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                                                                                                                                “Purgatorio”, una novela inolvidable sobre la desaparición forzada

                                                                                                                                En el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, fragmento de la obra del escritor argentino Tomás Eloy Martínez (sello Alfaguara) en la que cuenta cómo, después de treinta años, una mujer se topa en un bar con su marido, desaparecido durante la dictadura militar en Argentina.

                                                                                                                                Tomás Eloy Martínez * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Tomás Eloy Martínez (1934-2010) es recordado por su novela histórica sobre Argentina, "Santa Evita", también publicada en Colombia con el sello Alfaguara.
                                                                                                                                Foto: Archivo y cortesía

                                                                                                                                Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupuy, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Trudy Tuesday. Dos desconocidos hablaban con él en uno de los boxes del fondo. Emilia creyó que había entrado a un lugar equivocado y su primer impulso fue retroceder, alejarse, volver a la realidad de la que venía. Se quedó sin aliento, con la garganta seca, y tuvo que apoyarse en la barra del bar. Llevaba toda una vida buscándolo y había imaginado la escena incontables veces, pero ahora que sucedía se daba cuenta de que no estaba preparada. Se le llenaban los ojos de lágrimas, quería gritar su nombre, correr hacia su mesa y abrazarlo. Para lo único que tenía fuerzas, sin embargo, era para no caer redonda en medio del restaurante llamando la atención como una tonta. (Recomendamos: La última entrevista al escritor Tomás Eloy Martínez, por Nelson Fredy Padilla: “Los desaparecidos no son ficción”).

                                                                                                                                Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                                Tomás Eloy Martínez (1934-2010) es recordado por su novela histórica sobre Argentina, "Santa Evita", también publicada en Colombia con el sello Alfaguara.
                                                                                                                                Foto: Archivo y cortesía

                                                                                                                                Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupuy, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Trudy Tuesday. Dos desconocidos hablaban con él en uno de los boxes del fondo. Emilia creyó que había entrado a un lugar equivocado y su primer impulso fue retroceder, alejarse, volver a la realidad de la que venía. Se quedó sin aliento, con la garganta seca, y tuvo que apoyarse en la barra del bar. Llevaba toda una vida buscándolo y había imaginado la escena incontables veces, pero ahora que sucedía se daba cuenta de que no estaba preparada. Se le llenaban los ojos de lágrimas, quería gritar su nombre, correr hacia su mesa y abrazarlo. Para lo único que tenía fuerzas, sin embargo, era para no caer redonda en medio del restaurante llamando la atención como una tonta. (Recomendamos: La última entrevista al escritor Tomás Eloy Martínez, por Nelson Fredy Padilla: “Los desaparecidos no son ficción”).

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Volvió a mirar el box de Simón. Quería asegurarse de que era él. Lo vio entre los desconocidos, de frente, hablándoles con animación. No le quedaban dudas: eran sus ademanes, la curva de su cuello, el lunar oscuro bajo el ojo derecho. No sólo era sorprendente que su marido estuviera vivo. Más inexplicable era que no hubiera envejecido. Seguía clavado en los treinta y tres años y hasta su ropa era la de antes. Llevaba los pantalones pata de elefante que ya nadie se atrevía a usar, una camisa abierta de cuello grande como las de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche, las patillas y el pelo largo de otra época. Para Emilia, en cambio, el tiempo había pasado naturalmente y su cuerpo la ponía incómoda. Las ojeras y los músculos de la cara delataban a una mujer de sesenta años, mientras que a él no se le veía una sola arruga. Había imaginado infinitas veces la escena en que volvía a encontrarlo y en ninguna, en ninguna, se le había cruzado la cuestión de la edad. Este desajuste del tiempo la obligaba a revisar lo que tenía previsto. ¿Y si por azar Simón se hubiera vuelto a casar? La sola idea de que viviera con otra mujer la atormentaba. En todos estos años jamás había dudado de que su marido la seguía amando. Podía haber tenido relaciones ocasionales, lo comprendería, pero después del calvario que habían vivido juntos, no concebía que la hubiera reemplazado. La situación no era ya la misma, sin embargo. Ahora él podía ser su hijo.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Volvió a observarlo con más detalle. La espantó lo mucho que él desentonaba con la realidad. Representaba la mitad de los sesenta y tres años que debían declarar sus documentos. Le vino a la memoria una foto de Julio Cortázar tomada en París a fines de 1964, cuando el escritor, nacido al comenzar la Primera Guerra, parecía también su propio hijo. Quizá Simón tenía en la piel, como Cortázar, unas arrugas finas que sólo se notaban de cerca, pero lo que le oía decir en la mesa contigua, a sus espaldas, era de una juventud desafiante, y hasta el timbre de la voz era el de un muchacho, como si el tiempo fuera una cinta sin fin y él hubiera estado corriendo sin adelantar un solo día.

