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Hay un cuidado propio del manejo de hojas y flores secas, que son como cristales delgadísimos, presente en los movimientos de las manos de Ramiro Fonnegra Gómez. Con gestos fuertes, pero delicados, el biólogo veterano de la Universidad de Antioquia saca las carpetas del archivo del herbario y coloca una pila sobre el escritorio. Adentro hay dos cadáveres disecados de la suculenta Kalanchoe pinnata. En la ficha técnica, Fonnegra señala el dato de “Colectores”, que lleva su nombre, seguido de los de Jorge Villa, John Mario López y el grupo “Conocimiento ancestral”. Se siente orgulloso de haber recogido ese ejemplar, que ilustra la portada del libro “Plantas medicinales y otros recursos naturales aprobados en Colombia con fines terapéuticos”.
El libro reúne 133 plantas con detalles sobre sus componentes químicos, el origen de sus nombres científicos y sus usos recomendados. Fonnegra conoce todos esos datos; tiene la investigación en su memoria, igual que las historias detrás de las casi mil páginas que componen la “biblia” botánica, como le llaman a su libro en la Universidad de Antioquia. Del kalanchoe, por ejemplo, cuenta que los antiguos egipcios la amaban por curarlo todo. Siglos después, en la época de la Independencia, fue venerada en Colombia: “Se le dice libertadora o colombiana porque los soldados de Simón Bolívar la llevaban a todos lados. Aprendieron de los negros que se podía usar para hacer emplastos para tratar heridas o dolores de cabeza”. De la verbena, popular por ser “con la que le pegaban a uno de niño para que dejara de ser inquieto”, descubrió sus propiedades sedantes: “Al quebrarse y entrar en contacto con la carne abierta por los azotes, funcionaba como calmante”. Incluso asegura que es mejor que la valeriana, pero recomienda consumirla en infusión.
De niño, su madre le hacía todo tipo de curaciones con plantas. Luego, durante las clases de botánica en su colegio de Copacabana, se enamoró de la biología. En 1967 entró a la Universidad de Antioquia para hacerse profesional en la materia que, para entonces, como lo recuerda, era una disciplina a la que se dedicaban escasos académicos en Colombia. Antes de graduarse, y gracias a su buen promedio, el doctor Fonnegra dictaba clases a los estudiantes de primeros semestres en un programa de profesores auxiliares.
En la Universidad de Antioquia, el amor de Ramiro Fonnegra por las flores lo llevó a ser director del Herbario y del centro de investigaciones y posgrados de su facultad. Fue también allí donde conoció otro amor: Flor María, su esposa. Ella trabajaba en el Departamento Comercial. Le gustaba el jardín, y Fonnegra le enseñó cómo cuidarlo. Flor María se mueve en el Herbario con una propiedad similar a la de su marido. Cuenta que en casa tienen unas 80 plantas. Las consumen todas. Fonnegra se ríe de cómo el laboratorio, que es el jardín de su casa, se volvió más un dominio de Flor María que de él.
Las casi mil páginas del libro sintetizan décadas de historia, lectura y trabajo con campesinos, poblaciones afros e indígenas. “No es cierto que los saberes ancestrales no sean científicos”, afirma categórico Fonnegra. “Existen muchos estudios no solo de la parte etnobotánica -que es el uso que le da la gente donde crecen las plantas-, sino también de la parte científica”. Hasta el ácido acetilsalicílico, la aspirina, proviene de la corteza del sauce. Fonnegra afirma que la ruptura de los “saberes tradicionales” con la que ahora es medicina convencional ocurrió tras la creación de la Organización Mundial de la Salud, en 1948, donde médicos que consideraban “que lo único que servía eran las medicinas científicas -refiriéndose a los químicos- y el bisturí”, implementaron regulaciones arbitrarias, pero influidas por acuerdos entre políticos y empresas farmacéuticas, que ahora se han venido a reconsiderar. Esta visión fue la que defendió Fonnegra en 2017 cuando integró la primera comisión del Ministerio de Salud para crear el Vademécum Colombiano de plantas medicinales, es la que ha estado presente en las leyes al respecto, cuya elaboración ha asesorado, y es la que, espera, cambie en el mediano plazo nuestra relación con las plantas.