Cuando un cuerpo está perdido
“Lo queremos encontrar aunque sea muertito. Necesitamos sepultarlo, llevarle flores, rezarle una oración”. escribió Sara Uribe en novela “Antígona González”.
María Teresa Santolamazza
Aquellos que tienen en sus vidas la triste experiencia de un ser desaparecido saben que hay un momento en el cual es preferible no tener noticias, puesto que existe el temor de que estas sean la confirmación de una muerte; así, fantasean con la idea de que mientras no aparezcan pueden estar vivos. Esa negación, como el no propiciar la búsqueda, evidencia el miedo a conocer la suerte final del ser querido, como expone Sara Uribe (México, 1978) en su obra Antígona González* donde se muestra que no solo se requiere la presencia física de un cuerpo para configurar un hecho, sino que también es preciso la construcción de un espacio a donde insertar la historia para que el silencio no termine por invisibilizarlos.
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Aquellos que tienen en sus vidas la triste experiencia de un ser desaparecido saben que hay un momento en el cual es preferible no tener noticias, puesto que existe el temor de que estas sean la confirmación de una muerte; así, fantasean con la idea de que mientras no aparezcan pueden estar vivos. Esa negación, como el no propiciar la búsqueda, evidencia el miedo a conocer la suerte final del ser querido, como expone Sara Uribe (México, 1978) en su obra Antígona González* donde se muestra que no solo se requiere la presencia física de un cuerpo para configurar un hecho, sino que también es preciso la construcción de un espacio a donde insertar la historia para que el silencio no termine por invisibilizarlos.
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Hace unas semanas, motivada por las cifras en Colombia sobre este fenómeno (según Medicina legal, en el año 2023, con corte a septiembre, habían desaparecido 4403 personas) releí el libro de Uribe en el que se aborda la desaparición forzada y la violencia en el México reciente. Para escribirlo la poeta no solo se enfrentó al reto de reelaborar Antígona de Sófocles, tuvo también que trabajar la relación existente entre los cuerpos presentes (buscando a los seres queridos) con los ausentes, evidenciando como se relaciona una presencia corpórea física con un cuerpo que ya no está.
Si bien se han hecho varias reescrituras de la tragedia de Sófocles por europeos y latinoamericanos, una de las diferencias entre las dos versiones es que el trabajo de los primeros sitúa la tragedia en el Tebas originario del poeta griego mientras la dramaturgia latinoamericana la ubica en ciudades, momentos y escenas coyunturales, en donde ha habido dictaduras, guerras civiles, brotes de violencia, en medio de actos políticos y sociales del presente. Los pasajes parecen calcados de la realidad que se vive hoy por hoy en América Latina; realidad que en muchos casos ha pasado de la sobreexposición de cuerpos violentados a la ausencia de aquellos que permanecen perdidos. El tema se aborda sin caer en la escritura oportunista, atendiendo la dosificación de la violencia que expone, cuidando de no revictimizar ni a los familiares ni a quienes continúan ausentes. La escritora recopila textos utilizados por autores de diferentes géneros artísticos, consiguiendo una transtextualidad de la protagonista, logrando que diferentes voces coincidan en una polifonía que hace eco con lo coral del teatro griego.
¿Se requiere la presencia de un cuerpo para configurar un hecho? Uribe manifiesta tanto el deseo inicial de que no aparezcan como la súplica final por la entrega de los mismos: “nuestro corazón pide que no aparezcan, pero si nos entregaran sus cuerpos por fin descansaríamos”, (p. 84) Antígona sabe que sin esa demostración no hay delito: “sin cuerpo no hay remanso, no hay paz posible para este corazón. Para ninguno” (p. 24). Cuando no hay cuerpo o no se identifican los restos, es imposible crear la imagen de quien ha muerto partiendo únicamente de la figura del cadáver. El rito funerario se requiere para poder separar a los vivos de los muertos.
Tanto la Antígona de Sófocles como la de Uribe son fieles a su sangre hasta la muerte. La primera es la figura arquetípica que busca darle sepultura a su hermano; la segunda, por extensión, busca a quienes se perdieron en medio del conflicto en una zona mexicana. Implora para que no queden impunes ni anónimos: “Rezo para tener un sitio a dónde llorar”, (p. 28) aunque después, frente al hecho consumado, se tenga que preguntar: “¿Es esto lo que queda de los nuestros?” (p.31).
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Antígona González sabe que viven un momento crucial en la historia de México. Entiende que el conflicto entre lo moral y lo políticamente correcto es un tema vigente en todos los tiempos, por esto no desfallece en la búsqueda sin ignorar que, como a la homónima del poeta griego, la pueden matar si entierra a sus muertos.
[
Por aquí también a usted la matan si entierra a sus
muertos. Los caminos llenos de muertos dan más
miedo ¿no?
: Llenos de muertos.
: Los caminos.
: Por aquí también a usted.
: Si entierra a sus muertos
: Dan más miedo, ¿no?
