Los motivos para la reedición del libro “M-19. El heavy metal latinoamericano”
El periodista argentino Ángel Becassinno explica la publicación de sus entrevistas sobre esa desaparecida guerrilla, editadas en 1989 y ahora disponibles como documento del sello editorial Debate.
Ángel Becassinno * / Especial para El Espectador
Ha cambiado mucho el agua que pasa bajo los puentes desde aquella edición de 1989 de M-19: El heavy metal latinoamericano, que salió a la calle en los mismos días en que se desintegró la Unión Soviética, alterando de forma radical el escenario mundial, y en la que se incluían algunos de estos textos. Los ríos que corren hoy están contaminados de mercurio, cianuro y químicos, varios de ellos provenientes de la minería que destroza el paisaje y la vida vegetal, animal y humana. (Lea la historia del hoy presidente Gustravo Petro en la guerrilla del M-19).
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Ha cambiado mucho el agua que pasa bajo los puentes desde aquella edición de 1989 de M-19: El heavy metal latinoamericano, que salió a la calle en los mismos días en que se desintegró la Unión Soviética, alterando de forma radical el escenario mundial, y en la que se incluían algunos de estos textos. Los ríos que corren hoy están contaminados de mercurio, cianuro y químicos, varios de ellos provenientes de la minería que destroza el paisaje y la vida vegetal, animal y humana. (Lea la historia del hoy presidente Gustravo Petro en la guerrilla del M-19).
También están contaminados con los agroquímicos con que la agricultura de escala industrial ha ido reemplazando a los pequeños fundos donde el campesino cultivaba el pancoger, la sobrevivencia diaria, y llevaba el excedente al mercado local. Pero se ha abierto la esperanza de que desaparezca de esas aguas la presencia de la sangre.
En esta Colombia sobre la cual ha sido un lugar común decir que tiene más territorio que Estado, lo que facilitó el establecimiento de «estados» paralelos en gran parte del territorio, hay ahora una voluntad de cumplir ese acuerdo de paz firmado con la mayor fuerza guerrillera (las Farc), la que más tiempo permaneció en pie de guerra en la historia contemporánea del planeta. Una guerrilla concebida como ejército del pueblo, que creció y creció en su presencia territorial y su poder de combate, llegando a operar ciento diecisiete frentes guerrilleros en más de la mitad de los municipios del país, y a la que Carlos Pizarro intentó convencer, sin éxito, de hacer una negociación de paz conjunta un cuarto de siglo antes de que decidieran hacerlo.
Perdida aquella oportunidad, el país debió pasar por las pescas milagrosas, las tomas guerrilleras de pueblos enteros, las masacres paramilitares en las veredas campesinas, la expulsión del campesino de sus tierras bajo la odisea del «desplazamiento», el fracaso de ese «interregno» que fue el proceso de diálogos sordos alrededor de la posibilidad de detener la larga guerra.
Ya entrado el nuevo siglo, lo que quería evitar Pizarro se fue consolidando. Lejos de los avances del mundo, Colombia se encerró día a día más y más en su laberinto de balas. Durante dos gobiernos sucesivos, se sacrificaron las necesidades del país en educación, salud, vivienda, e infraestructura, para aumentar la capacidad de combate de las fuerzas militares, elevando el pie de fuerza del Ejército y la Policía hasta superar los cuatrocientos quince mil efectivos. El gasto de guerra se incrementó a cifras que convirtieron a Colombia en el segundo país de América Latina con mayor presupuesto en ese rubro, y uno de los veinte con mayor gasto militar en el mundo, con la excusa de acabar con no más de veinte mil guerrilleros.
Es decir, tres décadas después de aquel asesinato de Carlos Pizarro a bordo de un avión volando de Bogotá a Barranquilla durante su campaña presidencial, Colombia parecía corroborar aquello de «cambiar para que nada cambie», que sentenció en El Gatopardo Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Pero la esperanza de «otra cosa» se sostiene con la posibilidad de que el gobierno de Gustavo Petro, que reivindica a aquel M-19, signifique el fin de la insensatez de esa sangrienta «guerra a las drogas» y de ese récord mundial de líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados, para finalmente dar pie al comienzo de una paz firme en el país.
