Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Majestad, Autoridades, estimados miembros del jurado, señoras y señores, amigas y amigos:
No había cumplido yo todavía siete años cuando intuí lo que encierra el concepto de eternidad. No recuerdo las circunstancias, pero sí mi estremecimiento, mi vértigo, pues acababa de asomarme al precipicio de lo numinoso, esa sensación terrorífica pero también deslumbrante que nace de enfrentarse a lo que escapa a la comprensión humana. No creo exagerar cuando digo que en aquel instante se me revelaron, con toda su contundencia, el Tiempo, la Muerte y mi propia pequeñez.
Años después, en mi adolescencia atormentada, esa revelación me llevaría a otra: la de “la inconmensurable soledad del ser”. Así la llamó Elizabeth Cady Stanton, una pionera neoyorquina del feminismo, nacida en 1815, en un discurso memorable pronunciado en 1892 ante el Comité del Senado por el Sufragio Femenino, del que fue presidenta hasta ese día. Hablaba ella de la infinita soledad de las mujeres condenadas a la domesticidad y privadas de educación, autonomía económica, e igualdad de derechos, pero lo enunciaba desde un lugar que nos cobija a todos: “Podemos tener muchos amigos, amor, bondad, compasión y caridad, que suavicen nuestro camino en la vida diaria: aún así, en las tragedias y los triunfos de la experiencia humana todo mortal está solo (…) En la solemne soledad del ser, la que nos une a lo inconmensurable y lo eterno, cada persona vive sola siempre”.
De esa conciencia trágica de la soledad del ser nace la poesía, que es, entre muchas otras cosas, como escribió Elytis, “el arte de aproximarse a lo que nos sobrecoge”. Aunque se origine en un yo, único en su circunstancia y en su historia, su vocación es la de acompañar. Porque el poeta escribe siempre para otro: para todo aquel que disponga su mirada, su oído y su espíritu para el poema. Es verdad que la primera comunicación es entre dos soledades: la del escritor y la del lector. Pero ya en su voz vive una multitud: la de los poetas de las generaciones anteriores, a los que tanto debe; la de sus lectores, que en potencia son innumerables. Y, finalmente, aquellos que respiran en sus versos, desde los que ocupan sus afectos más íntimos, hasta la humanidad entera, aquella a la que César Vallejo alude cuando escribe “Ah, desgraciadamente, hombres humanos, / hay, hermanos, muchísimo que hacer”.
Vivimos en una época de enorme soledad interior. Una época rendida a la productividad, al ruido, al consumo, a la hiper conectividad, a la falsa idea de que podemos controlarlo todo. La sociedad está produciendo jóvenes que tienen miedo del amor y del compromiso, que eligen pareja a través de aplicaciones que les aseguran que de esa manera no corren riesgo de equivocarse; jóvenes que permanecen días y semanas encerrados en sus habitaciones, perdidos en los laberintos virtuales; que tienen miedo de la mirada del otro; que, abrumados por una sociedad que obliga a la competencia y desprecia a los más débiles, expresan la ira que les produce la exclusión llevando a cabo masacres colectivas que incluyen su propia muerte, como una forma de redimirse de su supuesta nulidad y de hacer parte, por unos minutos, de la sociedad del espectáculo; jóvenes que sufren de eco-ansiedad al ver que los grandes poderes económicos y políticos persisten en la destrucción del medio ambiente que amenaza a la especie; y cuya débil protesta contra estos poderes es rápidamente ahogada por la amenaza de las instituciones o por la dispersión a que los condena la cultura en que están inmersos.
En un mundo en que la solidaridad social está siendo destruida por el espíritu de la competencia y la pauperización de la vida en aras del rendimiento, la poesía señala esas y otras soledades. La de los ancianos recluidos en las celdas asépticas de los geriátricos para liberarse de su peso; la de los migrantes que atraviesan mares y desiertos buscando una vida digna, y se encuentran con el muro de la discriminación y el aislamiento; la de las mujeres condenadas al encierro, a las que se les prohíbe el conocimiento, la palabra pública y hasta el canto. La poesía no puede cambiar el mundo, pero sí ampliar los límites de nuestra sensibilidad y de nuestra conciencia. Algo que no pueden hacer las máquinas, que son ya capaces de reemplazar la inteligencia humana, pero no la percepción ética de nosotros mismos y de nuestras acciones.
Pero podemos ir más lejos: porque tiene el poder de otorgarnos belleza, aunque se ocupe de la fealdad; porque de una forma humilde, en tiempos de soberbia, nos permite conocer lo que no sabíamos que ya sabíamos; porque nos devuelve a la vitalidad del habla, asfixiada a diario por el lenguaje inflexible de la técnica; porque nos puede mover a la compasión; porque desmitifica, y se vale de la ironía para develar las fisuras de nuestras realidades; porque nos conecta emocionalmente con lo más hondo de la lengua materna, la poesía nos hace más llevadera la inconmensurable soledad del ser.
Vengo de un país que no se resigna a la violencia, pero que parece condenado a ella. De la soledad habló nuestro escritor más admirado, Gabriel García Márquez, al recibir el premio Nobel, aludiendo a la indiferencia de los países poderosos frente al dolor de la historia de América Latina y a sus suspicacias frente a nuestros intentos de cambio social. García Márquez, que es un gran poeta, porque se puede serlo también en la narrativa, amplió con su obra la conciencia de nosotros mismos como país y como cultura. Pero también reafirmó con la escritura su fe en la vida sobre la muerte, y en “una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”. Yo, como él, creo que hacer literatura es un acto de fe en lo humano. Y que en un mundo que pierde aceleradamente todo sentido espiritual, la poesía es una forma de trascendencia. Pero también de resistencia, frente a la mentira, la verborrea, la banalidad, y las arremetidas de la desesperanza.
De la poesía se agarró esa niñita que todavía aletea con sus miedos dentro de la mujer mayor que soy. Ella me ha dado, entre otras cosas, el refugio de la soledad elegida que todo escritor necesita, pero también la calurosa acogida de mis lectores. Acogida también me siento al recibir este honroso premio, que además me es otorgado por un país de cuya poesía me he alimentado durante toda mi vida, y en el que tengo amigos entrañables. Agradezco, pues, a Su Majestad la Reina Sofía, que nos honra con su presencia; a los miembros del jurado, que me escogieron entre tantos otros y otras poetas que lo merecen; a Patrimonio Nacional; al equipo de la Universidad de Salamanca, especialmente a Francisca Noguerol, que escribió un ensayo luminoso como preámbulo a la antología que presentamos esta mañana; a mis editores en España, Chus Visor y Pilar Reyes; a mi familia, a mis amigos y a todos ustedes por su solidaria compañía. Y quisiera rematar con un poema en memoria de mi hijo, que hace ya trece años nos dejó por voluntad propia, y cuya ausencia se hace más dolorosa en momentos como este:
EN EL BORDE
Lo terrible es el borde, no el abismo.
En el borde
hay un ángel de luz del lado izquierdo,
un largo río oscuro del derecho
y un estruendo de trenes que abandonan los rieles
y van hacia el silencio.
Todo
cuanto tiembla en el borde es nacimiento.
Y sólo desde el borde se ve la luz primera
el blanco -blanco
que nos crece en el pecho.
Nunca somos más hombres
que cuando el borde quema nuestras plantas desnudas.
Nunca estamos más solos.
Nunca somos más huérfanos.