Philip K. Dick: el mundo es la alucinación de un adicto al LSD
El escritor Philip K. Dick padeció la paranoia cartesiana durante toda su vida. Hoy vivimos en una de sus novelas.
Sebastian Giraldo Medina.
Un día, Descartes se internó en una cabaña y decidió dudar de la realidad. Se proponía encontrar un conocimiento firme e incontrovertible. Apenas con una cama, un baño y una estufa que lo entretenía en las noches, completamente libre de distracciones, y entregado por entero a la concentración, Descartes decidió en esa cabaña que su método sería la duda sistemática. Todo lo que fuera susceptible de ser dudado sería rechazado de su teoría del conocimiento. Así derritió la filosofía medieval, el pensamiento antiguo, la experiencia, la memoria privada y la realidad entera en el ácido corrosivo de la duda metódica. Sin embargo, ese método crítico no deja de ser hiperbóreo y, además, falaz. Que algo sea susceptible de duda no implica que sea falso. Descartes usó el desequilibrio de los paranoicos ¾creer, llevado apenas por indicios o pequeñas incongruencias, que hay una conspiración detrás de todas las cosas¾ como método filosófico. Un hombre de pensamiento más sano, de mente higiénica, profiláctica, habría sido moderado; pero Descartes llevó su duda al extremo de fabricar un hipotético genio maligno que lo engaña en todo. Lo que quedó de ese implacable escrutinio de la realidad, el pequeño fragmento de conocimiento “fiable” e “incontrovertible” que resultó, fue muy poco.
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Un día, Descartes se internó en una cabaña y decidió dudar de la realidad. Se proponía encontrar un conocimiento firme e incontrovertible. Apenas con una cama, un baño y una estufa que lo entretenía en las noches, completamente libre de distracciones, y entregado por entero a la concentración, Descartes decidió en esa cabaña que su método sería la duda sistemática. Todo lo que fuera susceptible de ser dudado sería rechazado de su teoría del conocimiento. Así derritió la filosofía medieval, el pensamiento antiguo, la experiencia, la memoria privada y la realidad entera en el ácido corrosivo de la duda metódica. Sin embargo, ese método crítico no deja de ser hiperbóreo y, además, falaz. Que algo sea susceptible de duda no implica que sea falso. Descartes usó el desequilibrio de los paranoicos ¾creer, llevado apenas por indicios o pequeñas incongruencias, que hay una conspiración detrás de todas las cosas¾ como método filosófico. Un hombre de pensamiento más sano, de mente higiénica, profiláctica, habría sido moderado; pero Descartes llevó su duda al extremo de fabricar un hipotético genio maligno que lo engaña en todo. Lo que quedó de ese implacable escrutinio de la realidad, el pequeño fragmento de conocimiento “fiable” e “incontrovertible” que resultó, fue muy poco.
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Por fortuna, el experimento de Descartes duró unos días.
Más desorbitado, más errático, más tenso, Philip K. Dick padeció la paranoia cartesiana durante toda su vida. Cuenta Emmanuel Carrère que una de las experiencias escépticas más agudas del autor de Los tres estigmas de Palmer Eldritch ocurrió en una situación trivial. Phil se encontraba en su casa y decidió entrar al baño en busca de barbitúricos para pasar la noche. Tanteando en la oscuridad, con la intención de iluminar el lugar, quiso jalar la cuerda del interruptor que siempre había estado colgando del techo. Su mano se balanceó en el aire sin éxito. Horas después, discutiendo con su esposa, supo que jamás había existido ese interruptor. ¿Por qué tuvo ese reflejo tan natural? ¿Por qué creyó, con tanta seguridad, que existía ese interruptor colgado del techo, como si esa creencia inconsciente se hubiera insertado en su cerebro a fuerza de repetición y costumbre?
