Prehistoria literaria de García Márquez
Uno de los biógrafos del nobel, el autor de ‘El viaje a la semilla’, detalla una de las etapas más desconocidas del escritor colombiano.
Dasso Saldívar / Especial para El Espectador
Tras la muerte de su abuelo Nicolás Ricardo Márquez Mejía, el niño Gabriel apenas vivió cuatro o cinco meses más en Aracataca, trasladándose a Barranquilla con sus padres a comienzos de 1938. En la capital del Atlántico terminó la primaria en la escuela Cartagena de Indias, pero en noviembre del año siguiente sus padres decidieron mudarse a Sucre, donde vivirían cerca de 12 años. A principios de 1940, Gabito retornó a Barranquilla, para matricularse en el colegio jesuita de San José e iniciar el bachillerato.
Fue el comienzo del gran sarampión literario del futuro escritor. El ambiente intelectual y literario del colegio jesuita desempeñó un papel importante, aunque Gabito ya era un niño tocado por el virus de la literatura desde sus primeros años en Aracataca.
No es fácil determinar cuándo empieza la vida literaria del autor de Cien años de soledad, pues ésta se confunde con su vida misma y se inicia con seguridad mucho antes de que él aprendiera a leer y a escribir. Tiene sus raíces en los relatos realistas del abuelo, en los fantasmagóricos de la abuela, en las historietas que el niño dibujaba en cuadernos a la sombra del abuelo, en los versos del Siglo de Oro que le escuchaba declamar a su maestra riohachera Rosa Elena Fergusson, en las Sesiones solemnes (cuentos clásicos dramatizados), que representaba con sus compañeros de la escuelita Montessori de Aracataca, y, de forma muy marcada, en la lectura que hizo a los nueve años de Las mil y una noches. Así que, más que un momento, el comienzo de la vida literaria de García Márquez es una suma de circunstancias en la que cada una tiene un influjo significativo. Pero qué duda cabe que sí podemos datar en el tiempo el comienzo de su actividad como aprendiz de escritor: fue en 1940, mientras cursaba primero de bachillerato en el Colegio San José de Barranquilla, cuando todo empezó “mamando gallo”.
Criado dentro de las más estrictas formalidades por abuelos de ascendencia española y numerosas tías que vestían de luto y semiluto, el niño Gabriel fue aflojando el corsé de las formalidades en el ambiente de Barranquilla, y en las primeras crónicas y versos que publicó en su vida dio rienda suelta a su sentido del humor costeño o “mamadera de gallo”. El ambiente que los nutría era el propio de las divisiones, que era la manera como los jesuitas distribuían el alumnado según criterios de edad y de estatura. Cada división estaba regida por un prefecto. Los de primero, segundo y tercero de bachillerato formaban la Segunda División, a la que perteneció Gabriel durante los dos años largos que estuvo en el San José (en 1941 debió retirarse de segundo por problemas de salud). Dentro de cada división se formaban grupos según las afinidades vocacionales, y Gabriel encabezaba la de los literatos y humanistas. Al ver su voracidad lectora, los jesuitas lo orientaron hacia la literatura y en las clases de matemáticas y deporte, que lo llenaban de tedio, le permitían que leyera poesía. Su alta fiebre literaria fue, sin duda, uno de los alicientes para que los jesuitas lanzaran la publicación de la revista Juventud, en la cual el adolescente Gabriel no sólo publicó sus primeros versos y crónicas, sino que tuvo un papel destacado en las ilustraciones de los primeros seis números. En ese momento el aprendiz de escritor era ya un gran dibujante y un lector enfebrecido de poesía, a la vez que había empezado a leer a los grandes clásicos de la literatura infantil, siguiendo el camino que le había señalado Sherezada a los nueve años.
Crónica de la Segunda División, Instantáneas de la Segunda División, Desde un rincón de la Segunda, Bobadas mías y Crónica de la Segunda División (verso) son pues las primeras cosas que escribió y publicó el futuro autor de Cien años de soledad. La mayoría está escrita en redondillas y en octavas, y anuncian que el adolescente no sólo ha leído ya a los poetas de la Costa, como Severo Catalina y Candelario Obeso, que tanto le gustaba recitar a la abuela Tranquilina, sino que había leído, a los trece y quince años, a los poetas nacionales de Colombia y a los clásicos del Siglo de Oro, como puede verse por la parodia que hace en Crónica de la Segunda División, del famoso soneto La niña de plata, de Lope de Vega.
