Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Ramón Cote vive en el piso 18 de una torre blanca al nororiente de Bogotá. Desde la ventana de su sala se observa una ciudad asfixiada en sus emisiones de dióxido de carbono y se escucha el afán y el desorden del tráfico vehicular desde tempranas horas de la mañana, cuando muchos hacen sonar el claxon de sus automóviles para que los otros pasen cuanto antes el semáforo. Ramón reconoce que se siente cansado del ruido, pero que es dependiente y apasionado por las dinámicas citadinas. Entre la panorámica de la capital y las bibliotecas que invaden las paredes de su apartamento, el poeta halla los diapasones necesarios para sus clases de literatura y su obra.
Todo antecedido y precedido por la poesía. Antes de empezar la entrevista, Ramón Cote me mostró tres burbujas que fueron regalos de Alicia Baraibar, su mamá. Para él, esos tres objetos son la representación del tiempo y lo que contiene cada una de ellas es la poesía. Durante la entrevista hablamos de Álvaro Mutis, con quien se encontró varias veces en Madrid. Hablamos de la falta que hace el autor de Maqroll El Gaviero. Me dijo que no me podía ir sin ver su “mutisteca”, ubicada en uno de los cuartos de su apartamento. A Cote lo obsesionan y apasionan las primeras ediciones, y de libros del escritor bogotano tiene muchos, y tiene varios ejemplares de una misma novela, casi todos firmados. Uno de ellos, del 9 de octubre de 1982, el día que se conocieron, dice: “Con la certeza de que la poesía nos llevará al cielo”. Y con esa frase y esa anécdota terminó mi visita.
Ramón Cote empezó a escribir porque quería llevar su balón de fútbol al colegio. Muchas fueron las noches en las que escribía una carta que dejaba en la cama de su mamá junto a la pelota y en la que le preguntaba si le daba permiso para llevarla a la jornada del día siguiente. Muchas fueron las mañanas en las que encontraba un “no” como respuesta. Él empezó a preguntarse por qué la negación. En una primera vez pensó que era por su letra, entonces intentó mejorarla. A veces le decía que sí y en otras que no. Pasó el tiempo y empezó de nuevo a hacerse frecuente el “no”, y volvió a cuestionarse el porqué de esa respuesta, y pensó que era por la redacción, así que empezó a justificar con mayor detalle la razón por la cual quería llevar el balón, y volvieron los “sí”.
Y algo de ese método le quedó. Su poesía, que también se combina con la prosa, mantiene dos elementos que son inseparables: descripción y reflexión. Detrás de cada verso se encierra la narración de un momento, de un recuerdo, y estos terminan de realizarse en el papel con una idea, un pensamiento subordinado del asombro o del impacto, como si cada creación reafirmara que una obra nace de lo efímero del sentir y logra permanecer a través de los tiempos gracias al carácter perenne de las ideas.
Le sugerimos: Camilo Pineda: “En Colombia aprendemos en qué momento expresar el miedo”
Ya lo decía Rainer Maria Rilke: “La infancia del hombre es la patria”. Y la infancia de Ramón Cote explica varias de sus obsesiones y marca el sentido de su existencia: “No tuve una infancia feliz. Más bien triste, como apartado, pero es mi infancia. La infancia de uno está relacionada con el tema del asombro, ver por primera vez. “Solo se prolonga aquello que se extingue”, porque ya sabemos que se cumplió y constatamos aquello que se perdió”, me comentó cuando hablamos de ese verso que cita y que es parte del poema Desaparición de la infancia.
¿Es la pérdida una musa de las artes?
La pérdida es la materia fundamental de la poesía. O la carencia. Mark Trand, poeta canadiense, decía que escribía para compensar una carencia. Y en mi caso es estrictamente exacto por el lado de mi papá, y por el lado de que crecí con un vacío, pero no sabía cuál era, si era cariño, atención o inteligencia. Crecí con esa especie de halo de sino negro, de nube negra, y cuando el tiempo pasó me di cuenta de que había perdido una parte de mi infancia por esa angustia de pasar el año. La pérdida se convirtió en el tiempo que pasaba, en los amigos que fallecían, en los lugares que dejamos atrás, y esa misma pérdida se convierte entonces en una materia fecundísima, porque es enormemente rica. Y la nostalgia está por ahí. En el motor de la poesía si no es la gasolina es el aceite para que funcione ese motor. Y hablar sobre el pasado siempre será más fácil que hablar del presente. Ya es la tierra quieta, la que puedo ver, no la que está móvil como la del presente.
¿Por qué escribe también poesía en prosa?
La poesía le da combustión a la prosa. El poema en prosa es una cadena montañosa. La narrativa es eso. Están los volcanes que son la poesía. El poema en prosa es el mejor invento después de la penicilina.
Le puede interesar: Alex Brahim, tejiendo puentes con arte y cultura
En su libro hay varios poemas que hablan sobre la ciudad, ¿cuál es su relación con el mundo urbano?
