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Cúmplese hoy un luctuoso aniversario. Hace veintiséis años fue hallado muerto, en su alcoba, con el corazón atravesado por una bala, el más armonioso y sugestivo de nuestros poetas, el cantor inmortal del “Nocturno”. Es, pues, un momento oportuno para evocar una vez más su bella figura de príncipe agareno y para decir nuevamente - aún cunado sea en breves palabras - lo que su obra representa dentro de la evolución de las letras hispanoamericana.
Tengo ante los ojos, en este instante, el libro de versos en que Silva puso, como vaso santo, la esencia más pura de su alma y de su mente. Y en tanto que recorro con unción piadosa estas páginas embalsamadas de poesía, pienso en todas las riquezas de emotividad y sugestión que ella aportó al viejo parnaso castellano. Si Darío fue el Mesías del magnífico movimiento innovador que tuvo por objeto transmutar, en el mundo español, todos los valores literarios, el lírico bogotano fue el Bautista, el Precursor del nuevo evangelio. Antes que ningún otro artista moderno de nuestra raza, sirvióse, en su prosa y en sus versos, de una lengua incomparablemente dúctil y matizada, rica en imágenes y en músicas. Aquel no es el castellano enfático y oratorio de los escritores apegados a la tradición. Es un castellano remozado que puede equipararse con el francés en levedad exquisita y eufonía sugerente. Su arte es un arte de delicadas reticencias y suaves claroscuros. Dijérase que, como los versos de Shelley, los suyos están hechos de moonlight, feeling and music. Asimismo, y antes que nadie también, adoptó el eneasílabo francés a nuestra lengua, y sirvióse en sus cantos de la aliteración y las repeticiones para obtener imprevistos y sorprendentes efectos musicales. Por último, prefirió para sus versos la armonía interior a la vieja melodía clásica, y supo mostrarnos la superioridad del asonante sobre el consonante, cuando se quieren dar ciertas impresiones vagas, imprecisas, fugaces. Silva, pues, fue un novador, pero un novador que supo evitar los excesos en que cayeron Darío y algunos de sus discípulos. Su genial instinto poético, su sentido de la mesura, su buen gusto infalible, le hicieron rehuir las extravagancias decadentistas. Más de una vez burlóse donosamente de la Princesa Verde y el Paje Abril, caros a los troveros ultramodernistas. Pero esto no le impidió reconocer el genio del celeste liróforo de Nicaragua en una página que puede equipararse, por su factura exquisita y su lucidez crítica, a las más bellas de que escribió Rodó en su proemio de Las Prosas Profanas.
A pesar de ser uno de los más grandes poetas de su hora - como lo es de hoy y lo será de mañana - Silva murió casi desconocido. Apenas si se sabía en nuestra Beocia bogotana que aquel dandy de estirpe brumeliana no era solo un gran señor mundano sino también un inspirado, un dilecto de las Musas. El grueso público, habituado a los cantos declamatorios y sensibleros de los portaliras del momento, no comprendió el arte entrañable de Silva. El “Nocturno”, el admirable “Nocturno” - esa poesía única que marca uno de los pasajeron instantes en que el acento humano se diviniza - parecióle al “monsieur qui ne comprends pas” un brote de extravagancia. Silva lo sabía, y cuando, por exigencias sociales, se veía obligado a decir sus versos en algún elegante salón, recitaba siempre los intitulados Un poema, recalcando maliciosamente en el último dístico:
Leí mi poema
a un crítico estupendo,
y lo leyó seis veces, y me dijo:
No entiendo.
