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El antiintelectualismo es la aversión contra los intelectuales como figuras públicas y contra la actividad intelectual en general. Típicas actitudes antiintelectuales son, por ejemplo, la de Donald Trump cuando niega el cambio climático y expone intereses oscuros de la investigación académica mainstream; la de Jair Bolsonaro, cuando denuncia el “marxismo cultural” y la “ideología de género” en la educación pública, o la de Álvaro Uribe, cuando dice que hay un “discurso de odio de clases” en las universidades. (Le puede interesar: La literatura y los campos de concentración del holocausto).
Aunque quienes emiten estas opiniones son figuras públicas de enorme relevancia, su impacto en la vida académica es muy bajo; por lo general se dirigen a su tribuna particular, que ya piensa como ellos. La vida académica, entretanto, continúa su curso normal y, a menos de que se traduzcan en amenazas reales o medidas concretas (como recortes presupuestales o cierre de institutos), tales opiniones no pasan de ser motivo de risa, asombro o indignación momentánea.
Sin embargo, la academia no está a salvo del antiintelectualismo. El discurso gerencial en las universidades es quizá su vehículo más evidente. Durante las últimas décadas, términos como “excelencia”, “eficiencia”, “capital humano”, “emprendimiento” o “economía del conocimiento” han entrado a la universidad como un ejército escondido en un caballo de Troya. Parecen inocuos, incluso razonables, pero a la larga son la base ideológica que justifica la mercantilización de la vida académica en su conjunto. Este vocabulario ha producido una transformación tan radical dentro de las universidades, que los académicos se han convertido casi sin notarlo en gerentes de sí mismos, en acumuladores de puntos, en promotores de sus productos, y la filosofía de la libre competencia en el cuasimercado del conocimiento ha llenado todo el espacio que antes podía destinarse para la reflexión, la condición básica del ejercicio intelectual.
Arthur Schlesinger decía que el antiintelectualismo es el antisemitismo de los hombres de negocios. Hoy, el antiintelectualismo es el antisemitismo de muchos grupos sociales (lo cual muestra en qué medida la ideología de los negocios ha logrado penetrar en la vida política, cultural y científica en todo el mundo). Como el antisemitismo, el antiintelectualismo ha creado una reserva casi inagotable de imágenes y etiquetas que califican con facilidad el objeto de su desprecio: el “semita” es avaro, sucio, falso y ladino, como el intelectual es ateo, elitista, ideologizado o inmoral. La eficacia retórica de estas imágenes se encuentra en su capacidad para suspender cualquier proceso de racionalización. El antiintelectualismo no solo se dirige en contra de la figura del intelectual, sino que detiene el ejercicio mismo del pensamiento y lo reemplaza con las identificaciones fáciles e inmediatas que proporcionan los lugares comunes.
Así, los términos gerenciales han penetrado fácilmente en la academia porque obligan al asentimiento general. ¿Qué académico podría negarse, por ejemplo, a la exigencia de ser “excelente”, “innovar” o apoyar el “emprendimiento”? Al adoptar eslóganes del discurso de autoayuda, ciertas decisiones administrativas bloquean la crítica: no hay justificación que permita oponerse a ellas, porque se encuadran en el marco de lo necesario y lo moralmente deseable.
Fuera del mundo de la administración, sin embargo, el debate público también produce o acepta eslóganes y etiquetas cuya función, a la larga, es anticipar respuestas antes de formular adecuadamente las preguntas. Algunas etiquetas evaden la polémica (que es el motor de la vida intelectual en el espacio público) porque constituyen una condena moral: basta acusar a alguien de “elitista”, “eurocéntrico” o “heteropatriarcal” para que el señalado tenga que empezar a disculparse y a justificarse ante su interlocutor. En el antiintelectualismo hay términos “buenos” y términos “malos” que se aceptan con naturalidad: “pluralidad”, “empoderamiento” o “innovación” pertenecen al primer grupo, mientras que “extremismo”, “populismo” o “unanimismo” caen en el segundo. Y la academia, en la discusión pública, adopta este maniqueísmo, a menudo de manera inconsciente.
Todo esto constituye el objeto del Pequeño glosario de antiintelectualismo académico, un proyecto en el que hemos venido trabajando con un semillero de investigación de la Universidad Nacional. Nuestro objetivo es dar cuenta del uso y cuestionar el sentido incuestionable de palabras, imágenes y estrategias retóricas comunes en el antiintelectualismo de hoy, que han permeado la academia o que la academia misma ha propiciado.