La ciudad es la revelación, la epifanía, la pérdida, el hallazgo, la casualidad, lo inesperado, la multitud, lo desconocido, lo sagrado, lo profano, lo ajeno, la importancia del otro. Uno es un ser social. En la ciudad te conviertes en todo y dejas de ser tú. A mí eso me atrae de una ciudad. Y la ciudad siempre fue la relevación, descubrir espacios, oficios. La velocidad, el grito, el ruido, el claxon. Todo eso lo llena a uno de energía. Otros lo consideran horrible, molesto, pero en mi caso es todo lo contrario. A mí me gusta el campo, pero me quedo con el contacto y la velocidad de la ciudad. A mí la arquitectura siempre me gustó, porque por medio de ella puedes establecer una relación con tu ciudad.
¿Las librerías son espacios predilectos para usted?
Hay una particularidad de las librerías donde la sección de poesía siempre está abajo. Uno tiene que agacharse. El cuello, la inclinación. Todos los poetas son absolutamente encorvados por eso, por estar buscando un puto libro. Siempre había un principio de dificultad, y ahí está el tema del hallazgo también.
Hay un elemento en particular que se puede destacar de varios lugares y que parece que a usted le interesan: las ventanas…
La ventana es lo cotidiano, y con eso uno tiene relación todos los días y por eso es importante. Lo mínimo tiene algo tan extraordinario porque yo creo que gran parte de la construcción de la poesía consiste en rescatar esa materia, en sacralizar la existencia. Y entiendo la poesía también de esa manera, y tú logras sacralizar la vida por medio de los objetos que te rodean.
Le recomendamos: Almudena Grandes, una despedida sin tiempo
Afirma que uno “siempre escribe sobre lo que lo obsesiona”. Esto lo escribe cuando explica la sección de “Colección privada”, dedicada a la pintura. ¿Qué más lo obsesiona aparte de las artes?
Crecí entre libros y cuadros. Fui una persona muy afortunada. Hay otras personas que pudieron haber nacido entre ambos y no se dieron cuenta, no les interesó ni lo uno ni lo otro. Y siempre tuve el ojo educado por eso (la anécdota con la mamá de una casa fea porque no tenía ninguna de las dos cosas). Y ocurrió también un pequeño milagro en mi vida. Cuando estaba en España estudiando filología hispánica me di cuenta de que no era la carrera. Quería que analizáramos de una vez Cortázar, García Márquez... y veía que nos quedábamos en el Mio Cid y no avanzábamos. Me empezó a ir mal en latín, griego, en fin. Y me retiré. Por un amigo colombiano, que no era normal que hubiera tanto extranjero en España en los ochenta, me metí a un diplomado de estudios hispánicos y tuve una clase que nunca había tenido, que era historia del arte, y la suerte que tuve fue tan grande, que el profesor de esa materia era José Manuel Pita Andrade, director del Museo del Prado. Ahí me di cuenta de que eso era lo que quería estudiar, porque tenía la síntesis de la arquitectura y el arte que gira alrededor.
“Qué pájaros serán memoria”. Hablemos de ese poema y de ese concepto, y su relevancia para el ser humano.
A Giovanny Gómez le encantaba ese poema. Me gustaría dedicárselo en una próxima edición. Hay algo inefable. Eso que estás viviendo va a desaparecer. Quién va a dar cuenta de que eso sucedió, nadie, por eso Qué pájaros serán memoria. La memoria es el material incombustible de la poesía que tiende, por supuesto, a deformarse. Y es que en la deformación está la fuerza.
¿Cómo define la pasión?
La narrativa es un río, pero la poesía es como la catarata. La poesía, al tener esa tensión sobre las cosas, las revela, las exalta. Los objetos pasan de ser algo ajenos o anónimos a convertirse en únicos, de ser normales a ser extraordinarios. La pasión va acompañada con la revelación. La pasión es esa fuerza, esa combustión, esa elevación que hace que lo normal no lo sea.
Podría interesarle: La inteligencia artificial devuelve el color a tres obras perdidas de Klimt
¿Y al tiempo?
Con los años uno empieza a sentir el paso del tiempo no solamente en la memoria, sino también en el cuerpo. Somos el tiempo que nos queda, verso de José Manuel Caballero Bonald. No somos el tiempo que pasó. Somos lo que nos falta. Y ahí están las ganas de seguir viviendo. Eugenio Montejo habla de que el tiempo es el hacha de seda. Todos los días pasa esa hacha y nos va envejeciendo. Y tener conciencia del tiempo es tener conciencia de la eternidad.
La muerte:
En el colegio nos suicidábamos tres veces a la semana. Con un amigo nos llamábamos y nos preguntábamos si lo habíamos hecho. Nos parecía divertido, pero es trágico. La muerte también es la fragilidad de la vida. Si uno tiene la posibilidad de vivir, también está la tentación de la muerte, pero es también la exaltación de la existencia.
Las despedidas:
En este libro hay bienvenidas y despedidas. Es el ciclo de la vida. Yo tengo casi 60 años y uno empieza a despedirse de ciertas cosas, de la infancia, de los amores.