La expansión horizontal del conocimiento busca la posibilidad de que hoy sea un hecho, organizado en torno al modelo del copyleft, que se basa en la libertad de circulación de saberes y técnicas, que fomenta la creación recombinante y acumulativa, e impulsa el crecimiento libre de la inteligencia colectiva. Este fue un tema que vislumbraba Carlos Pizarro en la época en que me propuso que el M-19 financiara la revista Ocio & Negocios que yo editaba como voz del Movimiento Sísmico, recogiendo aquella tradición del Ejército de Liberación Nacional peruano de los años sesenta, que tuvo entre sus poetas muertos a Javier Heraud y Edgardo Tello, y que en sus últimos tiempos financió Estación Reunida, una revista que recogía el título del último libro de Heraud.
Presentándose como «una publicación de rock, revolución y poesía», Estación publicó solo cuatro números. Ocio & Negocios la superó en uno, circuló en Colombia y otros países latinoamericanos en los que muchos la recibieron como un aporte para ampliar sus miradas sobre el mundo tanto como sobre sus vidas cotidianas. Y así ocurre con otros mensajes que surgen de las primeras decisiones de este Gobierno que votó mayoritariamente Colombia para que esta vez las cosas cambien, y no se quede el cambio en promesa.
No recuerdo si fue Arjaid Artunduaga o fue Otty Patiño el que en una conversación me dijo que más que rendirse, lo que hizo el M-19 fue dejar de pelear. Y Rafael Vergara lo aterrizó en otra conversación, especificando que lo que hizo el M fue renunciar a ver al otro como enemigo. Ese era el sentimiento que guiaba a esta guerrilla bajo la comandancia de Carlos Pizarro cuando bajamos al cañón del río Duda, donde las FARC tenían una suerte de pueblo de colonos con trincheras, que era el centro de operaciones de su comando general, «el Secretariado».
En ese lugar, denominado popularmente como «El rincón de los viejitos buenos», durante un mes, Carlos intentó convencer a Manuel Marulanda y a Jacobo Arenas, con cierta complicidad de Alfonso Cano, para negociar de forma conjunta la desmovilización, el desarme y la incorporación a la política legal y la sociedad civil. Y lo intentó, más que con sus certezas, asumiendo todas sus dudas y el riesgo de errar que había implícito en la jugada de negociar con el Estado y los representantes del Gobierno, y que algunos días ventilábamos caminando por aquellas montañas, hablando frecuentemente del pensamiento de Thomas Merton, al que yo publicaba en Ocio & Negocios, y que lo había impactado.
Carlos quería dar el gran salto en alianza con Manuel y Jacobo, con quien Tirofijo formaba la dupla del poder central de las FARC. Debajo de ellos venían los cuadros, las formalidades, la tropa, pero la realidad la decidían ellos, tal cual la había definido la voluntad de Gandhi en India, «ese cabrón tan osado», como le decía riendo Jacobo Arenas un día en que, comiendo palomitas que había preparado su novia, vimos la película Gandhi en Betamax y Jacobo gozó como niño identificándose con el personaje, al tiempo que negaba sus métodos.
En los años que han pasado desde aquellos días, Jacobo y Manuel han muerto apaciblemente, por agotamiento de sus años, Carlos Pizarro y Alfonso Cano por otro tipo de muerte natural colombiana, la de las balas. Y hay quienes piensan que con ellos, quizás, ha ido muriendo un mundo, una forma de habitar los días, una forma de comprender y asumir la vida. Pero también, y esto puede referirse en particular a Manuel y Jacobo, quizás ha muerto una resistencia a romper inercias, a dar grandes saltos.