Sin embargo, llama la atención que en estos primeros versos y crónicas el aprendiz de escritor no haya elegido propiamente un modelo a seguir, no inventara temas químicamente puros ni recurriera a la mistificación intelectual, que son recursos propios de los escritores incipientes, como sí lo haría el joven Javier Garcés de Zipaquirá durante los tres últimos años del bachillerato.
Y es que los cuatro años que García Márquez pasó en Zipaquirá, donde terminó el bachillerato, gracias a una beca que se ganó por concurso en Bogotá, supusieron el momento más álgido del sarampión literario, la consolidación de la segunda y más fructífera etapa de su prehistoria literaria. Tres circunstancias felices contribuyeron a ello: el hecho de que los doscientos cincuenta alumnos del Liceo Nacional de Zipaquirá fueran los más pobres y los más capaces, pues todos eran seleccionados por concurso; el hecho de que en el Liceo estuvieran los profesores de secundaria más preparados de Colombia, pues eran todos progresistas o de izquierdas, que el Ministerio de Educación enviaba a la periferia para que no contaminaran la juventud de las élites de Bogotá; la otra circunstancia es que en ese momento estaba en Colombia en auge la poesía, gracias al movimiento Piedra y Cielo, capitaneado por los poetas Eduardo Carranza y Jorge Rojas, dándose la circunstancia añadida de que en el Liceo enseñaban dos enfebrecidos piedracielistas: el rector Carlos Martín, que era el benjamín del movimiento, y el profesor de literatura Carlos Julio Calderón Hermida, la persona que condujo a Gabriel por el mundo de la prosa y de la novela.
Aunque García Márquez dijera, siendo ya un escritor mundialmente consagrado, que haberse ganado la beca para terminar el bachillerato en Zipaquirá “fue como haberse ganado un tigre en una rifa”, lo cierto es que el frío y la soledad de los Andes terminaron de consolidar, junto al ambiente del Liceo Nacional de Zipaquirá, su vocación de escritor. Al principio casi no salía, por temor a coger una pulmonía, y vivía encerrado leyendo novelas y libros de poesía, llegando a leer toda la biblioteca de Liceo en cuatro años, incluidos los tres gruesos tomos de las obras completas de Freud. Pronto encontró entre los compañeros sus contertulios literarios, y con Mario Convers formó el centro literario de Los Trece, del cual fue secretario general y uno de sus grandes impulsores. Pero Los Trece no sólo leían y se intercambiaban “el rollo infinito de la literatura”, sino que editaron su propio órgano de expresión, Gaceta Literaria, aprovechando el apoyo del rector Carlos Martín y la visita que a mediados de 1944 le hicieron a éste los capitanes de Piedra y Cielo: Eduardo Carranza y Jorge Rojas.
En el primer número de Gaceta Literaria, del 18 de julio de aquel año, quedó publicado el primer trabajo periodístico de que se tiene noticia del futuro periodista García Márquez: La encuesta del día, escrita a cuatro manos con Mario Convers, donde se recogen las opiniones de Eduardo Carranza, Jorge Rojas, el músico Guillermo Quevedo y el párroco de Zipaquirá Juan de las Heras sobre la música, la educación y la juventud colombianas. Pero el protagonismo de Javier Garcés, seudónimo que utilizó Gabriel en Zipaquirá, fue mayor: tuvo a su cargo la sección “Nuestros Poetas”, dedicada en esta ocasión a Jorge Rojas, y una sección propia titulada “Prosas líricas de Javier Garcés”, donde publicó El instante de un río, la primera prosa con intención creativa que se conoce del futuro novelista, en la que ya aparecen anunciados dos elementos de su obra madura: la trasposición poética por el reflejo de las cosas en los espejos (del agua, del sueño o de la nostalgia) y la lluvia de flores, que en este caso son violetas.
Aunque los mejores sonetos piedracielistas de Javier Garcés los escribió en quinto y sexto de bachillerato, como La espiga, Si alguien llama a tu puerta, Tercera presencia del amor o Soneto matinal a una colegiala ingrávida, 1944 fue, mientras cursaba cuarto de bachillerato, el año más intenso y fructífero de su prehistoria literaria, pues fue también el año de su primer cuento, Un caso de psicosis obsesiva, que no se conserva, y el año en que Eduardo Carranza le publicó en El Tiempo su primera publicación literaria en regla: Canción, un poema inspirado en la muerte trágica de su amiga zipaquireña Lolita Porras.