El glosario es “pequeño” porque no aspiramos a que sea exhaustivo (aunque sabemos que crece con sus lectores); escogimos los términos y las estrategias que hoy nos parecen más relevantes por ser los más invasivos. El antiintelectualismo es en muchos aspectos el producto del endurecimiento del pensamiento a través del lugar común, y por eso es una fuente incesante de material lingüístico, un material que se renueva y se reproduce sin cesar. El glosario estará terminado (o se cerrará sobre sí mismo) el día en el que el término “antiintelectualismo” se convierta en otro lugar común.
* PhD en Literatura general y comparada de la Freie Universität de Berlín, profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia.
wdiazv@unal.edu.co
Excelencia
Como un rey Midas de feria, la palabra excelencia parece convertir en oro todo lo que toca; pero se trata sólo de un lustre dorado como el de las joyas de fantasía. Su aparente brillo es un engaño retórico: una vez enunciada, la excelencia demanda un asentimiento general y no permite preguntas posteriores. De ahí su eficacia. Así como no se puede estar en contra de la necesidad de la evaluación, es imposible criticar la aspiración a la excelencia. Pero eso no es todo: por ser una aspiración inmediatamente positiva, la excelencia no necesita ser definida a partir de un marco político, cultural, económico o académico determinado. Basta con algunas generalidades y abstracciones llenas de buenas intenciones, y sobre todo resumidas en una enumeración convincente. La página web de la Universidad de Kentucky dice que los “cuatro pilares de la excelencia académica” son “la pertenencia y el compromiso”, “la salud y el bienestar estudiantil”, el “éxito académico” y la “estabilidad financiera”. La excelencia es el ideal de un mundo académico que ya no tiene que preguntarse por el efecto de la educación en la construcción de cierta identidad cultural o política, ni por la pertinencia social, económica o histórica de la investigación y la docencia en unas circunstancias específicas, ni por sus implicaciones políticas concretas. La excelencia es el espejo autocomplaciente en el que se ve hoy una universidad vaciada de contenido y de propósitos específicos.
Tal y como se presenta hoy, la excelencia es reiterativa: para definirla, sólo hay que repetir la palabra y asignarla a todos los campos que hacen parte de la administración académica. De acuerdo con su página web, la Universidad de Indiana se ha comprometido con “seis principios de excelencia”: “una educación excelente”, “un cuerpo docente excelente”, “excelencia en la investigación”, “la dimensión internacional de la excelencia”, “excelencia en las ciencias y el cuidado de la salud” y “excelencia en el compromiso y el desarrollo económico”. Con este gesto, la excelencia misma asciende mágicamente a la condición de fundamento incontestable e inmediatamente constructivo.
En su sentido originario, el término se usaba para nombrar las cualidades de Dios, a la nobleza, o a la élite intelectual, artística o guerrera. Sin embargo, nada es más común hoy que las políticas para democratizar la ilusión de que cualquier académico o institución educativa puede ser excelente. Basta seguir un recetario, adaptarse a las políticas de los recortes presupuestales y luchar astutamente en el cuasimercado del conocimiento. Para tener sentido en este mundo, la excelencia debe ser calculable, debe poder medirse en metas e indicadores, debe permitir la comparación entre sujetos e instituciones. La excelencia es, como cualquier bien económico, capitalizable, y obliga su administración. Por eso, en la academia las ideas afines a la excelencia incluyen el aseguramiento de la calidad, la evaluación, los indicadores de desempeño, la competencia y las tablas clasificatorias: todos ellos miden, calculan, ordenan y distribuyen la excelencia. ¿Para qué? La respuesta, como siempre, está en la necesidad de crear un mercado ilusorio cuyos agentes compitan entre sí por los recursos públicos y privados. Solo los jóvenes “excelentes” acceden a educación de calidad a través de “becas de excelencia”, solo profesores “excelentes” son contratados por las universidades en “concursos docentes de excelencia”, solo los investigadores “excelentes” obtienen apoyo para sus proyectos en “convocatorias de excelencia”, solo las instituciones “excelentes” obtienen algún financiamiento que puede ser determinado a partir de “ránquines de excelencia”.
