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Fernando Garavito, fue conocido en el ámbito periodístico como “Juan Mosca”, nació en Bogotá en 1944 y falleció en un accidente en Nuevo México, Estados Unidos, en 2010. A lo largo de su vida, Garavito se destacó como periodista y escritor. Tras completar su carrera de derecho en la Universidad Javeriana en 1966, se volcó de lleno en el periodismo y la literatura, publicando siete libros que recogen poesía, literatura y periodismo. Su columna “El señor de las Moscas”, que publicaba para El Espectador es recordada en el periodismo colombiano.
En 1970, Garavito fue pionero al idear el Tren de la cultura, un museo móvil montado en vagones de ferrocarril. Su trabajo también incluyó la organización y dirección de la revista cultural Estravagario en Cali en 1975. En 1988, publicó un manuscrito inédito de 1784 titulado El Camero, el de Ricaurte y Rigueyro, dentro de la Biblioteca de Bogotá.
Sus principales trabajos periodísticos se han recogido en seis volúmenes: Reportajes de Juan Mosca (1983), Bogotá, ayer, hoy y mañana (1986), País que duele (1995), El vuelo de las moscas (2003), Paramilitar para paramilitares (2006) y Praxis and Ambiguity of the Enemy (Práctica y ambigüedad del enemigo), que publicó la Universidad de Oklahoma en el 2007.
Además de su labor como periodista y escritor, Garavito desempeñó roles en la diplomacia y la academia. Fue diplomático en Berna y Lisboa, y enseñó en la Universidad Javeriana, la Universidad del Rosario y la Universidad de los Andes. A pesar de sus logros, Garavito vivió sus últimos años en el exilio en Estados Unidos, donde falleció.
Poemas de Fernando Garavito
Ejecicios de la soledad
Estamos solos la mosca y yo
en esta tarde de sábado.
No intento sorprenderla como ella,
que surge sin saber cómo
mientras levanto la vista del libro donde leo
de atardeceres y congojas.
Lo más admirable de la mosca no es su vuelo geométrico
ni su lenguaje de figuras,
sino esa suerte echada que la distingue
y que la obliga a aceptar el destino
de haber llegado a morir a este sitio sin boñigas,
donde el único horizonte posible es la almohada.
Es evidentemente joven la mosca,
de pequeño tamaño, silenciosa, casi aséptica,
ni siquiera con el deseo de encontrar una borona,
un compañero,
con el que pueda hablar de sus preocupaciones de mosca
-que yo ignoro-,
de viajes al basurero y a los desperdicios,
que ella haría con actitud deportiva en caso de no haberse
extraviado aquí
lejos de sus hermanas.
Sé bien que las moscas no son acariciables
menos con el pensamiento,
de suerte que me acostumbro a pensar en ella
como un hecho súbito que surge y desaparece,
para nada necesitada de mí o de mi creencia,
satisfecha consigo misma en sus esguinces y rincones.
Esta mosca es lo menos mosca que haya conocido,
pero ella debe saberse mosca para ser tan encantadoramente solitaria:
toda clasificación parte de mí, a ella la tiene sin cuidado
ser mosca u hombre o elefante,
en su fuero íntimo le importará poco que ella sea hombre y yo mosca,
y no se extrañará de no verme volar
cuando compruebe que llevo mis dos patas a la cabeza
y la sacudo para que produzca palabras y pensamientos,
o cuando suene el teléfono trayéndome tus noticias
o cuando me siento descuidadamente cerca del periódico,
mientras le ayudo a que aparezca muerta y ya. Como yo, como todos.
Mi vida llena de consecuencias insufribles.
Primero estudio
el modo de comportarme
a la hora del almuerzo,
y me enseñan seis versos
que prohíben subir los codos
pegarle a mis hermanos
y cantar en la mesa.
Después aprendo a besar a mis primas a decirles “Ximena” secamente;
a bailar en familia;
a no decir palabras que digan los chinos de la calle,
a estudiar por la noche,
a rezar con las manos puestas,
a cortarme el pelo los primeros domingos;
después me enseñan a dar el brazo
para que las señoras suban escaleras;
a dar la mano
para que las señoras bajen los buses;
a dar el brazo
para entrar a la iglesia; a dar la mano
sólo cuando la extiendas los mayores;
a decir " si señor”, “si señora”,
a caminar despacio,
a no ensuciar la ropa,
a peinarme a las siete,
a leer en la cama con la pantalla puesta,
a no hurgar las narices,
a no espichar los barros,
a no morder los lápices,
a no cruzar las calles sin mirar el semáforo,
a orinar solo en casa,
a bañarme los dientes,
a jugar ajedrez con el abuelo
Después del colegio
aprendo a llevarle regalos al maestro,
a vender arequipe en los bazares,
a mirar de reojo cuando digan groserías
a no soplar en clase ni en exámenes,
a decirle “señorita Othmar” a mi maestra,
Después aprendo a comerme las uñas.
Son Neto
Manuela
Estoy aquí, desnuda, bajo tierra.
No me juzga el amor, no me conmueven
la muerte ni el silencio ni la leve
sensación de no ser. Nada me aterra.
Y sueño todavía. Sueño el breve
encuentro del amor, sueño caricias,
sueño el beso profundo, la primicia
de una boca en sazón. Sueño la nieve.
Sueño lo dulce del amor, la mano
que se hunde en mi cuerpo dulcemente.
Sueño el fuego y la sed, sueño el verano,
sueño los labios secos. Quedamente
sueño un nombre tras otro, sueño vano:
Hace siglos partí hacia el poniente.