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Un libro sin los apuntes del lector juicioso, sin una gota de café impregnada en una página, sin una errata identificada y resaltada, sin un comentario al margen, sin las preguntas o las sospechas que le suscita el contenido, no es un libro personalizado.
Los libros son de todos, me reclamó el otro día un amigo que dice no rayar sus libros. Está rayado el amigo. El pobre cree que cuando su biblioteca llegue a otros lectores, estos, siguiendo la tradición del buen ciudadano, se abstendrán de comentarlos.
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Bueno, hay casos en los que privarse de las marcaciones es un asunto de todos. Pienso en las bibliotecas públicas, en esos libros que son del vulgo (o sea: de los que no tenemos plata para comprar libros), y que lamentablemente muchas veces nos toca leer a pesar de las observaciones, los dictámenes, o las advertencias de algún fulano que lo leyó antes de nosotros. Ustedes, malditos viciosos, sí están condenados a lo peorcito.
El otro día me abstuve de una lectura serena de El ser y el tiempo: primero, por la prosa abstrusa y arrítmica de Heidegger; y segundo, por las obsesivas glosas de un lector que no me dejaba avanzar en paz, su letra estaba en la mitad de las páginas a las que alcancé a llegar. A lo mejor era un mensaje subliminal, ¡Dasein, Dasein!
Pienso en los libros que por mi oficio reseño (novedades colombianas) y que la mayoría de las veces van a parar a las manos de un librero. El reparo de ellos siempre es el mismo: ¿Por qué lo rayó, Villano?
Es que no sabía si me iba a gustar o no. Y de eso depende que se quede en ese selectivo y celoso grupo que viene siendo mi pequeña biblioteca. Si me parece lo suficientemente bueno, lo rayo, lo comento, lo discuto, lo interpelo, me lo apropio. En cambio, si ocurre lo contrario, es verdad, lo acepto, no debería dejar regueros por ahí sueltos. Por el bien de los libreros, que se evitan ese engorroso oficio de borrar las porquerías de otro. Y por el bien del lector, pues así se le protege de eso que los amantes de Netflix llaman spoiler.
Rayar los libros es sacralizarlos. Ahora que he tenido la oportunidad de regresar a algunos de mis favoritos, he podido transportarme a otros momentos: a la primera vez que leí Crimen y castigo, a la primera impresión que me suscitó el ensayo de Raskólnikov. A las oraciones largas y digresivas de Proust, a esas descripciones amorosas con las que me sentí tan identificado. A los comentarios apátridos del diario de Julio Ramón Ribeyro, esas observaciones profundas y extraídas de lo más cotidiano. A la relación del dolor de Nietzsche, al nihilismo de Álvaro de Campos, a ese diálogo maravilloso entre el doctor y el paciente en el Pabellón número seis de Chéjov. Los ejemplos son varios. Lo que quiero decir es que cuando veo los rayones me detengo a pensar en aquel que era cuando marqué una frase, un diálogo, una descripción: ¿por qué momento de la vida pasaba en ese entonces? ¿Cómo concebía el mundo, la existencia, la vida? ¿Qué mujer me partía el corazón?
Los subrayados de mis libros me transportan a otras circunstancias, otros momentos, otros estados emocionales. Me recuerdan otro yo, otro que fui, otro que disfrutó de estos mismos libros, y que inevitablemente ya no es ni puede ser el mismo.
Pasa lo mismo con la lectura de poesía. Me detengo en eso que resalté de un verso de Montale que de repente no me parece tan bueno. Me detengo en un verso de Vilariño, en uno de Ungaretti, en uno de Pizarnik. Y me traslado, me devuelvo, me ocurre lo que le pasó a Marcel cuando probó las berenjenas: revivo otros pasajes de la vida. Y esto merced a los subrayados.
He tenido que vender libros a los que le tengo mucho aprecio. Por fortuna, algunos de ellos los he podido recuperar. Lo que no quiere decir que los he releído. Pienso que es como si no los conociera: veo ese ejemplar que ya leí, y a pesar de que me pertenece, no es mío. No tiene mis apuntes, mis glosas. Puedo tener un recuerdo de la historia, pero sé que existen esas otras partes que no son determinantes en el entramado, pero que uno de lector obsesivo separa, marca, desliza en un lápiz porque le significó algo.
No sé qué pueda pasar por la cabeza de mi amigo y de esa gente que piensa lo mismo. A todos los demás, los invito a anarquizar la tranquilidad de esas páginas pulcramente diseñadas. Acaben con todo, amigos.