Con la Tercera resignación, su primer cuento, que en septiembre cumplirá 67 años, comienza propiamente la historia literaria de Gabriel García Márquez, pues es donde empieza a aflorar su talento de escritor, narrador y fabulador. Sin embargo, dos meses antes de que El Espectador le publicara ese cuento, el joven cataquero insistía todavía en ser un poeta piedracielista, como lo demuestran los dos poemas, Elegía a la Marisela y Poema desde un caracol (los primeros escritos que firmó con su nombre completo), que sus amigos y condiscípulos de derecho Luis Villar Borda y el futuro cura guerrillero Camilo Torres le publicaron en La Vida Universitaria, suplemento cultural del diario La Razón.
Poema desde un caracol
Yo he visto el mar. Pero no era
el mar retórico con mástiles
y marineros amarrados
a una leyenda de cantares.
Ni el verde mar cosmopolita
-mar de Babel- de las ciudades,
que nunca tuvo unas ventanas
para el lucero de la tarde.
Ni el mar de Ulises que tenía
siete sirenas musicales
cual siete islas rodeadas
de música por todas partes.
Ni el mar inútil que regresa
con una carga de paisajes
para que siempre sea octubre
en el sueño de los alcatraces.
Ni el mar bohemio con un puerto
y un marinero delirante
que perdiera su corazón
en una partida de naipes.
Ni el mar que rompe contra el muelle
una canción irremediable
que llega al pecho de los días
sin emoción, como un tatuaje.
Ni el mar puntual que siempre tiene
un puerto para cada viaje
donde el amor se vuelve vida
como en el vientre de una madre.
Que era mi mar el mar eterno,
mar de la infancia, inolvidable,
suspendido de nuestro sueño
como una paloma en el aire.
Era el mar de la geografía,
de los pequeños estudiantes,
que aprendíamos a navegar
en los mapas elementales.
El mar de los caracoles,
mar prisionero, mar distante,
que llevábamos en el bolsillo
como un juguete a todas partes.
El mar azul que nos miraba,
cuando era nuestra edad tan frágil
que se doblaba bajo el peso
de los castillos en el aire.
Y era el mar del primer amor
en unos ojos otoñales.
Un día quise ver el mar
-mar de la infancia- y ya era tarde.
LA RAZÓN,
La Vida Universitaria,
Bogotá, 22 de julio de 1947
Tras la muerte de su abuelo Nicolás Ricardo Márquez Mejía, el niño Gabriel apenas vivió cuatro o cinco meses más en Aracataca, trasladándose a Barranquilla con sus padres a comienzos de 1938. En la capital del Atlántico terminó la primaria en la escuela Cartagena de Indias, pero en noviembre del año siguiente sus padres decidieron mudarse a Sucre, donde vivirían cerca de 12 años. A principios de 1940, Gabito retornó a Barranquilla, para matricularse en el colegio jesuita de San José e iniciar el bachillerato.
Fue el comienzo del gran sarampión literario del futuro escritor. El ambiente intelectual y literario del colegio jesuita desempeñó un papel importante, aunque Gabito ya era un niño tocado por el virus de la literatura desde sus primeros años en Aracataca.
No es fácil determinar cuándo empieza la vida literaria del autor de Cien años de soledad, pues ésta se confunde con su vida misma y se inicia con seguridad mucho antes de que él aprendiera a leer y a escribir. Tiene sus raíces en los relatos realistas del abuelo, en los fantasmagóricos de la abuela, en las historietas que el niño dibujaba en cuadernos a la sombra del abuelo, en los versos del Siglo de Oro que le escuchaba declamar a su maestra riohachera Rosa Elena Fergusson, en las Sesiones solemnes (cuentos clásicos dramatizados), que representaba con sus compañeros de la escuelita Montessori de Aracataca, y, de forma muy marcada, en la lectura que hizo a los nueve años de Las mil y una noches. Así que, más que un momento, el comienzo de la vida literaria de García Márquez es una suma de circunstancias en la que cada una tiene un influjo significativo. Pero qué duda cabe que sí podemos datar en el tiempo el comienzo de su actividad como aprendiz de escritor: fue en 1940, mientras cursaba primero de bachillerato en el Colegio San José de Barranquilla, cuando todo empezó “mamando gallo”.
