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                                                                                                                                Prohibido salir a la calle: apresar la épica de la rutina

                                                                                                                                Antes que una estampa de costumbres, la novela Prohibido Salir a la Calle, de Consuelo Triviño Anzola, es un logrado retrato de época. Se cumplen 25 años de su publicación.

                                                                                                                                Marcos Fabián Herrera

                                                                                                                                La escritora Consuelo Triviño Anzola, autora de las novelas La semilla de la ira, Una isla en la luna y Prohibido salir a la calle. / Cortesía Luis Pulido Ritter

                                                                                                                                La infancia es un paraíso pretendido por la literatura. Retornar a ella, ha sido una obsesión creativa de poetas y narradores.  En la adultez, el artista experimenta una delectación al regresar a aquel periodo en el que la vida se disfruta sin juicios ni apremios. Las cortapisas morales que luego irán a perturbar al adulto, con la asunción de la inocencia de los primeros años, se observarán como un entramado de estropicios que configuran el mundo adocenado por la estupidez de las normas. En el retorno a la niñez, el creador de universos examina su génesis para la comprensión plena del ciclo vital. Como el viajero que desanda los caminos recorridos, cuando el escritor se apropia de la voz de la infancia, se revive la epifanía de la revelación y el aprendizaje.  Lo que fue en su momento descubrimiento y júbilo, es traído de vuelta  de la etapa de indistinción emotiva, de avidez e insaciable vocación aventurera.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Pero este ejercicio está surcado de riesgos.  El pretendido verismo, supone indagar más allá de la fidelidad a las expresiones lingüísticas; emplaza al creador a rebasar el artificio de la palabra para concebir un universo ficcional que reinvente las singularidades psicológicas de un estadio preciso de la vida. Para ello, se requiere algo más que probadas destrezas en la escritura. La inmersión en la niñez exige el pleno mimetismo y comprensión de las lógicas de un momento en la que se está aprendiendo a vivir. En un estado vivencialmente incipiente, las percepciones del mundo exterior no están atravesadas por el cedazo de los códigos y la moral. Despojadas de los  velos que el  entramado cultural permea a fuerza de años, las experiencias de la infancia se rigen por pálpitos, curiosidades, intuiciones y búsquedas.

                                                                                                                                De la misma manera que los golpes y tropiezos alfabetizan en el conocimiento del dolor, libre de juicios, el infante aprende a dominar la gramática de los sentimientos en el que es su  entorno inmediato.  La familia, aquella organización de afectos y convenciones tribales, es la instancia que refrenda el vínculo con una particular simbología que se origina en los insondables y remotos  cruces genéticos. La pertenencia a un apellido, en un país como Colombia, significa portar la membresía de unos rasgos identitarios que nos definen social y culturalmente. Implica congeniar de forma instintiva, en razón a vínculos ilusorios y muchas veces impositivos, con  una tradición fundada en los ritos de la imaginación popular.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Antes que una estampa de costumbres, la novela Prohibido Salir a la Calle de Consuelo Triviño Anzola, es un logrado retrato de época. El cuadro de relaciones familiares que configuran Felisa, Pacho y Pepe, Tomás, Clarita, Sara de Osorio, Pedro, Atala, Ulises y las tías Ana y Laura, explican, con sus sobresaltos y tensiones, el auscultamiento de un país que de la ruralidad y el desmembramiento ocasionado por las violencias ancestrales, sobreviene a un mundo urbano que arrastra las complejidades de una modernidad balbuciente e imitativa.  La narradora protagonista de la novela, desde su cándida y traviesa mirada de niña, indaga, con alegre perspicacia, las rupturas de un hogar atravesado por los problemas consuetudinarios de las familias colombianas. El padre ausente, y la natural interpretación que se desprende del vacío que ocasiona la inexistencia de una figura masculina en la crianza, es un acierto que el talento narrativo de Consuelo Triviño sabe explotar.

