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El Caribe lo lleva en la sangre. Cuando le escribí por chat a Plinio Parra para preguntarle si podía llamarlo en diez minutos, me contestó: “¡Usando términos beisbolísticos, le digo. ¡ya estoy en primera base, es la novena entrada y las bases están llenas!”. Y lo entendí también con su acento, su vida y con Juan, el supremo, que, como dice él, “los colores del libro son caribes: tiene color zapote, mango maduro, papaya, patilla. Es un libro lleno de Caribe, de trópico”.
El pilar que da forma a los colores y formas, lo que empieza a dictaminar nuestra relación con el mundo está en la imaginación. A partir de ella, Juan, el supremo, logra pintar su viaje y contar en versos lo que le dicen sus abuelos, su perro, su gato y hasta Dios. Y es el acto de imaginar lo que para Parra es tan importante en la infancia: “Para mí, la primera infancia es la edad de los supremos. A esa edad estamos provistos de ciencia, técnica y habilidades que nos dicen maravillas de la condición humana. A esa edad somos políglotas: hablamos con caracoles, perros, duendecillos de jardín. A esa edad somos científicos, matemáticos, inventores sin límites, atrevidos sin pudor. En esa edad, que tenemos cerebros libres de los softwares de los adultos, y almas libres de los problemas del mundo, somos, y ese es mi concepto, unos poetas supremos. Jamás una persona volverá a sentir esa supremacía, volverá a ser tan feliz y a tener esa imaginación como cuando la tuvo en la niñez”.
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¿Y por qué la literatura infantil? Por sus hijos, en especial por su hija Lluvia. “Yo creo que mi primera profesora de literatura infantil fue mi hija. Yo no podía hablarle a Lluvia como un adulto. Yo no podía hablarle como papá. Yo tenía que tirarme al piso y convertirme en niño para establecer comunicación con ella, que nació con síndrome de Down. Juan Sebastián [su otro hijo], me dijo un día que no quería decirme papá sino amigo, y él quería decirme así para sentirse grande. Hoy yo no creo que sea papá de mis hijos, sino amigo de ellos. Es lo que prevalece. Cada quien tiene sus formas de educar a sus hijos, pero en lo que a mí respecta, siento que somos amigos y lo somos en la medida de las etapas que van viviendo, y yo he vuelto a vivir infancias y juventudes gracias a ellos”.
Quizá las angustias e incertidumbres del tiempo sean los monstruos que se vuelven enemigos de la infancia, y son esos monstruos los que van configurando la adultez, y habría que combatirlos de vez en cuando con la heroína llamada inocencia, la que nos trae de nuevo alegrías necesarias para la vida. “Todos tenemos un Juan, el supremo. Aparentemente esos chicos tan rimbombantes en su imaginación son frágiles. ¡Qué va, loco! Ninguno lo es, y la prueba es que ese niño todavía vive en ti. Lo puedes llamar para hablarles a otros niños. Son indestructibles esos carajitos. Por supuesto, eso se da si uno conserva la inocencia”, concluye Parra, que al decir eso me hizo comprender que calaba con la idea de Ilona, la editorial, cuyo lema dice que hace libros para niños de cero a 99 años.
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