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La mujer esperó a los trabajadores en una de las paradas del autobús en Praça Mauá. Había construido una carretilla para llevar las diez meriendas que quería vender.
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Mangueirinha, un viejo amigo conductor, le había contado que él y sus compañeros tenían dificultades para comer rico y a buen precio en esa zona. Lo que a ella le pareció una verdadera oportunidad de negocio, en medio de tantas dificultades.
Ese día, se levantó temprano y cocinó las loncheras con frijoles, arroz, carne de res y pescado. Su esposo, considerado el mayor sambista de la historia de la música brasileña, aún dormía la bohemia de la noche anterior.
Se habían conocido cuando eran niños en el morro da Mangueira, ahí donde en ese entonces comenzaba a crecer la favela. Angenor de Oliveira, más conocido como Cartola, era un muchacho flaco que siempre andaba con una guitarra. Ella, Euzébia Silva de Oliveira, más conocida como Dona Zica, bailaba en la escuela de Samba Mangueira.
Mientras ellos crecían, en Río de Janeiro se vivían los procesos de modernización del mercado laboral brasileño. El país se configuraba, se iluminaba; la industria se fortalecía. No obstante, las cosas seguían iguales. Unos en el morro y otros en la playa.
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Él fue albañil, pintor y obrero de construcción. Ella vino y volvió de los empleos domésticos a las cocinas de la ciudad. Las opciones más dignas, en medio de la continuidad del colonialismo patriarcal, ahora con luz eléctrica.
Ella se casó con alguien más. Él también. Pero luego, ambos quedaron viudos y volvieron a encontrarse. Dos negros sambistas que buscaban un sabor elevado, el sonido más dulce o el movimiento más potente. Su color, su cuerpo, elemento importante para discriminar y jerarquizar grupos sociales, era la virtud con la que alimentaban a los que se cruzaban por el camino.
Tenían muchos amigos. Zica, a través de su talento excepcional para la cocina, tejía una red de apoyo mientras buscaba mejores condiciones para ella y su familia. Cartola, único en el arte de transformar y combinar ingredientes para una buena samba, le escribía canciones de amor.
“Está chegando o momento/ de irmos pro altar / nós dois / mas antes da cerimônia / devemos pensar e depois. / terminam nossas aventuras / chega de tanta procura / nenhum de nós deve ter / mais alguma ilusão”, suena una de las tantas que le compuso.
Y sí, en efecto, llegaron al altar. Pero más que eso, un día unieron sus nombres para bautizar una hija gustosa. Zicartola nació como la primera casa de samba del mundo. La Dona puso toda su vida en la creación: conocimientos, técnicas y dominio de la cocina, cualidades adquiridas a través de las mujeres, de su familia y de su propia experiencia. El hombre sembró, en mitad de las mesas, su corazón de poeta enfermo de amor y de samba.
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Todo había empezado unos años antes, cuando ella había cocinado una revolución con su carretilla en una de las paradas del autobús en Praça Mauá. Ahí, había formado una algarabía de conductores, cambistas, vendedores de periódicos y transeúntes que celebraban por fin la llegada de comida a buen precio. Estaban desnutridos en las calles elegantes y costosas en las que solían trabajar.
Y ahora, ella volvía y sentaba a todos juntos en la mesa, alrededor de un buen plato de Peixe na chuva con molho de camarão: bailarines de samba, artistas de vanguardia, intelectuales, estudiantes universitarios organizados en el Centro Popular de UNE Cultura, sambistas del morro y gente elegante de todos los lugares de la ciudad, de arriba y de abajo, que morían por vivir algo auténtico. Sí, el restaurante fue un punto de consolidación cultural en Río de Janeiro.
La cocina y la música, como recurso social y político de autonomía, se sirvieron calientes para el encuentro. Eran una familia negra, encabezada por una mujer, en los días de la asonada. El mismo año en que ellos abrían sus puertas, la mañana del miércoles 1 de abril de 1964, acontecía el golpe militar en Brasil. Algo más se cocinaba de puertas para adentro, mientras Zica preparaba la moqueca de camarón.
Las agitaciones políticas, que antecedieron y sucedieron al golpe civil, le hicieron un telón de fondo. Por eso y algo más, la casa duró abierta al público solo un par de años. Otra cosa es que aún es asequible en los libros y documentos que cuentan, una y otra vez, la importancia de lo que se gestó entre los comensales y músicos que se dieron cita ahí.
Mientras la democracia brasilera salía por la ventana y las puertas del hogar se cerraban, Zica y Cartola siguieron siendo Zicartola. Aun cuando escribo esto, de manera intrusa, ellos siguen siendo ellos. “Nada mais nos interessa/ sejamos indiferentes/ só nós dois, apenas dois / eternamente”.
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