] (p. 49)
Los cadáveres están por doquier sin nombre, se corrompen sin que sus dolientes sepan el sitio en el que están, pero la escritora se ha dado a la tarea de rescatarlos exhibiendo la ausencia. Les asigna, a través de las páginas de la literatura, un lugar para visibilizarlos.
“Monterrey. Nuevo León. 26 de enero.
Tres hombres muertos y amordazados fueron
encontrados en una tumba del panteón municipal
Zacatequitas, ubicados en el poblado Zacatecas, en
el municipio de Pesquería. Se estimó que pudieron
haber sido enterrados hace más de dos años”. (p. 34)
Ayer, eran tres hombres, dice en uno de sus apartes. Hoy, son tres cadáveres sin nombre. Silenciados antes y después de morir; silenciados ante sus familias. Ayer con una mordaza física, hoy sus cadáveres enmudecidos para siempre en la fosa común en donde reposan desde hace más de dos años. Actualmente, se hacen visibles a través de la historia narrada por Uribe lo mismo que aquellos que “yacen inertes sobre el asfalto” (p. 35) sin saber si son delincuentes o carne de cañón. Pero la ausencia se siente en todas partes, los de Zacatecas no son los únicos ausentes, también faltarán las dos mujeres y el hombre de Amealco en Querétaro, aquellos que, con un tiro de gracia, fueron hallados un 15 de febrero, (p. 25) posiblemente en avanzado estado de descomposición y con la certeza de que ningún miembro de sus familias los acompañó para hacerlos perdurar en la memoria, para permitir que siguieran en el presente y el mañana de sus generaciones, para evitar que se deshicieran en el pasado los nexos existentes con la colectividad a la que pertenecían. Por esto no habrá reconocimiento de su existencia en la comunidad. Sus vidas serán contadas dentro de aquellas que no importan.
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En Antígona González los cadáveres están por todas partes, aunque hayan borrado sus huellas y estén destruidos o confundidos con animales. En algunos casos, incluso, parece imposible arrebatar lo que queda de ellos a las garras de los carroñeros.
“Ciudad Altamirano, Guerrero. 22 de abril.
En los límites de las comunidades de Chacamaro El
Grande y Chapultepec, encontraron a tres jóvenes
ejecutados, justo en las faldas de un cerro. Los cuer-
pos estaban siendo devorados por la fauna silvestre
que habita en la región. (p. 57)”
Antígona González es un claro ejemplo de la producción en serie de cuerpos sin persona, de la ampliación de la frontera –política, no ontológica- entre personas y no personas. De igual manera refleja aquello que Butler, en Frames of War. When is life grievable, ha llamado vida capaz de ser lamentada, analizando la fragilidad selectiva de los cuerpos desde las políticas de la muerte; políticas que no respetan edad, como en el caso de Chihuahua: “Un niño de 4 años fue localizado sin vida”, su madre había presentado el reporte once días antes (p. 48).
Los muertos de la historia de México son tantos que se hace imposible reconocerlos, saber cuál es el propio cuando están bajo tierra, dentro de la pila de cadáveres, cubiertos por cualquier cosa que no permite la identificación. Es por eso que Antígona se lamenta: “¿Cómo reclamarte Tadeo si aquí los cuerpos son solo escombro?” (p. 75). La materialidad, lo biológico, la descomposición, hacen que se acreciente el dolor por la pérdida. De igual manera sucede cuando hay que disputar un cuerpo con otros dolientes, o buscarlos bajo tierra, en los escombros, en cualquier lugar impensable, para desenterrarlo y volver a darle una sepultura, lo que se constituye en una segunda muerte.
Antígona y quienes buscan los restos de sus seres queridos están en manos: de la resistencia de la materia física para desgastarse, del tiempo que requieran para corromperse, de la posibilidad de identificación del ADN o la dentadura, de lo que duren reconocibles las prendas que usaban el último día que los vieron.
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Afortunadamente, de la mano de los esfuerzos que hace la estética, a través de sus diferentes ramas, se podrá mantenerlos vivos en la memoria. Ese es parte del trabajo que hace Sara Uribe trayendo a una Antígona desde Atenas y recorriendo con ella, de forma macabra, Monterrey, Amealco, Tierra Colorada, Chihuahua, Reynosa, Ciudad Altamirano, San Fernando, Tamaulipas. En la obra, la autora lucha contra la anonimia. A través del lenguaje construye políticamente la comunidad. Guardar silencio frente a la violencia y los desaparecidos haría que se desvanecieran una vez más, por lo que busca crear un espacio donde la gente no pueda negar lo que está ocurriendo, donde se pueda darle un nombre, una historia, un apellido, a aquella masa informe que está fuera de lugar, a aquellas cosas en las que se convierten los cuerpos cuando están perdidos, a aquella ausencia con la que han tenido que irse a dormir por muchos años los hijos de los padres desaparecidos y los padres de los hijos que aún no han vuelto.
* Todos los apartes de la obra Antígona González citados en el presente trabajo son tomados de la edición del 2012 de sur+ ediciones. Al final de la cita se identifica únicamente la página de la publicación.
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