo en su vida también, “hasta los almuerzos”. Valentina afirmó que su abuela planea las comidas de la semana cada lunes y sigue su plan. Incluso en “El campo”, como se refiere a la finca en Tominé donde pasa sus fines de semana, tiene un horario para darle de comer a sus perros, desayunar, almorzar y hacer una caminata. Para Daniel es un tema “bien simpático que una persona que hace cosas tan impresionantes y abrumadoras tenga esa disciplina. Es mucho orden para una persona que no debería tenerlo”. Él atribuye esa mentalidad estricta, esa practicidad y ese buen uso del tiempo de su madre a sus orígenes santandereanos.
El lugar donde nació González determina varios de sus rasgos de personalidad y el trato con las personas a su alrededor. Su hijo cuenta que entre ellos es raro hablarse de “tú a tú” y que se sorprendió cuando su madre le regaló en su cumpleaños más reciente un cuadro hecho para él, con una inscripción que reza: “De su mamá agradecida, Beatriz”. Para él, este gesto venía cargado de sentimientos que en una mujer como ella no era común encontrar.
Aunque nunca ha considerado regresar de forma definitiva a Bucaramanga, “porque no es una opción válida, para ella ese es su punto de partida”. Esos 450 kilómetros que la separan de su familia no evitan que siga regresando a su tierra natal a visitar a sus hermanos. Él recuerda que solían visitar a sus abuelos en una “casa grande con un patio gigantesco. Todos los domingos había un almuerzo familiar y una misa enorme. La casa tenía limones, mangos, mameys, hasta un corral para pollos”.
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La repetición, la repetición, la repetición. Tras 70 años de carrera artística, Beatriz González sigue dando fe de la importancia que otorga la repetición. Así lo hizo en 1965 con las tres versiones de Los suicidas del Sisga, inspirada en los amantes que, para escapar del pecado y la impureza humana, se lanzaron al vacío. “Aquí se retoma la intención que tiene mi obra, que es la repetición; hay que insistir mucho en Colombia, en ciertas frases, en ciertos pensamientos, es una insistencia en la situación del país, es una insistencia en que la tragedia no se repita más”, afirmó con respecto a Bruma, su exhibición actual en Fragmentos. La repetición que impide que las imágenes de la guerra no se pierdan en la inmediatez de los medios, que sean desechadas a la par con el periódico en el que aparecen.
En Contrafiguras la reiteración continúa en forma de un tocador. Es un guiño a los inicios de su trabajo con muebles. “Fue muy duro para mí volver a hacer un mueble, porque yo hice muchos, como 40. El primero fue en 1970 para un Salón nacional. Hice una mesa, La última mesa, se llama, que hoy en día está en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), pero era como una burla. Compramos con mi marido una cama de metal porque nos pareció muy chistosa y entonces llegamos al estudio y la recosté en la pared. Yo había pintado el señor de Monserrate. Creo que tuve una epifanía, cogí el cuadro, lo puse sobre la cama y vi que eran del mismo tamaño: uno con 20″, dijo. “Y quedó una cama chiquita, fue una cosa fortuita. Yo digo que es como un objet trouvé intervenido. Ese episodio me marcó y empecé a hacer muebles. Es toda una aventura de mi vida”.
Nos cuenta de la bienal de Sao Paulo, nos habla de cunas, camas, mesas, de cuando se aburrió de hacer muebles y empezó a hacer telones, y de cómo se le ocurrió intervenir el espejo del tocador. “Ustedes son muy jóvenes y no han llorado, pero hay muchas mujeres que lloran y se miran al espejo para secarse la cara. Entonces con eso saqué a la mujer llorando en Mocoa, después del desastre de 2017. Las mujeres llorando son un tema de mi obra actual, pero me preocupaba volver a los muebles. Yo decía: ‘Qué va a decir la gente, que yo otra vez haciendo muebles’”.
Beatriz González deja escapar una risa airosa antes de afirmar que no sabe cuándo una obra está terminada. “Yo tengo una frase: las obras se acaban solas”. Muchas veces cambia la dirección de los cuadros para saber si algo le hace falta a una obra, pero, en sí, “es un misterio”.
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