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Hace poco un respetado colega me preguntó: ¿por qué estás escribiendo un libro, si con el esfuerzo que lleva escribir un libro puedes escribir cuatro artículos en revistas especializadas para académicos que te dan tres o cuatro veces más puntaje académico y salarial? Mi respuesta ilusa fue: porque este libro, mi segundo, es lo más importante que he escrito; escribir este libro sobre la construcción del canal de Panamá desde la perspectiva panameña es mi sueño como historiadora.
Comienzo con esta anécdota porque pone de manifiesto dos problemas fundamentales que los historiadores enfrentamos hoy en Colombia: en qué formato escribimos (libro o artículo especializado) y en qué idioma escribimos (inglés o español). Lo que lleva a una pregunta aún más importante: ¿por qué escribimos y para quién escribimos?
Nos entrenamos para escribir libros, nos enseñaron que ese es el logro máximo de un historiador. Y a nivel internacional, la importancia de un historiador todavía se mide por la calidad e influencia de sus libros. Sin embargo, en este momento, aquí en Colombia, escribir un libro significa renunciar a promociones académicas y a aumentos salariales, porque nuestro sistema universitario actual no entiende los libros (o no los quiere entender) y no los valoriza. Uno de los retos, entonces, que enfrentamos es explicar y defender la importancia de los libros.
¿Por qué escribimos libros? ¿Qué se puede decir en ese formato que no se puede decir en un artículo? El libro permite involucrar al lector en una historia que demuestra, que narra, que provee ejemplos ilustrativos y, a través de esos ejemplos, permite llevar al lector al pasado, a entender otros tiempos y otras maneras de ver el mundo. Y también a entender el origen y la complejidad histórica de los problemas que nos rodean y del mundo en que vivimos. Como muchos, cuando pienso en las grandes obras que cambiaron mi forma de ver el mundo, pienso sobre todo en libros. Fueron libros los que me enseñaron a entender conceptos como el nacionalismo, o a comprender la historia del capitalismo, a descubrir los múltiples mitos sobre la historia de las mujeres, o a entender cómo se ha perpetuado y transformado el racismo en los últimos 500 años.
Pedirle a un historiador que deje de escribir libros es como pedirle a un novelista que se olvide de las novelas y sólo escriba cuentos cortos.
El aspecto más importante del libro es que permite que el historiador se comunique con el público en general y no sólo con los especialistas en su tema, que son los que leen las revistas especializadas. Pero ¿nos estamos comunicando con el público? ¿Le estamos contando al país su historia?
Y esta ocasión es tal vez el momento de hacerle algo de autocrítica de nuestra profesión y del legado de la profesionalización de la historia que se dio en la segunda mitad del siglo XX. La profesionalización de la historia buscaba construir una historia que fuera menos anecdótica y más analítica, una historia que se relacionara más estrechamente con los métodos de otras ciencias sociales como la sociología y la antropología. Una historia que evitara el anacronismo y que usara de manera seria y profunda los documentos de archivos. Pero en el esfuerzo de transformarnos en una ciencia social perdimos mucho de nuestro nexo con la literatura. Un legado de la profesionalización de la disciplina fue perder el contacto con el público general debido a la especialización del lenguaje. Empezamos a escribir cada vez más para especialistas y menos para un público amplio. Dejamos de prestarles suficiente atención al estilo y al arte de contar historias. Si somos, como creo, depositarios cruciales de la memoria colectiva, tenemos que prestar atención a la narrativa. Tenemos que escribir para que nos quieran leer. No podemos seguir dándonos el lujo de escribir sólo para nosotros mismos.
En momentos en los que la política educativa del Gobierno y las prioridades de investigación de las universidades ven con indiferencia, si no con desprecio, a las humanidades, el único apoyo que podemos tener es el del público. Porque, y de eso estoy segura, a mucha gente sí le interesa conocer su historia. Muchas personas buscan aprender historia en los museos, en las novelas históricas, en las películas, en el teatro. Donde, paradójicamente, la buscan cada vez menos es en los libros de historia escritos por historiadores profesionales.
¿Qué hacer, entonces? Tal vez cambiar nuestros formatos. Por ejemplo, abandonar la clásica introducción al libro de historia que puede ser más un obstáculo que una invitación al resto del libro. Hace poco un amigo no historiador me contó que estaba leyendo la introducción de mi libro. Como ejercicio volví a leerla con los ojos de un no especialista y, al hacerlo, al escritor que todos los historiadores llevamos escondido en el corazón le dio vergüenza. Había jerga innecesaria, cosas que hubiera podido explicar de manera más clara y con mayor detalle. Todo hubiera podido escribirse mejor sin perder el contenido.
El reto, creo, es retomar el contacto con la literatura, prestarle atención al estilo, al arte de contar historias, sin perder la seriedad y la profundidad de análisis y uso de archivos que nos dejó la era de la profesionalización de la historia. Esto significa, tal vez, abandonar la división entre libros de divulgación y libros para especialistas. Escribir libros e introducciones en los que la teoría y la historiografía sean como la sal, que le da sabor a todo, pero no se siente. Es importante recordar que se puede ser ameno sin ser superficial. Esto, por supuesto, es difícil, muy difícil, y no es valorado por ninguna burocracia educativa, pero infinitamente apreciado por los lectores.
Pero retomar ese contacto con la literatura y prestarle mayor atención al estilo enfrenta otro problema: ese problema es que los sistemas de evaluación de las universidades colombianas y de Colciencias privilegian las publicaciones en inglés, porque las revistas más prestigiosas están en ese idioma. ¿Qué pasa con el nexo entre historia y literatura cuando le piden a uno que escriba en un idioma que es ajeno? Permítanme que sea anecdótica. He vivido la mitad de mi vida en inglés y la otra mitad en español. Y si algo me quedó claro de la experiencia fue el sacrificio que significó aprender a escribir en inglés de una manera que no sólo fuera correcta, sino que también tuviera algo de gracia. Es que para escribir bien en un idioma hay que vivir en él, hay que leer su literatura, hay que bromear y conversar con los amigos, hay que enamorarse en él. Y hay que escribir constantemente en ese idioma. Pero si vivimos en un país de habla hispana y nos obligan a escribir en inglés, nos están obligando a no escribir bien en ningún idioma. Es también quitarle al escritor el placer de la escritura y al lector el placer de la lectura.
¿Le pediríamos a un novelista que escribiera en un idioma que no es el suyo? No, nos parecería un absurdo. Pero no es absurdo pedírselo a un científico. ¿Y qué hacemos con la historia, esta disciplina que por un lado narra historias, pero por otro lado las basa en el estudio cuidadoso de la evidencia? Repensar el espacio entre ciencia y literatura que ocupa la historia es tal vez el reto que enfrentamos hoy. Si seguimos aceptando el modelo de publicación de las ciencias vamos a desaparecer por aburridos y por irrelevantes. Aceptar nuestra cercanía con la literatura, con el arte de narrar historias, nos permite pedir que se nos deje escribir en nuestro idioma.
Si queremos mantener nuestra relevancia y jugar nuestro papel de contadores de historias colectivas, tenemos que escribir de manera accesible, tenemos que seguir escribiendo libros, y tenemos que seguir escribiéndolos en español.