                                                                                                                                Emilia se resignó a esperar. Abrió la novela de Somerset Maugham que llevaba consigo. Le pasaba algo extraño con el libro. Llegaba al extremo de una línea y tropezaba con una especie de barrera que le impedía avanzar. No porque Maugham le pareciera aburrido. Al contrario, la entretenía muchísimo. Había tenido una experiencia parecida con la versión en DVD de Muerte en Venecia.

                                                                                                                                A poco de haber comenzado la película, cuando Dirk Bogarde contemplaba, turbado, al bello adolescente Tadzio saliendo del mar del Lido, la imagen daba un salto y regresaba a las conversaciones en ruso —¿o era alemán?— de los bañistas y los vendedores de frambuesas en la playa. Emilia supuso por un instante que el director repetía las vulgaridades de los veraneantes para dar otra lección de realismo crítico y trató de pasar a la escena siguiente. Pero la imagen de Tadzio sacudiéndose el agua de mar volvía, obstinada, acompañada por el mismo acorde de la quinta sinfonía de Mahler. Dos noches después, cuando se agotaba el plazo para devolver la película, Emilia la puso otra vez en el DVD y pudo llegar hasta el trágico final. Sabía que la vejez le acentuaba la torpeza, pero confiaba en que con un poco más de atención podría corregirlo.

                                                                                                                                Las voces de los hombres en el box de al lado la exasperaban. Quería concentrarse sólo en la voz de Simón y todo lo que la apartara de él le resultaba intolerable. En un restaurante donde rara vez se oía otra cosa que el acento arrastrado y nasal de New Jersey, los dos hombres intercalaban en su rústico inglés palabras técnicas e interjecciones escandinavas. Mencionaban los vectores del programa Microstation, que también se usaba en Hammond, donde ella trabajaba.

                                                                                                                                Sin que viniera a cuento, uno de los desconocidos repitió lecciones que se aprenden en las primeras clases de Cartografía. Los mapas, dijo, son copias imperfectas de la realidad, que describen en superficies planas lo que en verdad son volúmenes, cursos de agua en perpetuo movimiento, montañas afectadas por la erosión y los derrumbes. Los mapas son ficciones mal escritas, siguió. Demasiada información y ninguna historia. Mapas eran los de antes: donde había nada creaban mundos. Lo que no se sabía, se imaginaba. El mapa de África que hizo Buonsignori, ¿se acuerdan?, continuó el hombre, con el reino de Canze, de Melinde, de Zaflan, puras invenciones. Del lago de Zaflan nacía el Nilo, y así. En vez de orientar a los caminantes les hacían olvidar el camino. Los desconocidos pasaban de un tema a otro sin detener el torrente. Emilia recordó el mapa de Buonsignori. ¿Lo había soñado, lo había visto en Florencia o en el Vaticano? Las voces la mareaban. No conseguía cazar las palabras completas. Llegaban a sus oídos desgarradas, en hilachas. Una frase que parecía a punto de tener sentido era interrumpida por los camiones de bomberos o por la queja animal de las ambulancias.