                                                                                                                                De las muchas tentativas literarias que han osado en descifrar a la familia colombiana como escenario originario, pocas han concentrado su interés en la exploración del entorno cultural con tanta minuciosidad. El instrumento al que ha acudido la narradora es la misma voz (Clara, con sus enternecedoras andanzas de la niñez a la pubertad) , que nos ha abierto la puerta para ingresar a una casa con los diversos matices que componen las tradiciones y los advenimientos que traen los días confiados al espejismo del progreso. El padre, tantas veces mencionado e invocado, retorna para que su presencia nos sea descrita con la misma ingenuidad con que páginas atrás lo ha retratado como una presencia brumosa y escurridiza.

                                                                                                                                Los rescoldos de la tradición novelística decimonónica, una inauténtica reverencia ante los artificios narratológicos de los esnobismos literarios, y un desprecio por las formas decantadas que optan por la sencillez, infravaloraron en la literatura latinoamericana la voz infantil como recurso inventivo. Con notables excepciones, como Un Mundo para Julius de Alfredo Bryce Echenique y Juliana los Mira de Evelio José Rosero Diago, las novelas escritas en nuestro continente han pretendido de forma constante responder a la premisa totalizadora que los patriarcas de la literatura continental formularon como único camino. La prédica de la novela obstinada en el calco fiel de la realidad, que instrumentaliza los hechos para hacer congruente el andamiaje del relato, desdeñó las ópticas fragmentarias y caleidoscópicas como recurso escrutador de la intimidad. 

                                                                                                                                Consuelo Triviño acude a la voz de una niña para narrar, y en un ejercicio de audacia, bautizar lo innominado, identificar lo impreciso, descubrir lo inédito y denominar lo expósito. Entreverados, los episodios de la Colombia convulsa, de su capital caótica; los dramas de los inmigrantes y aventureros que construyen sus ídolos para curar la desesperanza, las nostalgias del campo y  la ruina moral de los dueños del poder. Todo ello como trasfondo de una familia católica, en la que el futuro se forja en el apego a los principios y los dogmas, y las mujeres obran como silenciosas espectadoras de un vago porvenir.  

                                                                                                                                Prohibido Salir a la Calle, es una novela que perdurará y siempre encontrará lectores porque en ella nos reconocemos  como los habitantes del país de las oportunidades truncas, de los líderes pérfidos, de las silenciosas alegrías  y las causas inacabadas. Los territorios secretos de nuestras luchas cotidianas albergan lugares destinados a la escritura de las vivencias de los antihéroes. En las batallas diarias se construyen los mitos redentores para los millones de seres felizmente anónimos. Consuelo Triviño escribió un libro para salvar de la historia a los que confiadamente huyen de ella por ocuparse de la épica de la rutina.  Leer Prohibido Salir a la Calle es confirmar, como lo apostrofó el personaje del cuento borgeano, que ser colombiano es un acto de fe.

                                                                                                                                 

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La escritora Consuelo Triviño Anzola, autora de las novelas La semilla de la ira, Una isla en la luna y Prohibido salir a la calle. / Cortesía Luis Pulido Ritter

                                                                                                                                La infancia es un paraíso pretendido por la literatura. Retornar a ella, ha sido una obsesión creativa de poetas y narradores.  En la adultez, el artista experimenta una delectación al regresar a aquel periodo en el que la vida se disfruta sin juicios ni apremios. Las cortapisas morales que luego irán a perturbar al adulto, con la asunción de la inocencia de los primeros años, se observarán como un entramado de estropicios que configuran el mundo adocenado por la estupidez de las normas. En el retorno a la niñez, el creador de universos examina su génesis para la comprensión plena del ciclo vital. Como el viajero que desanda los caminos recorridos, cuando el escritor se apropia de la voz de la infancia, se revive la epifanía de la revelación y el aprendizaje.  Lo que fue en su momento descubrimiento y júbilo, es traído de vuelta  de la etapa de indistinción emotiva, de avidez e insaciable vocación aventurera.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Pero este ejercicio está surcado de riesgos.  El pretendido verismo, supone indagar más allá de la fidelidad a las expresiones lingüísticas; emplaza al creador a rebasar el artificio de la palabra para concebir un universo ficcional que reinvente las singularidades psicológicas de un estadio preciso de la vida. Para ello, se requiere algo más que probadas destrezas en la escritura. La inmersión en la niñez exige el pleno mimetismo y comprensión de las lógicas de un momento en la que se está aprendiendo a vivir. En un estado vivencialmente incipiente, las percepciones del mundo exterior no están atravesadas por el cedazo de los códigos y la moral. Despojadas de los  velos que el  entramado cultural permea a fuerza de años, las experiencias de la infancia se rigen por pálpitos, curiosidades, intuiciones y búsquedas.

