Plegaria por David Foster Wallace

El estadounidense, autor de novelas, historias cortas y ensayos, nació el 21 de febrero de 1962 y falleció en 2008. “La broma infinita”, una de sus novelas más reconocidas, fue publicada en 1996 y junto con sus otras novelas pertenece al movimiento de literatura posmoderna.

Jose Hoyos
02 de junio de 2022 - 02:00 a. m.
La última novela de David Foster Wallace, "The Pale King", fue publicada en 2011, tres años después de su muerte, a los 46 años.  / Steve Rhodes
La última novela de David Foster Wallace, "The Pale King", fue publicada en 2011, tres años después de su muerte, a los 46 años. / Steve Rhodes
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David Foster Wallace se murió de tanto saber: alguna oscuridad enorme tiene que ser el precio de esas claridades tan deslumbrantes con que algunos vienen al mundo. David, en el primer año de colegio, escribiendo para una tarea de inglés un texto de cuatro páginas donde las únicas vocales que decidió usar fueron la a y la e. David, en el último año de colegio, resolviendo ecuaciones semánticas con el método algorítmico de Naremdra Karmarkar y obligando al profesor a consultar cuál era ese método y quién era Naremdra Karmarkar. David, consiguiendo respeto de genio antes de que le saliera la muela del juicio.

David, con catorce años, subiéndose a un trampolín de seis metros un domingo de verano convencido de que saltará y recibirá la aprobación americana de toda esa gente mirándolo, y mientras camina por la plataforma se hace consciente de dos temores: el que reviste el hecho mismo de saltar de esa altura y el de defraudar la expectativa de toda esa gente en caso de desistir. David ante el dilema de ponerse en peligro solo para satisfacer la necesidad de entretenimiento de los demás, algo que lo termina de hundir en su propia inseguridad hasta desistir del salto y afrontar la vergüenza pública por primera vez, de modo que no le queda más que escribir el cuento En lo alto para siempre. David, hospedando desde entonces el jadeo metálico del miedo. David, entendiendo que el miedo es la emoción más interesante, porque es la más practicada por los seres humanos. David, teniendo que meter el hocico en una bolsa y contar hasta diez cuando descubrió a Dostoyevski. David llevando una vida emocional siempre rezagada de su vida mental. David con 25 años, saltando a la fama literaria con La escoba del sistema, su primer trallazo en ficción. David, ganando en 1997 la beca McArthur a la genialidad y anotando con lápiz al margen de un cuaderno: “No me siento como un genio”.

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David, viendo televisión por horas y horas sin dejar de preguntarse qué es eso que falta en la vida de las personas que las empuja a consumir grandes cantidades de entretenimiento. David, atravesando la pantalla del televisor cuando apareció en Los Simpson. David, durante cuatro años, moldeando la arcilla para La broma infinita, una novela que terminará convertida en una sola pulsión de mil doscientas páginas, y después en la gran novela americana de fin de siglo, y después terminará aplastándolo igual que el Gatsby aplastó a Scott Fitzgerald. David, señalando que los historiadores de la literatura lo que hacen es agarrar las muestras de insatisfacción de un escritor consigo mismo y con el mundo, sujetarlas con una pinza muy grande y denominarlas “la obra”. David, recalcando que su afición televisiva no impide que siga siendo un intelectual de alto vuelo y un observador portentoso; a fin de cuentas un escritor tiene mucho de mirón, ese que anda a la caza de cualquier cosa que le ayude a librar el azaroso combate del narrador contra la nada, ese que se sienta en silencio en la mesa de un café y mira de forma inquietante. David, tomando el cerebro del lector y dándole vuelta para exponerlo a la luz.

David, bendecido con el don de conseguir una especie de fotocopia mental de cualquier cosa que observe con atención y releerla a voluntad al momento de pasarla al papel. David, caminando por los andurriales más sórdidos de Boston, capturando las cosas y personas y experiencias particulares con que la vida trafica. David, preguntándose si alguien a quien su consciencia de existir no le da respiro es un iluminado, un idiota, ambas cosas o ninguna. David, mandándole a una novia una carta de ruptura de 67 páginas. David, incapaz de asimilar el hecho de que todo ha de terminarse así con la sola muerte. David, batallando contra la depresión severa y logrando llevar una vida casi normal solo mientras contara con el respaldo químico del Nardil, medicamento que hasta los 45 años fue el conciliador entre él y su sistema nervioso. David, sin poder pronunciar palabra durante una semana después de la primera de las doce sesiones de electrochoques.

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David, sedimentado bajo la presión, el ruido y la emoción del éxito literario y de nuevo el silencio y la nada. David, haciendo yoga en las mañanas para volverse en las tardes el reverso exacto del yoga. David, demostrando que en la obra de un escritor el material es casi nada y el ensamblaje lo es todo. David, con deslumbrante inteligencia y mal carácter, pero de entrañas tiernas. David, aferrándose a la certeza de que las cosas que no se saben son las que convierten la vida en algo fascinante. David, sospechando que ser escritor es no saber nada y pasarse la vida averiguando. David, vislumbrando, hace un cuarto de siglo, a internet como “la destilación del pensamiento capitalista norteamericano en estado puro”. David, vaticinando que la ironía y el sarcasmo, como agentes de una desesperación y parálisis abrumadoras, terminarán tragadas por el mercado de la cultura pop. David, despertando grandes afectos que contrastaban con su tendencia a sumergirse de repente en estados de ánimo sumamente sombríos. David, advirtiendo que tal vez la próxima generación de escritores rebeldes desprecien la ironía en favor de la convicción y reverencia ante los problemas humanos.

David, deduciendo que ningún escritor serio prescindiría del espejo social que es la televisión: “El paraíso de los comunes y corrientes silenciosamente desesperados que anhelan tener acceso a la escena humana, pero sin las molestias de la presencia humana directa”. David, demostrando con su prosa que lo lírico no se puede entender como blandura y detenimiento, sino más bien como furia y electricidad. David, agarrando un montón de poesía de Emerson, Whitman y Glück, y camuflándola a lo largo de La broma infinita. David, siendo un neurótico hiperconsciente capaz de advertir cosas que la gente advierte, pero que casi nadie advierte que las advierte.

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David, sin poder seguir soportando que sus claridades se estrellaran unas contra otras. David, atándose las manos a la espalda con cinta adhesiva antes de volcar la silla en que estaba parado y dejar que el cinturón que envolvía su cuello lo estrangulara hasta que la vida se fuera. David, desnudando nuestra indefensión. David, dando esperanza. David, siendo un cometa al que le tocó volar a ras del suelo. David, dando sudor frío. David, golpeando los muros del tiempo y del espacio las horas suficientes para no tener que mentir. David, muriéndose de tanto saber, ¿y nadie va a decir amén?

Por Jose Hoyos

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