                                                                                                                                El hombre de voz más ronca y gastada dijo que no perdieran el tiempo y discutieran de una vez sobre la expedición a Kaffeklubben. Qué locura, Kaffeklubben, se dijo Emilia. Una islita de nada, al noroeste de Groenlandia, la última Thule donde doblaban hacia la perdición todos los vientos del mundo. Organicemos la expedición cuanto antes, insistió el ronco. En Copenhague creen que hay otro peñasco más al norte. Si no existe, nada nos impide imaginarlo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Let’s think more about that, let’s think more, los cortó Simón. Emilia se sobresaltó. Reconocía su voz, pero en lo que decía quedaban pocos rasgos del Simón de antes. Este personaje hablaba un inglés fluido, pronunciaba con cuidado las consonantes finales, think, let’s, con una dicción británica inalcanzable para el marido, que jamás había sido capaz de leer ni siquiera los manuales técnicos en otros idiomas.

                                                                                                                                ¿Qué hace que una persona sea quien es? No la música o el ripio de sus palabras, no las líneas del cuerpo, nada que esté a la vista. Se había engañado más de una vez corriendo en la calle detrás de hombres que caminaban como Simón, o que dejaban tras de sí el vapor de un perfume que le evocaba su nuca y cuando los miraba de frente quedaba desolada, ¿por qué no hay dos personas iguales, por qué los muertos ni siquiera se enteran de que han muerto?

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El Simón que hablaba a tres pasos de su mesa era el de hace treinta años pero no el mismo de diez minutos antes. Algo en él se modificaba demasiado rápido para darle alcance. Se le escapaba otra vez, por Dios, ¿o era más bien ella que lo perdía? No me dejes otra vez, Simón querido. No voy a despegarme de tu lado. No voy a permitir que te vayas solo. La verdadera identidad de las personas son los recuerdos, se tranquilizó. Yo recuerdo todo su ayer como si fuera ya, se dijo, y lo que él recuerde de mí seguirá siendo parte de su ser verdadero. Recuérdalo, tráelo, no lo pierdas.

                                                                                                                                Emilia se incorporó, se paró frente a él y, resuelta, lo miró a los ojos.

                                                                                                                                Querido, querido mío, ¿dónde estabas?

                                                                                                                                Él le devolvió la mirada, le sonrió sin turbación ni sorpresa, y se despidió de los escandinavos. Luego encaró a Emilia como si la hubiera visto el día anterior.

                                                                                                                                Tenemos que hablar, ¿no es cierto? Salgamos de aquí.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                No le dio una sola explicación, no le preguntó cómo estaba, qué le había pasado en todos esos años. Nada que ver con el Simón cortés y atento con el que había vivido. Emilia pagó el brandy, tomó del brazo a su marido y caminó hacia la calle.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Desde hacía años, cada acto de la vida de Emilia era una preparación para el momento en que volvería a ver a Simón. Se esforzaba por mantenerse elástica y por ser todo lo hermosa que nunca había sido. Iba al gimnasio tres veces por semana y aún tenía los músculos firmes, salvo en la cintura y en la cara, donde le era imposible controlar la acumulación de grasa. Desde que se había mudado a Highland Park, en New Jersey, se aferraba a una rutina sin sobresaltos. Le parecía sabia la rutina: las comidas y las duchas a la misma hora, la paciencia con que los minutos llegaban y se iban, tal como el amor había llegado para marcharse. A veces, por las noches, soñaba con el amor perdido. Quería evitar esos sueños, pero nada podía hacer contra lo que no era real. Antes de dormir, se lo repetía: sólo lo que es real vale la pena.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Tomás Eloy Martínez (Tucumán, 1934 - Buenos Aires, 2010) fue un escritor y periodista argentino, guionista de cine y ensayista. Fue el primer director periodístico del noticiero Telenoche. Sus obras con mayor reconocimiento internacional son La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995). En su provincia natal ganó premios tempranos con sus poemas y cuentos. Se graduó como licenciado en Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad Nacional de Tucumán y en 1970 obtuvo una maestría en Literatura en la Universidad de París VII.

                                                                                                                                Por Tomás Eloy Martínez * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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