Cualquiera habría ignorado la señal, cualquiera habría adjudicado el hecho a un lapsus momentáneo de la mente, a una mala pasada. Pero Phil, el mismo que escribió novelas como Ubik —una historia alucinada y alucinógena que se desarrolla en un entramado inextricable de capas de realidades en el que un niño muerto, al final de la narración, se fusiona con todos y todo en una sola conciencia omnisciente—, Phil, repito, nunca hubiera dejado a un lado la idea de que toda su realidad era falsa, de que todo su mundo era una enorme puesta en escena para engañarlo. El día que “desapareció” el interruptor de su baño, Phil creyó hallar un error en la simulación. Desde ese momento, toda su concentración, toda su capacidad imaginativa, toda su predisposición religiosa, toda su paranoia...: todo confluyó en la postulación de un mundo distinto a la realidad en la que vivía.
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En nuestros días, Phil habría sido clasificado como un marginado más; uno de esos adeptos a las teorías conspirativas sobre el alunizaje, o el terraplanismo, o el movimiento antivacunas. Se habría convertido en un meme de internet. Pero Phil era más que eso. Cuando el paranoico tiene razón, cuando la hipótesis del esquizoide está en lo cierto, cuando descubrimos que el loco decía la verdad, ese desequilibrado ha pasado de ser una extravagancia a convertirse en un profeta.
Quizá la novela que mejor ejemplifica el carácter profético de Philip K. Dick sea Una mirada a la oscuridad. En esa historia que te sobrecarga los nervios y te congela la sangre, los personajes se encuentran en un bucle de alucinaciones y desvaríos producido por la adicción a la sustancia D. El daño progresivo de la droga es tan potente, que los personajes no logran discernir entre lo que es una alucinación y los acontecimientos reales; han quedado sumidos en una paranoia desorbitada que los lleva a concebir conspiraciones sobre todo lo que les rodea, incluyéndolos a ellos mismos.
Bob Arctor ¾que cuando no está en esa casa de frikis drogadictos se llama Fred y es un agente en cubierto¾ se dedica a investigar a sus amigos en busca del proveedor mayoritario de la sustancia D. Pronto empieza a convertirse en un yonqui, en un enganchado a la droga, un psicótico, un estropeado.
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En el momento más candente de la novela, Bob instala un sistema de holoescáneres que registran todas las actividades de la casa, y empieza a pasar la mayor parte de su tiempo vigilando a sus amigos y vigilándose a sí mismo. Su identidad se empieza a escindir, comienza a olvidar que Bob Arctor, el drogadicto, y Fred, el agente encubierto, son la misma persona. Es en ese momento cuando Bob Arctor se convierte en el epítome de lo que significa vigilar y castigar, el panóptico perfecto, el centinela que vigila y es vigilado… ¡por él mismo!
Hoy vivimos en una novela de Philip K. Dick. No solo somos yonquis enganchados a una droga que nos hace paranoicos, que nos impele a registrarlo todo, que nos obliga a grabarnos a nosotros mismos y luego observarnos incesantemente, que nos induce a convertir nuestras vidas en información… no sólo es eso. ¡Es más bien que la información misma se ha convertido en droga! ¡Nos hemos hecho adictos a la información y ésta nos está estropeando el cerebro!
En un mundo saturado de anuncios, de campañas de márquetin, de propaganda política; en un mundo donde las conductas humanas han sido condicionadas y manipuladas por el poder del algoritmo; en un mundo donde el registro audiovisual de todas las actividades humanas se convirtió en un mecanismo de control… en un mundo tal… es cada día más ardua la tarea de discernir qué es real y qué no; qué es una elección propia y qué es una sugestión de las redes sociales; qué es un pensamiento propio y qué es publicidad; qué son los deseos genuinos y qué son los deseos insertados artificialmente en nuestros cerebros; quién es el avatar y quién es la persona real. Phil vio todo eso antes de que ocurriera, cuando a penas se estaba gestando, cuando no levantaba ninguna sospecha. Él lo vio primero que todos y le advirtió al mundo y, como con Casandra, el mundo se burló de él.