Por la valoración de los espacios poéticos
La poesía mantiene su vigencia porque sigue siendo una fuente esencial de las palabras y una forma única de entender el mundo.
José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador
Aunque no se esté de acuerdo con la filosofía que inspira los siguientes versos del bardo español Gabriel Celaya, no hay duda de que tienen fuerza y belleza, y le dan cabida a cierta superioridad a las palabras que él usa, si las comparamos con las que se utilizan para la comunicación vulgar y permanente. Escribió Celaya: “Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía que no toma partido hasta mancharse…” (Cantos íberos). Y, en otro tono, el escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón versifica: “Quien no está en el futuro / no existe”. ¿Que esas expresiones son diferentes y no tienen punto de contacto? Temo que sí. Por ambos lados. Y para profundizar, utilizando un pistilo bien afilado, esta brevedad de Emily Dickinson: “Ser una flor es una enorme responsabilidad”. ¿Y todo esto a son de qué? A son de hilvanar, establecer proximidades y declarar que el discurso poético, explícito o implícito, está hecho de descifrables e indescifrables cercanías.
Quizá por ello, poeta es el que logra captar el mundo con una mirada diferente y, luego, posee la capacidad de transmitir ese asombro al texto escrito, musicalizado, dramatizado o pintado. Aquel que en donde alguien ve agua, él ve, como Pitágoras, la presencia de la geometría; o en donde otro percibe solo palabras, él capta que de la curvatura de las palabras manan, silenciosas, unas visibles y lentas lágrimas de vino rojo. (Lea más sobre el autor y su obra, un texto sobre el sombrero vueltiao).
Para Tales de Mileto, el agua era el origen de todas las cosas. Todo partía del agua, y el agua podía parafrasear su propio misterio: podía ser líquida, y de líquida pasar a sólida, y de sólida a vaporosa. Y luego retornar al pretérito olvidado. Y Bruce Lee, aunque parezca insólito o no se quiera creer, en sus raptos filosóficos, escribió: “Hay que ser como el agua, hay que adquirir la forma del recipiente que nos contiene”. ¿Que ya eso lo dijo alguien? No hay problema, no importa. Las cosas no son viejas porque ya estén dichas o hechas, sino porque pierdan o mantengan vigencia.
Tengo como lector la pavorosa posibilidad de devorar los libros y transformarlos, para mí, en añicos o en alaridos de victoria. O de estacionarme en sus aristas predilectas, o de eludir las más obvias o las menos cautivantes. Como lector, puedo ser lápiz o lucero: puedo tachar, resaltar o dar brillo. Todo lector es inclemente. Es un dictador, aunque ejerza su poder en la clandestinidad.
Pero para no pecar por excesos, tengo que aceptar que el poeta es un ser escindido. Uno es el que se cree; otro es el que es. Uno es el que va por fuera; otro es el que va por dentro. Tal vez uno es el que recibe los aplausos; otro es el que padece la diatriba. Como ciudadano, el poeta casi nunca carga ningún destello especial; como hombre de la masa es una cifra del censo, un número de cédula, un tipo de sangre. Cuando es capaz de percibir la luz que queda después de que la vela se apaga, como decía Roque Dalton, ya es otro ser y ya le es permitido expresar de otra manera lo que para el lenguaje regular y diario es normal y correcto. El poeta, pues, es un traductor y un destructor: lo denotativo tiene que traducirlo a lo connotativo. El lenguaje rutinario tiene que convertirlo o ubicarlo como lenguaje excepcional. Tiene que traducir la realidad real a una realidad estética, intuitiva, metafórica o irracional (es decir, que se aparte de la racionalidad tradicional).
Entonces, poemario, tienes un adversario en el lector, antes que nada, un enemigo. Es el enemigo el que te obliga a ser el que eres. El que elabora tu perfil. El que al intentar hacerte daño se hace daño a sí mismo. Si el surtido de palabras no te hubiera hincado espinas en la espalda, o no te hubiera amenazado con fusilarte contra la pared de la muralla de la calle desolada, no lo hubieras enfrentado con tanta sangre. Tanta sangre en los pretiles. Claro, otra hubiera sido la historia. No existieran los lamentos de las palabras familiares, esas que se creen relacionadas con lo que eres, fuiste o puedes llegar a ser. No saliera algún relacionado a erigir el edificio de sus justificaciones. Así, sin rabias, fluyera el río.
Como el lector es enemigo de las palabras y las palabras son enemigas del lector, hay que ser medianamente audaz. Pues ningún enemigo, con sus torpezas, sabe para qué tipo de adversario trabaja. Y tampoco sabe qué enemigo hace crecer desde las amapolas de la muerte.
Como no hay año nuevo ni año viejo, y todo es una masa de tiempo que pasa por tu ser sin querer, por tu alma, con el objetivo de llegar a tu casa. Y establecer dominio y jerarquía. Tu casa que es el poema. Tu casa que es la reunión de palabras. Las enemigas o plausibles palabras. Entonces “la importancia de una obra para el autor”, dijo el inteligente Paúl Valéry, “está en relación directa con aquello que de imprevisible le aporta en el proceso de su elaboración”.
Por ello, la poesía puede estar en todas partes, menos en el poeta. Pues al escribir la poesía, ya ella vuelta palabra, se cristaliza en el poema. Y sale a buscar camorra, más que aprobaciones, por el mundo. Y no le importa que el que “dejó inservibles las palabras” o el que le dio vida a esa combinación mágica, se encamine a la muerte o al olvido. El olvido, de lo que estamos hechos, al decir de Borges; aunque yo no le creo semejante fatalidad.
* Escritor, conferenciante y catedrático universitario. Dirige el periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido publicados en francés, inglés, alemán y eslovaco. Su obra más reciente es “Analectas sociológicas y literarias”.
