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En un ensayo publicado en este diario hace unos días, titulado “Erasmismo contra la superstición”, la profesora María Dolores Jaramillo argumentaba, siguiendo la vieja tradición ilustrada, que deberíamos reemplazar la superstición por la ciencia para progresar.
En línea con lo anterior, la doctora Jaramillo nos insta a abandonar los “agrandados saberes indígenas” (por el perro, ¿son agrandados en un país tan racista?), pues por su naturaleza supersticiosa no tienen cabida en un país ilustrado. Por lo mismo, un gobierno serio no debería estimularlos, ni valorarlos. Más bien debería apuntar a erradicarlos por medio de una rigurosa educación científica.
Imagino las caras de los antropólogos que leyeron el ensayo de la profesora Jaramillo. Que los saberes indígenas sean juzgados como mera superstición es reduccionista y hasta atrevido. Tampoco es nada nuevo. Por eso me refería al principio de este texto a la tradición ilustrada. Como lo explica Santiago Castro-Gómez en su fantástico libro La hybris del punto cero, los criollos ilustrados ya habían reducido los saberes ancestrales a groseras supersticiones, o por lo menos los habían ninguneado de otras formas parecidas.
Por ejemplo, en el caso de los remedios indígenas contra las picaduras de serpientes, cuya efectividad era indudable, los criollos sostenían que eran producto de un pacto con el Diablo, de quien los indígenas “aprendieron sin duda varios abusos y maleficios para sus venganzas”.
En el mejor de los casos, los ilustrados neogranadinos decían que los remedios y descubrimientos de los pueblos no blancos eran un simple regalo de Dios o de la naturaleza. Castro-Gómez cita el ejemplo de Pedro Fermín de Vargas, quien relata que los negros chocoanos habían observado que el guaco, un ave cazadora de serpientes, se inmunizaba contra el veneno de su presa comiendo hojas de bejuco. Los negros, viendo esto, hacían lo propio aplicándose en su piel el zumo de las hojas de bejuco, con resultados muy buenos.
Para Fermín de Vargas, sin embargo, esto no podía ser mérito de unas gentes que consideraba inferiores. ¡El mérito era del guaco! Los negros simplemente habían imitado al ave y, por tanto, no podían presumir de ningún conocimiento serio. Lo suyo, si bien no era hechicería, era completamente inmerecido. No pasaba de la más burda copia.
Según nos cuenta Castro-Gómez, el sabio Caldas recorrió las selvas de Mira con un indio Noánama y “lo convenció de que le revelara el secreto de sus remedios” contra las mordeduras de serpientes. Caldas se sorprendió cuando el indígena le mostró plantas que pertenecían en exclusiva a la familia de las Beslerias. Y, por supuesto, como el conocimiento del “rústico” —como lo llamaba Caldas— no podía tener validez, era imposible que su descubrimiento superara el rango de casualidad feliz. Era otro regalo del cielo.
Por si este desprecio fuera poco —aunque quizá la profesora no lo sabe— los criollos no tuvieron el menor reparo en apropiarse de los descubrimientos indígenas y negros, pero eso sí, blanqueándolos. Si ellos los presentaban en artículos o en libros, utilizando las categorías y los conceptos occidentales, ahí sí eran válidos.
Lo anterior no quiere decir, como quizá lo pueda pensar un lector apresurado, que debamos rechazar la ciencia ilustrada para abrazar en exclusiva los saberes ancestrales. Solo afirmo lo siguiente: vale la pena acercarse a los supradichos saberes sin prejuicios negativos.
No cabe duda, gracias a la propia experiencia criolla que ya describí, que los saberes ancestrales sí pueden nutrirnos. Por eso es importante que establezcamos diálogos interculturales sin soberbia y desprecio. No solo, por supuesto, en el ámbito del conocimiento de la selva y sus remedios (que también han sido usurpados, siguiendo el legado de Fermín y Caldas, por las multinacionales. La práctica hoy se conoce como “biopiratería”), sino en otros ámbitos como el de nuestras ideas sobre la justicia y el bien.
En efecto, solemos creer, de manera equivocada, que los indígenas y las negritudes no tienen nada que enseñarnos sobre la organización de la sociedad, sobre lo que nos debemos los unos a los otros, y sobre nuestro papel en el mundo.
Por ejemplo, la Pacha Mama (traduzcamos el término por Madre-Mundo), desde la filosofía de los pueblos indígenas andinos, no existe sin más. Su manifestación, regeneración y salud son responsabilidad de todos los que participan y se nutren de ella. La Madre-Mundo no está ahí para que la explotemos sin misericordia. No es inerte. Los humanos cumplimos un rol fundamental en su conservación y prosperidad. Si la Pacha nos nutre, nosotros debemos nutrirla.
La economía, por tanto, no debe tener en cuenta solo el interés de los humanos, sino que debe basarse en una relación ética con el planeta, los ecosistemas, las comunidades y la vida en general. El ser humano no está por encima de todos los demás seres, sino que es parte integral de una economía de complementariedad con los otros.
Si les dijera que Heidegger o Hegel, o cualquier alemán sostenía una idea así, la discutiríamos en seminarios, la consideraríamos interesantísima y clave. Haríamos coloquios sobre “la idea de Pacha Mama en Heidegger”, o cosas por el estilo. Pero como es una idea indígena, entonces es fácil que la veamos como una superstición agrandada.
Acerquémonos a las ideas de los pueblos indígenas y de las negritudes mediante el principio de caridad, es decir, asumiendo que dicen cosas racionales y válidas.
Solo eso pido.
* Politólogo, doctor en filosofía y profesor.