Criado dentro de las más estrictas formalidades por abuelos de ascendencia española y numerosas tías que vestían de luto y semiluto, el niño Gabriel fue aflojando el corsé de las formalidades en el ambiente de Barranquilla, y en las primeras crónicas y versos que publicó en su vida dio rienda suelta a su sentido del humor costeño o “mamadera de gallo”. El ambiente que los nutría era el propio de las divisiones, que era la manera como los jesuitas distribuían el alumnado según criterios de edad y de estatura. Cada división estaba regida por un prefecto. Los de primero, segundo y tercero de bachillerato formaban la Segunda División, a la que perteneció Gabriel durante los dos años largos que estuvo en el San José (en 1941 debió retirarse de segundo por problemas de salud). Dentro de cada división se formaban grupos según las afinidades vocacionales, y Gabriel encabezaba la de los literatos y humanistas. Al ver su voracidad lectora, los jesuitas lo orientaron hacia la literatura y en las clases de matemáticas y deporte, que lo llenaban de tedio, le permitían que leyera poesía. Su alta fiebre literaria fue, sin duda, uno de los alicientes para que los jesuitas lanzaran la publicación de la revista Juventud, en la cual el adolescente Gabriel no sólo publicó sus primeros versos y crónicas, sino que tuvo un papel destacado en las ilustraciones de los primeros seis números. En ese momento el aprendiz de escritor era ya un gran dibujante y un lector enfebrecido de poesía, a la vez que había empezado a leer a los grandes clásicos de la literatura infantil, siguiendo el camino que le había señalado Sherezada a los nueve años.
Crónica de la Segunda División, Instantáneas de la Segunda División, Desde un rincón de la Segunda, Bobadas mías y Crónica de la Segunda División (verso) son pues las primeras cosas que escribió y publicó el futuro autor de Cien años de soledad. La mayoría está escrita en redondillas y en octavas, y anuncian que el adolescente no sólo ha leído ya a los poetas de la Costa, como Severo Catalina y Candelario Obeso, que tanto le gustaba recitar a la abuela Tranquilina, sino que había leído, a los trece y quince años, a los poetas nacionales de Colombia y a los clásicos del Siglo de Oro, como puede verse por la parodia que hace en Crónica de la Segunda División, del famoso soneto La niña de plata, de Lope de Vega.
Sin embargo, llama la atención que en estos primeros versos y crónicas el aprendiz de escritor no haya elegido propiamente un modelo a seguir, no inventara temas químicamente puros ni recurriera a la mistificación intelectual, que son recursos propios de los escritores incipientes, como sí lo haría el joven Javier Garcés de Zipaquirá durante los tres últimos años del bachillerato.
Y es que los cuatro años que García Márquez pasó en Zipaquirá, donde terminó el bachillerato, gracias a una beca que se ganó por concurso en Bogotá, supusieron el momento más álgido del sarampión literario, la consolidación de la segunda y más fructífera etapa de su prehistoria literaria. Tres circunstancias felices contribuyeron a ello: el hecho de que los doscientos cincuenta alumnos del Liceo Nacional de Zipaquirá fueran los más pobres y los más capaces, pues todos eran seleccionados por concurso; el hecho de que en el Liceo estuvieran los profesores de secundaria más preparados de Colombia, pues eran todos progresistas o de izquierdas, que el Ministerio de Educación enviaba a la periferia para que no contaminaran la juventud de las élites de Bogotá; la otra circunstancia es que en ese momento estaba en Colombia en auge la poesía, gracias al movimiento Piedra y Cielo, capitaneado por los poetas Eduardo Carranza y Jorge Rojas, dándose la circunstancia añadida de que en el Liceo enseñaban dos enfebrecidos piedracielistas: el rector Carlos Martín, que era el benjamín del movimiento, y el profesor de literatura Carlos Julio Calderón Hermida, la persona que condujo a Gabriel por el mundo de la prosa y de la novela.
Aunque García Márquez dijera, siendo ya un escritor mundialmente consagrado, que haberse ganado la beca para terminar el bachillerato en Zipaquirá “fue como haberse ganado un tigre en una rifa”, lo cierto es que el frío y la soledad de los Andes terminaron de consolidar, junto al ambiente del Liceo Nacional de Zipaquirá, su vocación de escritor. Al principio casi no salía, por temor a coger una pulmonía, y vivía encerrado leyendo novelas y libros de poesía, llegando a leer toda la biblioteca de Liceo en cuatro años, incluidos los tres gruesos tomos de las obras completas de Freud. Pronto encontró entre los compañeros sus contertulios literarios, y con Mario Convers formó el centro literario de Los Trece, del cual fue secretario general y uno de sus grandes impulsores. Pero Los Trece no sólo leían y se intercambiaban “el rollo infinito de la literatura”, sino que editaron su propio órgano de expresión, Gaceta Literaria, aprovechando el apoyo del rector Carlos Martín y la visita que a mediados de 1944 le hicieron a éste los capitanes de Piedra y Cielo: Eduardo Carranza y Jorge Rojas.