A Silva, de resto, le preocupaba una refinada voluptuosidad al pasar... [Esta parte de este párrafo está deteriorado en la versión física de este documento, por lo que no podemos reproducirlo]
El poeta bogotano, empero, no fue sólo interesante por su producción. Fuelo también por su vida vivida en belleza. Wilde decía que en sus libros sólo había talento, porque su genio todo lo había puesto en su vida. Silva, a imitación del gran paradojista, quiso hacer de la suya una joya exquisitamente trabajada, el mejor de sus poemas. Poseedor de todos los dones que confieren la sangre prócer y una educación esmerada, y aristócrata hasta la medula de los huesos, realizaba el tipo del artista moderno en quien la personalidad del hombre de mundo, refinado y elegante, va de brazo con la del creador de belleza. Su filosofía del vivir parecía ser un epicureísmo amable y sonriente como el de “Nicias”, que nos pinta Anatole France en su “Thais”. Negador de todos los dioses y profundamente escéptico en filosofía, no tenía más culto que el de la Belleza. Acaso también el del Placer. Así exclama en un soneto famoso:
No, soñadores de infinito:
de la carne el supremo grito
hondas vibraciones encierra;
dejadla gozar de la vida
antes de caer corrompida
en las negruras de la tierra.
Su avidez de emociones era infinita. Quiso experimentarlas todas, desde las más dulces hasta las más terribles. Quiso escalar todos los cielos y descender a todos los abismos. El mismo autorretratóse en el protagonista de su novela “De sobremesa”, diletante y hedonista exquisito, amador del lujo, de la molicie y de los goces alquitrados. En un espléndido estudio acerca del poeta bogotano, Ventura García Calderón hace hincapié en su violencia para capturar sensaciones e ideas, que es -dice- “de un magnífico pirata”.
¿Por qué se mató Silva? He aquí la pregunta -un tanto ociosa- que se hacen las gentes al pensar en el trágico fin del poeta. Según el señor de Unamuno, condújolo a la fatal determinación un álgido pesimismo, un visceral desencanto de la vida. El inevitable don Miguel anduvo errado, a mi ver, al formular semejante apreciación. Silva, sin duda, era un pesimista. Sus “Gotas amargas”, la parte más interesante y más original de su producción -si no la más bella- lo prueba de sobra. Pero esto no quiere decir que el poeta odiara la existencia. El pesimismo fue para él un tónico amargo pero saludable. Como los Borgias, ingería venenos mortales para hacerse inmune a ellos. Y si no, escuchad las palabras que brinda al lector las nombradas composiciones:
Y para completar el régimen
que fortifica y que levanta,
ensaya una dosis de estas
“Gotas amargas”.
En las mismas poesías se burla de la emotividad llorona de los románticos y preconiza, en frase brutal, la cauterización del chancro sentimental. Y en sus otros versos no hay tampoco rastros de tanatofilia o de whertherismo. A mi ver, Silva, al contrario de odiar la vida, la amaba con pasión. Pero la vida no le dio lo que exigía de ella, y por eso se mató, como otros se matan porque la mujer amada burló sus ensueños. Además, nacido para vivir en un medio de delicada selección y de refinado aristocratismo artístico y social, mal podía habituarse a vegetar en la atmósfera gris y murriosa Atenas criolla. Hubiera podido evadirse de ella, quizás su mano nunca habría empuñado el arma libertadora. Pero crueles reveses de fortuna lo mantuvieron sujeto a un ambiente en que todo le era impropicio. Silva habría podido sobrellevar grandes dolores, hubiera podido pasar sonriente al través de una tragedia, pues su alma tenía prodigioso temple. Pero era incapaz de soportar la mediocridad de una existencia opaca, insulsa y rutinera. Nació por equivocación en una democracia bárbara de esta nuestra edad de hierro. Habría debido venir al mundo en la Italia del Renacimiento, en una de aquellas cortes regidas por tiranos fastuosos y eruditos donde los creadores de belleza eran considerados como semidioses.
La gloria de Silva -acrecida día por día- es hoy más grande que nunca. Y continuará creciendo, porque su obra no es de esas que pasan con una moda o una escuela literaria. Hay en ella voces que le hablarán eternamente al corazón de los hombres. Cuando nadie recuerde a versicultores como Salvador Rueda o Herrera Reissig, que han conquistado su fama pasajera haciendo de la estrofa un detonante fuego de bengalas, un malabarismo de colores e imágenes, todavía pasará por las almas el divino estremecimiento de amor y de muerte que vibra en los versos del Nocturno.