Proust después de Proust
Antes de comenzar conviene una digresión -a fin de cuentas: lo mejor de Proust son monumentos a la disquisición, que celebran el desvío, ramificaciones de las que sabemos el origen, pero no el fin; “una sintaxis sin orillas”, decía W. Benjamín-, “El remitente misterioso”, digo, es un libro para proustianos: para adeptos suyos, para husmeadores del aroma de donde derivan su párrafos, para lectores que nunca han dejado de maravillarse con En busca del tiempo perdido.
Jaír Villano / @VillanoJair
Una diferencia entre un gran escritor, y un escritor, es que del primero queremos conocer hasta sus tachones. Presentimos que podemos extraer algún brillo de sus yerros: una oscura iluminación que explique el instante que hace inasible el hechizo. Eso es este libro: esbozos que insinúan, bosquejos que tantean desarrollos, nombres que prometen ser personajes. Y también -y nótese la paradoja: Proust denostaba el estilo de crítica literaria de Sainte-Beuve, pero su vida y obra son casi imprescindibles- sus obsesiones y prevenciones: esa manera tan suya de hibridar géneros, de regodearse en el trágico encanto del desamor, de describir, de esconderse en la metaficción, de ocultar su homosexualismo.
Cien años después de la publicación del primer libro de À la recherche du temps perdu parece poco llamativo que se hable del solapamiento de un escritor a través de sus libros. En Proust no lo es. Sabíamos que Albertine -ese hermoso personaje- es basada en uno o varios hombres (principalmente en su chofer Alfred Agostinelli); sabíamos que tuvo amoríos con músicos, que era un mundano sinuoso. Pero no que los cumplidos que inspiraron A la sombra de las muchachas en flor están antecedidos por una oda a unos jóvenes golfistas en un viaje que hizo a Cabourg. Esto por no mencionar los relatos en donde su inclinación sexual es -casi- explícita.
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Al lector que le interese indagar sobre este respecto le quedan las clarividentes precisiones del contexto proustiano que hace Luc Fraise. Igual o más regocijantes que las notas de Mauro Armiño en la edición de lujo de Valdemar (A la busca del tiempo perdido, Madrid, 2015).
Sigo: son conocidas las influencias estilísticas de Balzac, Ruskin, Robert de Montesquiou y Henri de Régni; es conocido que el escritor que se menciona en toda la obra, Bergotte, está basado en Anatole France. Es sabido que además de los salones, el tiempo y el esnobismo, Proust es un pesimista -en un ensayo Emil Cioran reconocer haber leído en repetidas ocasiones las tres últimas obras que componen la mágnum opus del francés-, un heredero conflictivo de Schopenhauer: la desesperanza inherente a la existencia, y el estilo que el filósofo alemán renegaba de sus coetáneos Schelling y Hegel; en suma, dos obsesos del lenguaje. Todo esto, venía diciendo, es conocido. Atención: lo que nos revela el libro es un nuevo elemento de creación: la del sociólogo Gabriel Tarde, dos tratados que parecen ser fundamentales en la sustancia del retrato social de sus personajes.
Insisto: es un libro para proustianos. El lector que no ha rumiado la obra maestra está en el umbral de la despedida. Proust es un autor al que se espera o no. Es uno de los escritores más importantes del sufrimiento. En su obra se puede reconocer el amor en diversas expresiones: sin la cosificación y el consumismo de la cultura subyugada por el imperativo neoliberal del siglo XXI. Su lectura, además, es de divertimento y paciencia, de pensar y voluntad reiterativa; no de espectáculo y efectismo, fatuidad que exige inmediatez y resultados. A Marcel no le importa sufrir por celos, por amor, por inseguridad: está convencido de que el dolor deviene recompensado: la obra, su obra, y por eso al final del monumento, El tiempo recobrado, nos deja un legado:
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“Entonces, menos radiante desde luego que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el Tiempo perdido, una nueva luz se hizo en mí. Y comprendí que todos esos materiales de la obra literaria era mi vida pasada; comprendí que habían venido a mí en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, que los había almacenado sin adivinar su destino, ni su supervivencia siquiera, más de lo que adivina la simiente que pone en reserva todos los alimentos que nutrirán la planta”.