Aunque no se esté de acuerdo con la filosofía que inspira los siguientes versos del bardo español Gabriel Celaya, no hay duda de que tienen fuerza y belleza, y le dan cabida a cierta superioridad a las palabras que él usa, si las comparamos con las que se utilizan para la comunicación vulgar y permanente. Escribió Celaya: “Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía que no toma partido hasta mancharse…” (Cantos íberos). Y, en otro tono, el escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón versifica: “Quien no está en el futuro / no existe”. ¿Que esas expresiones son diferentes y no tienen punto de contacto? Temo que sí. Por ambos lados. Y para profundizar, utilizando un pistilo bien afilado, esta brevedad de Emily Dickinson: “Ser una flor es una enorme responsabilidad”. ¿Y todo esto a son de qué? A son de hilvanar, establecer proximidades y declarar que el discurso poético, explícito o implícito, está hecho de descifrables e indescifrables cercanías.
Quizá por ello, poeta es el que logra captar el mundo con una mirada diferente y, luego, posee la capacidad de transmitir ese asombro al texto escrito, musicalizado, dramatizado o pintado. Aquel que en donde alguien ve agua, él ve, como Pitágoras, la presencia de la geometría; o en donde otro percibe solo palabras, él capta que de la curvatura de las palabras manan, silenciosas, unas visibles y lentas lágrimas de vino rojo. (Lea más sobre el autor y su obra, un texto sobre el sombrero vueltiao).
Para Tales de Mileto, el agua era el origen de todas las cosas. Todo partía del agua, y el agua podía parafrasear su propio misterio: podía ser líquida, y de líquida pasar a sólida, y de sólida a vaporosa. Y luego retornar al pretérito olvidado. Y Bruce Lee, aunque parezca insólito o no se quiera creer, en sus raptos filosóficos, escribió: “Hay que ser como el agua, hay que adquirir la forma del recipiente que nos contiene”. ¿Que ya eso lo dijo alguien? No hay problema, no importa. Las cosas no son viejas porque ya estén dichas o hechas, sino porque pierdan o mantengan vigencia.
Tengo como lector la pavorosa posibilidad de devorar los libros y transformarlos, para mí, en añicos o en alaridos de victoria. O de estacionarme en sus aristas predilectas, o de eludir las más obvias o las menos cautivantes. Como lector, puedo ser lápiz o lucero: puedo tachar, resaltar o dar brillo. Todo lector es inclemente. Es un dictador, aunque ejerza su poder en la clandestinidad.
Pero para no pecar por excesos, tengo que aceptar que el poeta es un ser escindido. Uno es el que se cree; otro es el que es. Uno es el que va por fuera; otro es el que va por dentro. Tal vez uno es el que recibe los aplausos; otro es el que padece la diatriba. Como ciudadano, el poeta casi nunca carga ningún destello especial; como hombre de la masa es una cifra del censo, un número de cédula, un tipo de sangre. Cuando es capaz de percibir la luz que queda después de que la vela se apaga, como decía Roque Dalton, ya es otro ser y ya le es permitido expresar de otra manera lo que para el lenguaje regular y diario es normal y correcto. El poeta, pues, es un traductor y un destructor: lo denotativo tiene que traducirlo a lo connotativo. El lenguaje rutinario tiene que convertirlo o ubicarlo como lenguaje excepcional. Tiene que traducir la realidad real a una realidad estética, intuitiva, metafórica o irracional (es decir, que se aparte de la racionalidad tradicional).
Entonces, poemario, tienes un adversario en el lector, antes que nada, un enemigo. Es el enemigo el que te obliga a ser el que eres. El que elabora tu perfil. El que al intentar hacerte daño se hace daño a sí mismo. Si el surtido de palabras no te hubiera hincado espinas en la espalda, o no te hubiera amenazado con fusilarte contra la pared de la muralla de la calle desolada, no lo hubieras enfrentado con tanta sangre. Tanta sangre en los pretiles. Claro, otra hubiera sido la historia. No existieran los lamentos de las palabras familiares, esas que se creen relacionadas con lo que eres, fuiste o puedes llegar a ser. No saliera algún relacionado a erigir el edificio de sus justificaciones. Así, sin rabias, fluyera el río.
Como el lector es enemigo de las palabras y las palabras son enemigas del lector, hay que ser medianamente audaz. Pues ningún enemigo, con sus torpezas, sabe para qué tipo de adversario trabaja. Y tampoco sabe qué enemigo hace crecer desde las amapolas de la muerte.
Como no hay año nuevo ni año viejo, y todo es una masa de tiempo que pasa por tu ser sin querer, por tu alma, con el objetivo de llegar a tu casa. Y establecer dominio y jerarquía. Tu casa que es el poema. Tu casa que es la reunión de palabras. Las enemigas o plausibles palabras. Entonces “la importancia de una obra para el autor”, dijo el inteligente Paúl Valéry, “está en relación directa con aquello que de imprevisible le aporta en el proceso de su elaboración”.
Por ello, la poesía puede estar en todas partes, menos en el poeta. Pues al escribir la poesía, ya ella vuelta palabra, se cristaliza en el poema. Y sale a buscar camorra, más que aprobaciones, por el mundo. Y no le importa que el que “dejó inservibles las palabras” o el que le dio vida a esa combinación mágica, se encamine a la muerte o al olvido. El olvido, de lo que estamos hechos, al decir de Borges; aunque yo no le creo semejante fatalidad.
* Escritor, conferenciante y catedrático universitario. Dirige el periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido publicados en francés, inglés, alemán y eslovaco. Su obra más reciente es “Analectas sociológicas y literarias”.