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Hace 52 años, Alejandra Pizarnik dejó este mundo y esta tierra. A sus 36 años tomó la decisión de ingerir 50 pastillas de Seconal y terminar con su vida. Sin embargo, la poética de sus letras la mantienen viva en la memoria de aquellos que buscan respuestas o inspiración en su obra.
Todos la recuerdan por su nombre de pila, pero ella y su familia perdieron su apellido original cuando llegaron desde Rusia a Argentina. Antes de llegar a territorio sudamericano, los Pizarnik eran los Pozharnik: una familia de inmigrantes que huyó de la guerra.
Sus padres se instalaron en Avellaneda, ciudad de la provincia de Buenos Aires. Allí nació Alejandra Pizarnik, la hija menor de ese matrimonio. Fue en ese lugar donde se apasionó por la literatura, que le sirvió como una forma de reconocimiento a esa diferencia que había en ella y que la hizo sentir icomprendida durante toda su vida.
Estudió en a la Escuela Normal Mixta de Avellaneda y se graduó en 1953. Un año después comenzó a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires, al mismo tiempo que se inició en el mundo de las artes de la mano del pintor surrealista Batlle Planas. También estudió periodismo.
Todo lo que vivió y las personas que conoció influyeron en su estilo, como el surrealismo que conoció por la pintura, o las terapias de psicoanálisis a las que asistió, y con las que se interesó por entender su inconsciente, que luego se haría protagonista en sus relatos.
“Fusionando literatura con su creciente interés por la subjetividad, la escritora empezó a desarrollar una voz poética que se sumergía en lo onírico y la búsqueda de la identidad, recorriendo temas como la nostalgia por la infancia perdida, la muerte, la extranjería o la relación entre la vida y la poesía, a través de un profundo intimismo y sensualidad”, escribió la periodista Aitana Palomar en un texto que dedicó a la vida de Pizarnik.
A continuación, presentamos algunos poemas de la autora argentina, quien con sus letras encarnó lo que sentía y pensaba.
La última inocencia
Partir
en cuerpo y alma
partir.
Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.
He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más formar fila para morir.
He de partir
Pero arremete, ¡viajera!
La noche
Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí,
y más aún, me asiste como si me quisiera,
me cubre la conciencia con sus estrellas.
Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte.
Tal vez la noche es nada
y las conjeturas sobre ella nada
y los seres que la viven nada.
Tal vez las palabras sean lo único que existe
en el enorme vacío de los siglos
que nos arañan el alma con sus recuerdos.
Pero la noche ha de conocer la miseria
que bebe de nuestra sangre y de nuestras ideas.
Ella ha de arrojar odio a nuestras miradas
Sabiéndolas llenas de intereses, de desencuentros.
Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre
Alguna vez volveremos a ser
La palabra que sana
Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.
Día contra el ensueño
No querer blancos rodando
en planta movible.
No querer voces robando
semillosas arqueada aéreas.
No querer vivir mil oxígenos
nimias cruzadas al cielo.
No querer trasladar mi curva
sin encerar la hoja actual.
No querer vencer al imán
la alpargata se deshilacha.
No querer tocar abstractos
llegar a mi último pelo marrón.
No querer vencer colas blandas
los árboles sitúan las hojas.
No querer traer sin caosportátiles vocablos.
Sólo un nombre
alejandra alejandra
debajo estoy yo
alejandra
El miedo
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.