Lo cual abre el horizonte para este nuevo momento colombiano que ha inaugurado el triunfo de Gustavo Petro, en medio de las necesidades promovidas por los flujos de capitales salvajes en busca de renta y la crisis de la globalización promovida por la «civilización occidental y cristiana». Luego de que un gobierno de signo uribista, el de Iván Duque, obstaculizara permanentemente lo acordado para la desmovilización de las FARC en La Habana, el tema de aquel libro cuya edición se agotó en los mismos días del asesinato de Pizarro, vuelve a abrirse paso impulsado por la necesidad de un espejo donde podamos mirarnos.
***
Para ampliar el aporte reflexivo sobre aquello que fue y lo que siguió, incorporé a esta edición un par de conversaciones, con Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, así como la mirada, en dos diferentes momentos, de otro de los miembros de aquel M-19, Arjaid Artunduaga. Y para contextualizar las entrevistas, reproduzco un breve texto que escribí para enmarcar un proyecto de serie documental ficcionada cuyo enfoque giraba en torno a la idea de una guerrilla de creativos político-publicitarios: En Colombia nunca pasaba nada y, de repente, aparecieron los muchachos, repartiendo leche en los barrios pobres, robando por un túnel miles de armas al Ejército, desenvainando nuevamente la espada de Bolívar.
En un mundo de guerrillas marxistas, su propuesta era nacionalizar la revolución, darle sabor a pachanga. Antes que la disciplina militar de otras guerrillas, ellos vivían el júbilo de ser amigos. La revolución es una fiesta, y Somos la pureza en chanclas, declaraba su comandante, Jaime Bateman, que se definía a sí mismo como «El profeta de la paz». Los guerrilleros del M sentían que el amor era la sensación de la inmortalidad, y asumían todos los riesgos con la certeza de contar con una cadena de afectos que les protegía del peligro. «La mejor forma de esconderse es dejarse ver. A mí me paran a cada rato y me dicen que me parezco mucho a Bateman», explicaba su poder de invisibilidad para las fuerzas represivas Bateman, que nunca fue detenido.
Desertaron de las campesinas FARC porque creían que la revolución no se debía hacer en el monte, sino en las ciudades, donde está la gente. Y que solo se avanzaba si cada acción era un titular de prensa que conmoviera a esa gente. Con una tarjeta Diners pagaron la campaña publicitaria con la que irrumpieron en enero de 1974, como expectativa para la siguiente acción: llevarse la espada de Bolívar.
Omar Torrijos, Gabriel García Márquez, Fidel Castro, entre otros, les ayudaron a evitar, por casi veinte años, que la espada de Bolívar fuera recuperada por el Estado, hasta que la devolvieron meses después del asesinato de su último comandante, Carlos Pizarro Leongómez, el comandante papito, como le llamaban las mujeres suspirando por él. «Hijo de un Almirante, había comenzado la guerrilla junto a Bateman, hijo de una Rosacruz. Era el más guerrero de todos, pero fue el que logró que la paz se convirtiera en el instrumento para ganar la guerra».
Como continuando las dos campañas políticas electorales de Carlos Pizarro, en 2012, Gustavo Petro se convirtió en alcalde de Bogotá y en 2022 fue elegido presidente de Colombia. En su ceremonia de posesión ordenó traer la espada de Bolívar y recibió la banda presidencial de manos de la senadora María José Pizarro, hija mayor de Carlos Pizarro, haciendo evidente, para quien sepa interpretar los símbolos, que, finalmente, el M-19 había alcanzado la posibilidad de hacer realidad sus ideas de país que están consignadas en este libro.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Ángel Beccassino: Nació en Argentina. Vive en Colombia desde 1986. Es periodista, fotógrafo y estratega político. Ha publicado los libros El precio del poder (Agui lar, 2005), La nueva política (Grijalbo, 2008), Ese deseo de estar donde no estás (Ícono, 2008), Cómo ganar cuando todos pierden: la crisis como oportunidad (Planeta, 2009), Room Service (Aguilar, 2013), El laberinto de la paz (Ediciones B, 2015) y Los Estados Unidos de Trump (Oveja Negra, 2016).