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Migrar obliga a ver con otros ojos el lugar que se deja. A vivir una nostalgia por el cómo fue la partida o lo que se dejó atrás; en el caso de la escritora Teresita Goyeneche Perezbardi, esta perturbación fue el origen de una incomodidad por lo que sentía que se estaba perdiendo de Cartagena, su ciudad natal. Ella en ese momento vivía en Nueva York y aunque buscaba salir del cliché, del romanticismo histórico y turístico con que muchas veces se define, también empezó a definir ese lugar como informal, arbitrario y hasta corrupto.
El resultado fue La personalidad de los pelícanos, una crónica de lo que para Goyeneche fue crecer en la Cartagena de los años 80 y 90, teniendo como marco principal el cambio del tipo de democracia (de representativa a participativa), que dio la elección por voto popular de alcaldes y que, por varias circunstancias, mantuvo por épocas a la ciudad en una constante interinidad en la que llegó a tener seis mandatarios en seis años.
“Tenía un marco temporal, que encajaba con el de mi vida. Nací en 1985 y empezamos a votar alcalde desde el 88, que era un momento desde el que podía hablar de la ciudad que yo conocía. Ahí me di cuenta de que tenía que hacer un ejercicio de archivo. Fui al Museo Histórico, donde no hay documentación reciente, sino más de la época de la Colonia; luego estuve El Universal, que es el periódico que ha contado la ciudad por décadas, y luego también estuve en otros archivos de Barranquilla, para fortalecer historias como el secuestro de Fernando Araújo. Además, hice un ejercicio bibliográfico que tiene que ver con la literatura en la que Cartagena fuera el escenario. Lo hice para entender cuáles son las imágenes que han descrito escritores, que, como yo, también son de la ciudad”.
A partir de allí se desenvuelven varias lecturas. La primera es precisamente la forma física de la ciudad. Una mujer sin cabeza con un vestido, que se divide en tres (las localidades que tiene Cartagena), donde se evidencia la óptica colonialista y racista que perdura desde hace más de 200 años, bajo un velo que además puede ser excluyente y clasista.
“Si miro el mapa de la ciudad, somos un invento. Yo veo la imagen de un vestido, muy antiguo deshilachado. Los dos brazos, el cuerpo femenino, como si tuviera una cintura muy angosta”, dice Goyeneche, quien utiliza esta figura para diferenciar la parte turística de la industrial y de otras deprimidas y de las que poco se habla, como el barrio Nelson Mandela, que se consolidó donde era el antiguo botadero de basura de la ciudad.
También está la necesidad de explicar y hasta traducir las expresiones propias de la región, porque, como lo indica en el texto, “las palabras son democráticas, es el hábito lo que las define”. Por eso, la forma como alguien se refiere a la arepa de huevo puede hacer que te categoricen de champetúo, y la forma como se visualiza la idea de ser político o trabajar para el gobierno es parte importante de la forma en que se muestra la Cartagena cotidiana que está en el libro.
Por otro lado, está lo político, que termina siendo parte fundamental del relato para ubicar temporalmente al lector. Esto va desde la elección de Manuel Domingo Rojas (Mingo), que llegó con la promesa de llevar desarrollo a los barrios, hasta la llegada de Dau, en 2020, cuando Teresita Goyeneche ya estaba en Nueva York. Pasa por los intereses de los García, los Araújo o los Blel, así como los procesos que llevaron a la cárcel a Judith Pinedo, por vender a un hotel parte de una playa, o el caso de Manuel Vicente Duque, quien estuvo en casa por cárcel por presuntas irregularidades en la contratación del Programa de Alimentación Escolar.
En la lista hay toda clase de políticos, que van desde los que fueron elegidos o designados sin experiencia en lo administrativo, pero con grandes ideas de cambio, hasta los impulsados por el establecimiento y las familias que tienen el poder en la ciudad y que, muchas veces, tampoco saben hacer lecturas de las necesidades de los habitantes de toda la ciudad.
El relato, además, muestra otra cara de los hechos que llegaron a tener interés nacional y evidencian o cambiaron las dinámicas de la ciudad, como la gentrificación de Getsemaní y la consolidación del mercado de Bazurto, el desplome de la construcción en Blas de Lezo, junto al entramado de corrupción que había detrás de los permisos de urbanismo que se daban, así como la bomba en el edificio inteligente en Chambacú, donde murió una mujer, y el secuestro del político Fernando Araújo Perdomo por parte de las Farc; hechos que demuestran que el Caribe también vivió la violencia que causó la guerra en el país.
“La violencia que se vivía a nivel nacional sí nos tocó, a pesar de ese hito caribeño de que eso no se vive en estas tierras. Daniela Sánchez Russo publicó su novela unos meses antes de la mía y también aborda esta idea, pero desde Barranquilla, desmintiendo que la violencia era algo que solo pasaba al interior del país”.
Por último, está la primera persona del relato, la historia de la autora y cómo sirve de ejemplo y excusa para explicar su vida cotidiana y el ser cartagenero en las últimas dos décadas del siglo pasado. Los sentidos como parte importante para ubicarse espacialmente: olores de las fuentes de agua que ahora están contaminadas, el ambiente del mercado de Bazurto o la sensación térmica al subir el cerro de La Popa.
A eso se le suma el valor de la familia, las desigualdades sociales que se hacen visibles con las experiencias, los amores, el padre guía y la abuela, que lleva a otras historias significativas y la cotidianidad de una ciudad que tiene otra historia paralela a la turística de la que generalmente se habla.
“Me han preguntado si a los 10 años era consciente de que el robo (historia que se incluye en el libro) es un reflejo de la desigualdad de la ciudad. Ni siquiera lo estaba pensando en ese momento. La curaduría de recuerdos fue importante. Tenía que ver de qué forma podría contar desde la imagen y no la sola palabra y en los recuerdos encontré la forma de hacerlo desde el yo. Me pasó que mientras escribía me di cuenta de que crecer en Cartagena es muy racista. No fue solo ver que era víctima, sino que yo también era victimaria, y aceptarlo a los treinta y pico es una cosa muy dura, porque automáticamente no cambias sino que ahora eres consciente de que lo haces y eso es duro. Lo más terapéutico es que mientras me daba cuenta de cosas de la ciudad, me daba cuenta de cosas sobre mí”.
De allí el título. Aunque en principio, los pelícanos no parecen tener ningún tipo de relación con la historia, es justo una analogía que plantea el padre de Goyeneche la que le permite a la escritora hacer la relación entre estos animales y los habitantes de Cartagena. Una imagen de los animales a la entrada del mercado de Bazurto, carroñeros que esperan las sobras, y otra de su instinto natural y cazador, volando en bandadas en busca de su presa en la ciénaga de Las Quintas, por los años 70, cuando las aguas todavía eran cristalinas. “Son tan flexibles y versátiles que hablar de ellos [los pelícanos] es hacerlo de todos y ninguno”, dice el libro, como puede pasar al definir al cartagenero, al que considera mercenario arraigado y adaptable a las circunstancias, con la esperanza de que lo negativo y malo cambie y las cosas puedan prosperar en la ciudad.
Y es porque al final de todo no se busca estigmatizar a Cartagena, sino mostrarla a partir de la historia reciente, de lo que es y ha dejado de ser la autora, y paralelo a los clichés que asemejan a la ciudad con otros lugares turísticos del mundo. Un relato más cerca del romanticismo que ata a quienes nacieron y no dejan de ser parte de la ciudad, a pesar de estar lejos. Este es, al final de cuentas, el resultado del estudio literario de Goyeneche y del interés de definir la ciudad lejos del centralismo habitual.