En el primer número de Gaceta Literaria, del 18 de julio de aquel año, quedó publicado el primer trabajo periodístico de que se tiene noticia del futuro periodista García Márquez: La encuesta del día, escrita a cuatro manos con Mario Convers, donde se recogen las opiniones de Eduardo Carranza, Jorge Rojas, el músico Guillermo Quevedo y el párroco de Zipaquirá Juan de las Heras sobre la música, la educación y la juventud colombianas. Pero el protagonismo de Javier Garcés, seudónimo que utilizó Gabriel en Zipaquirá, fue mayor: tuvo a su cargo la sección “Nuestros Poetas”, dedicada en esta ocasión a Jorge Rojas, y una sección propia titulada “Prosas líricas de Javier Garcés”, donde publicó El instante de un río, la primera prosa con intención creativa que se conoce del futuro novelista, en la que ya aparecen anunciados dos elementos de su obra madura: la trasposición poética por el reflejo de las cosas en los espejos (del agua, del sueño o de la nostalgia) y la lluvia de flores, que en este caso son violetas.
Aunque los mejores sonetos piedracielistas de Javier Garcés los escribió en quinto y sexto de bachillerato, como La espiga, Si alguien llama a tu puerta, Tercera presencia del amor o Soneto matinal a una colegiala ingrávida, 1944 fue, mientras cursaba cuarto de bachillerato, el año más intenso y fructífero de su prehistoria literaria, pues fue también el año de su primer cuento, Un caso de psicosis obsesiva, que no se conserva, y el año en que Eduardo Carranza le publicó en El Tiempo su primera publicación literaria en regla: Canción, un poema inspirado en la muerte trágica de su amiga zipaquireña Lolita Porras.
Con la Tercera resignación, su primer cuento, que en septiembre cumplirá 67 años, comienza propiamente la historia literaria de Gabriel García Márquez, pues es donde empieza a aflorar su talento de escritor, narrador y fabulador. Sin embargo, dos meses antes de que El Espectador le publicara ese cuento, el joven cataquero insistía todavía en ser un poeta piedracielista, como lo demuestran los dos poemas, Elegía a la Marisela y Poema desde un caracol (los primeros escritos que firmó con su nombre completo), que sus amigos y condiscípulos de derecho Luis Villar Borda y el futuro cura guerrillero Camilo Torres le publicaron en La Vida Universitaria, suplemento cultural del diario La Razón.
Poema desde un caracol
Yo he visto el mar. Pero no era
el mar retórico con mástiles
y marineros amarrados
a una leyenda de cantares.
Ni el verde mar cosmopolita
-mar de Babel- de las ciudades,
que nunca tuvo unas ventanas
para el lucero de la tarde.
Ni el mar de Ulises que tenía
siete sirenas musicales
cual siete islas rodeadas
de música por todas partes.
Ni el mar inútil que regresa
con una carga de paisajes
para que siempre sea octubre
en el sueño de los alcatraces.
Ni el mar bohemio con un puerto
y un marinero delirante
que perdiera su corazón
en una partida de naipes.
Ni el mar que rompe contra el muelle
una canción irremediable
que llega al pecho de los días
sin emoción, como un tatuaje.
Ni el mar puntual que siempre tiene
un puerto para cada viaje
donde el amor se vuelve vida
como en el vientre de una madre.
Que era mi mar el mar eterno,
mar de la infancia, inolvidable,
suspendido de nuestro sueño
como una paloma en el aire.
Era el mar de la geografía,
de los pequeños estudiantes,
que aprendíamos a navegar
en los mapas elementales.
El mar de los caracoles,
mar prisionero, mar distante,
que llevábamos en el bolsillo
como un juguete a todas partes.
El mar azul que nos miraba,
cuando era nuestra edad tan frágil
que se doblaba bajo el peso
de los castillos en el aire.
Y era el mar del primer amor
en unos ojos otoñales.
Un día quise ver el mar
-mar de la infancia- y ya era tarde.
LA RAZÓN,
La Vida Universitaria,
Bogotá, 22 de julio de 1947