En “El remitente misterioso” hay unas pinceladas que, en el más optimista de los casos, sirven de incentivo para llegar a la contemplación del sistema que compone el cuadro. Aunque en todos hay ondulaciones del escritor mayor, hay dos o tres relatos en los que el horizonte estilístico está más despejado: el primero de ellos es el homenaje a la música, y a la arbitrariedad de las imágenes emocionales; me refiero a “Después de la Octava sinfonía de Beethoven”, las sensaciones que crea la prosa parecen no corresponder con el efecto final.
La inseguridad amorosa que fulgura en “La Prisionera” y “Albertine desaparecida” es apenas rozada en páginas como “Recuerdo de un capitán”, “La conciencia de amarla”, “Así había amado”. Textos -no llamemos cuentos- de los que no es necesario lanzar juicios de valor, pues implicaría entrar en una controversia que traspasa lo literario. (Si Proust mantenía ocultos estos bocetos, si no los dialogó con nadie, si no eran de su gusto, ¿por qué difundirlos ahora?).
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Con todo, si se tratara de elegir del baúl, me quedo con “El don de las hadas”, porque habla de la discapacidad como embrión creativo, como estado que la todopoderosa salud desconoce: esa adversidad desde la que trabajan los artistas abocados al dolor del todo: a la idea de un estilo de vida en función del arte. La obra es el destino del homo doloris; los vaivenes y condiciones ajenas a su creación el amor fati. No sobra recordar que Nietzsche, filósofo también consultado por el francés, nos revela que lo mejor suyo se lo debe a su enfermedad.
“Los enfermos a los que yo ayudo suelen ver cosas que escapan a los que están sanos. Y si la buena salud tiene su belleza, que la gente sana no advierte, la enfermedad tiene su gracia, de la que tú disfrutarás profundamente”.
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En efecto, Proust escribió en circunstancias de salud desfavorables. Encerrado y arruinado por el asma, sin vislumbrar que sus libros se leerían al margen de las consideraciones de sus editores Grasset y Gallimard, quienes le hacían sugerencias en torno a los volúmenes de la obra. El francés pretendía un número mayor a los siete que hoy leemos.
No es mucho más lo que se pueda añadir. Pero es fácil presentirlo: el Proust después de Proust es para proustianos; todo lo que leemos y encontramos ahora es para comprender, interrogar o complementar algo que antecede o sucede al genio del mundillo.
De ese que dijo como nadie había dicho: “A nuestra cuna traen las hadas los regalos que endulzarán nuestra vida. Algunos aprendemos a usarlos bastante deprisa y por nuestra cuenta, parece que nadie necesita enseñarnos a sufrir”.
Una diferencia entre un gran escritor, y un escritor, es que del primero queremos conocer hasta sus tachones. Presentimos que podemos extraer algún brillo de sus yerros: una oscura iluminación que explique el instante que hace inasible el hechizo. Eso es este libro: esbozos que insinúan, bosquejos que tantean desarrollos, nombres que prometen ser personajes. Y también -y nótese la paradoja: Proust denostaba el estilo de crítica literaria de Sainte-Beuve, pero su vida y obra son casi imprescindibles- sus obsesiones y prevenciones: esa manera tan suya de hibridar géneros, de regodearse en el trágico encanto del desamor, de describir, de esconderse en la metaficción, de ocultar su homosexualismo.
Cien años después de la publicación del primer libro de À la recherche du temps perdu parece poco llamativo que se hable del solapamiento de un escritor a través de sus libros. En Proust no lo es. Sabíamos que Albertine -ese hermoso personaje- es basada en uno o varios hombres (principalmente en su chofer Alfred Agostinelli); sabíamos que tuvo amoríos con músicos, que era un mundano sinuoso. Pero no que los cumplidos que inspiraron A la sombra de las muchachas en flor están antecedidos por una oda a unos jóvenes golfistas en un viaje que hizo a Cabourg. Esto por no mencionar los relatos en donde su inclinación sexual es -casi- explícita.
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Al lector que le interese indagar sobre este respecto le quedan las clarividentes precisiones del contexto proustiano que hace Luc Fraise. Igual o más regocijantes que las notas de Mauro Armiño en la edición de lujo de Valdemar (A la busca del tiempo perdido, Madrid, 2015).