                                                                                                                                De la misma manera que los golpes y tropiezos alfabetizan en el conocimiento del dolor, libre de juicios, el infante aprende a dominar la gramática de los sentimientos en el que es su  entorno inmediato.  La familia, aquella organización de afectos y convenciones tribales, es la instancia que refrenda el vínculo con una particular simbología que se origina en los insondables y remotos  cruces genéticos. La pertenencia a un apellido, en un país como Colombia, significa portar la membresía de unos rasgos identitarios que nos definen social y culturalmente. Implica congeniar de forma instintiva, en razón a vínculos ilusorios y muchas veces impositivos, con  una tradición fundada en los ritos de la imaginación popular.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                De las muchas tentativas literarias que han osado en descifrar a la familia colombiana como escenario originario, pocas han concentrado su interés en la exploración del entorno cultural con tanta minuciosidad. El instrumento al que ha acudido la narradora es la misma voz (Clara, con sus enternecedoras andanzas de la niñez a la pubertad) , que nos ha abierto la puerta para ingresar a una casa con los diversos matices que componen las tradiciones y los advenimientos que traen los días confiados al espejismo del progreso. El padre, tantas veces mencionado e invocado, retorna para que su presencia nos sea descrita con la misma ingenuidad con que páginas atrás lo ha retratado como una presencia brumosa y escurridiza.

                                                                                                                                Los rescoldos de la tradición novelística decimonónica, una inauténtica reverencia ante los artificios narratológicos de los esnobismos literarios, y un desprecio por las formas decantadas que optan por la sencillez, infravaloraron en la literatura latinoamericana la voz infantil como recurso inventivo. Con notables excepciones, como Un Mundo para Julius de Alfredo Bryce Echenique y Juliana los Mira de Evelio José Rosero Diago, las novelas escritas en nuestro continente han pretendido de forma constante responder a la premisa totalizadora que los patriarcas de la literatura continental formularon como único camino. La prédica de la novela obstinada en el calco fiel de la realidad, que instrumentaliza los hechos para hacer congruente el andamiaje del relato, desdeñó las ópticas fragmentarias y caleidoscópicas como recurso escrutador de la intimidad. 

                                                                                                                                Consuelo Triviño acude a la voz de una niña para narrar, y en un ejercicio de audacia, bautizar lo innominado, identificar lo impreciso, descubrir lo inédito y denominar lo expósito. Entreverados, los episodios de la Colombia convulsa, de su capital caótica; los dramas de los inmigrantes y aventureros que construyen sus ídolos para curar la desesperanza, las nostalgias del campo y  la ruina moral de los dueños del poder. Todo ello como trasfondo de una familia católica, en la que el futuro se forja en el apego a los principios y los dogmas, y las mujeres obran como silenciosas espectadoras de un vago porvenir.  

                                                                                                                                Prohibido Salir a la Calle, es una novela que perdurará y siempre encontrará lectores porque en ella nos reconocemos  como los habitantes del país de las oportunidades truncas, de los líderes pérfidos, de las silenciosas alegrías  y las causas inacabadas. Los territorios secretos de nuestras luchas cotidianas albergan lugares destinados a la escritura de las vivencias de los antihéroes. En las batallas diarias se construyen los mitos redentores para los millones de seres felizmente anónimos. Consuelo Triviño escribió un libro para salvar de la historia a los que confiadamente huyen de ella por ocuparse de la épica de la rutina.  Leer Prohibido Salir a la Calle es confirmar, como lo apostrofó el personaje del cuento borgeano, que ser colombiano es un acto de fe.

                                                                                                                                 

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                                                                                                                                Ver todas las noticias
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