En 2014, el Gobierno del Reino Unido modificó sus ejercicios periódicos de evaluación de la investigación, que la administración de Margaret Thatcher había puesto en marcha en 1985, por una política nueva: el Marco de Excelencia en la Investigación (MEI). Nombre rutilante, no cabe duda. Como una pátina dorada que recubre una joya de baratija, la excelencia disimula lo que, en última instancia, no es más que una estrategia para reducir los gastos estatales en investigación y desarrollo académico. El “triple propósito” del MEI es, de acuerdo con su página web, “producir contabilidad de la inversión pública en la investigación, así como evidencia de esta inversión”, “producir información de referencia y establecer varas de medición reputacional para el sector de la educación superior y para la información pública” e “informar sobre la colocación selectiva de los fondos para la investigación”. La excelencia es hoy el caballo de Troya de los economistas y administradores de empresas: su introducción en el discurso público termina por convertirse en la base ideológica que justifica la gerencialización y la mercantilización, no sólo de la universidad, sino de cualquier ámbito de la vida social y política.
Centro (político)
“Centro” denota equilibrio, mesura. “Centro-izquierda” o “centro-derecha”: en expresiones como estas, el centro actúa como el arnés de seguridad que nos protege de ser arrastrados hacia los extremos. En una sociedad polarizada, el centro parece el único lugar seguro.
Es significativo, sin embargo, que el centro político sea acogido con tanta vehemencia al tiempo que se celebra la disolución de todo centro a favor de la periferia o la pluralidad. Aunque parezca paradójico, en realidad no lo es; la aparente contradicción surge de que aquello a lo que alude la palabra “centro” en el ámbito político no tiene nada que ver con las relaciones espaciales que denota. La metáfora del centro político se basa en una imagen equívoca. El centro político se aferra a la ilusión de una sociedad sin ideologías, porque toda ideología se identifica hoy con radicalismo, y todo radicalismo es, para la buena conciencia moral, en esencia malo. Pero, entendidas de un modo amplio y no simplemente como formas de autoengaño (así las veía Marx), las ideologías son las rocas sobre las que los individuos en una sociedad tratan de construir sus casas. Así, por ejemplo, la sociedad capitalista actual descansa, y al parecer cada vez con mayor vigor, en la ideología neoliberal, cuyo núcleo es de derecha. Al negar esto, quien apela al centro político revela su hipocresía retórica, pues el centro no es un lugar, sino una ausencia de lugar; fraudulentamente, desea no ubicarse en ninguna parte, sustraerse de toda ideología. La noción de centro produce la ilusión de que, vaciando de contenido toda proposición, se realiza la utopía de una vida política sin fracturas. Pero así se rompe el lazo que ata las palabras al mundo: temeroso de agitar la realidad, el centro político flota en el vacío y prefiere dejarla como está.
En las expresiones señaladas más arriba, “centro” no es un arnés de seguridad, sino un falso prefijo cuyo sentido es privativo. Por eso, en vez de decir “centro-izquierda” o “centro-derecha”, deberíamos decir “izquierda vaciada de contenido” o “derecha vaciada de contenido”. Así podríamos, por fin, empezar a entendernos.
Aprender a aprender
De acuerdo con la Comisión Europea, “aprender a aprender” es una de las ocho competencias claves para la formación de individuos que demanda la sociedad del conocimiento. La redundancia con la que se formula esta competencia es atractiva, pero no tanto por el vértigo inicial que produce esta especie de metacción: la puesta en abismo “aprender a aprender” simula la profundidad de expresiones como “pensar el pensar” o “crítica de la crítica”. Su poder mágico, sin embargo, viene de otra parte. Por un lado, convierte el aprendizaje en algo individual, adaptado a las necesidades y los deseos de cada uno: uno aprende a aprender porque es autónomo, porque reconoce sus propios límites y desea superarlos. Por el otro, evoca el conocido proverbio de que es mejor enseñarle a pescar al hambriento que darle un pez ―un proverbio, por lo demás, muy caro a quienes nunca han tenido hambre―.
Pero es imposible aprender a pescar cuando no hay peces, ni agua, ni redes, ni instrumentos de pesca: no hay aprendizaje que tenga sentido si no está profundamente orientado por las preguntas decisivas de cuál es la materia que se ha de aprender y para qué. Nadie aprende, y mucho menos aprende a aprender, si no llena el aprendizaje de contenido. Razón tiene Konrad Paul Liessmann en su Teoría de la incultura cuando dice que “la promoción del aprender a aprender se parece a la propuesta de cocinar sin ingredientes”: es la fórmula del movimiento puro del aprendizaje en el vacío, la expresión que enmascara “una incapacidad fundamental para poder mostrar qué es exactamente lo que se debe aprender.