Sigo: son conocidas las influencias estilísticas de Balzac, Ruskin, Robert de Montesquiou y Henri de Régni; es conocido que el escritor que se menciona en toda la obra, Bergotte, está basado en Anatole France. Es sabido que además de los salones, el tiempo y el esnobismo, Proust es un pesimista -en un ensayo Emil Cioran reconocer haber leído en repetidas ocasiones las tres últimas obras que componen la mágnum opus del francés-, un heredero conflictivo de Schopenhauer: la desesperanza inherente a la existencia, y el estilo que el filósofo alemán renegaba de sus coetáneos Schelling y Hegel; en suma, dos obsesos del lenguaje. Todo esto, venía diciendo, es conocido. Atención: lo que nos revela el libro es un nuevo elemento de creación: la del sociólogo Gabriel Tarde, dos tratados que parecen ser fundamentales en la sustancia del retrato social de sus personajes.
Insisto: es un libro para proustianos. El lector que no ha rumiado la obra maestra está en el umbral de la despedida. Proust es un autor al que se espera o no. Es uno de los escritores más importantes del sufrimiento. En su obra se puede reconocer el amor en diversas expresiones: sin la cosificación y el consumismo de la cultura subyugada por el imperativo neoliberal del siglo XXI. Su lectura, además, es de divertimento y paciencia, de pensar y voluntad reiterativa; no de espectáculo y efectismo, fatuidad que exige inmediatez y resultados. A Marcel no le importa sufrir por celos, por amor, por inseguridad: está convencido de que el dolor deviene recompensado: la obra, su obra, y por eso al final del monumento, El tiempo recobrado, nos deja un legado:
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En “El remitente misterioso” hay unas pinceladas que, en el más optimista de los casos, sirven de incentivo para llegar a la contemplación del sistema que compone el cuadro. Aunque en todos hay ondulaciones del escritor mayor, hay dos o tres relatos en los que el horizonte estilístico está más despejado: el primero de ellos es el homenaje a la música, y a la arbitrariedad de las imágenes emocionales; me refiero a “Después de la Octava sinfonía de Beethoven”, las sensaciones que crea la prosa parecen no corresponder con el efecto final.
La inseguridad amorosa que fulgura en “La Prisionera” y “Albertine desaparecida” es apenas rozada en páginas como “Recuerdo de un capitán”, “La conciencia de amarla”, “Así había amado”. Textos -no llamemos cuentos- de los que no es necesario lanzar juicios de valor, pues implicaría entrar en una controversia que traspasa lo literario. (Si Proust mantenía ocultos estos bocetos, si no los dialogó con nadie, si no eran de su gusto, ¿por qué difundirlos ahora?).
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Con todo, si se tratara de elegir del baúl, me quedo con “El don de las hadas”, porque habla de la discapacidad como embrión creativo, como estado que la todopoderosa salud desconoce: esa adversidad desde la que trabajan los artistas abocados al dolor del todo: a la idea de un estilo de vida en función del arte. La obra es el destino del homo doloris; los vaivenes y condiciones ajenas a su creación el amor fati. No sobra recordar que Nietzsche, filósofo también consultado por el francés, nos revela que lo mejor suyo se lo debe a su enfermedad.
“Los enfermos a los que yo ayudo suelen ver cosas que escapan a los que están sanos. Y si la buena salud tiene su belleza, que la gente sana no advierte, la enfermedad tiene su gracia, de la que tú disfrutarás profundamente”.
Le sugerimos leer: Del Barroco a la eternidad, la obra de Elisabetta Sirani
En efecto, Proust escribió en circunstancias de salud desfavorables. Encerrado y arruinado por el asma, sin vislumbrar que sus libros se leerían al margen de las consideraciones de sus editores Grasset y Gallimard, quienes le hacían sugerencias en torno a los volúmenes de la obra. El francés pretendía un número mayor a los siete que hoy leemos.
No es mucho más lo que se pueda añadir. Pero es fácil presentirlo: el Proust después de Proust es para proustianos; todo lo que leemos y encontramos ahora es para comprender, interrogar o complementar algo que antecede o sucede al genio del mundillo.
De ese que dijo como nadie había dicho: “A nuestra cuna traen las hadas los regalos que endulzarán nuestra vida. Algunos aprendemos a usarlos bastante deprisa y por nuestra cuenta, parece que nadie necesita enseñarnos a sufrir”.