Reconocer nuestras batutas (Reverberaciones)
El problema con nuestra Sinfónica, o más bien, la falta de problema, es que la escuela colombiana de música clásica en la que se forman nuestros instrumentistas y directores es heredera de la tradición europea y estadounidense.
Esteban Bernal Carrasquilla, realizador radial de Javeriana Estéreo
Hace unos meses, en mi columna titulada Dirigir con y sin partitura, me referí a la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia como un proyecto renovado gracias a la gerencia de Juan Antonio Cuéllar. Luego de verla en un memorable concierto de música europea dirigido por el judío-argentino Yeruham Scharovsky, halagué a una orquesta nítida, cohesionada y afincada, muy distinta a la de capa caída de la década pasada.
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Desde entonces, he visto a la Sinfónica un par de veces más, tocando repertorio europeo, latinoamericano y colombiano, pero bajo la batuta de nuestro paisano Andrés Felipe Jaime. El resultado ha sido el mismo y por ello reafirmo mi posición de que contamos con un ensamble de muy alta calidad, que, además, viene desarrollando acertados proyectos que acercan el formato sinfónico a un público cada vez más amplio, como ocurrió con el concierto Apalau sinfónico y como sucederá con Niche sinfónico.
En días pasados se conoció que Yeruham Sharovsky fue nombrado director titular y artístico de la orquesta, lo que quiere decir que dirigirá la mayoría de sus conciertos y decidirá, en buena medida, su repertorio. Aunque recibo la noticia con agrado, pues contaremos con un director de reputación internacional que no despierta dudas por su éxito con orquestas a lo largo y ancho del mundo, debo decir que considero inoportuna su designación porque bien podríamos darle la batuta a un colombiano.
La costumbre de nombrar directores titulares extranjeros en orquestas nacionales ha sido común en Europa y Estados Unidos desde el siglo pasado. A mi parecer, esta práctica se entiende desde dos perspectivas. La primera es reputacional y juega a favor de ambas partes. Envía el mensaje de que la orquesta y el director se merecen mutuamente. Como cuando el estadounidense Michael Tilson Thomas, el británico Simon Rattle y el venezolano Gustavo Dudamel se convirtieron en titulares de la Sinfónica de Londres, la Filarmónica de Berlín y la Filarmónica de Los Ángeles, respectivamente. Es el caso de orquestas estrella y directores estrella que se hacen guiños entre sí. Pero miren qué curioso: ahora, Tilson Thomas dirige la Sinfónica de San Francisco y Rattle la de Londres; volvieron a casa (Dudamel no vuelve por obvias razones).
La otra perspectiva tiene que ver con asuntos técnicos e interpretativos alrededor del repertorio canónico; repertorio que, no hay que engañarnos, tiende a ser reducido casi por completo al acervo europeo. Entonces, se estima que en esta dinámica de nombramientos, orquestas y directores son lo suficientemente versados en el repertorio, los lenguajes y los estilos, y las exigencias particulares de la música europea, que, de nuevo, se merecen unos a otros.
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El problema con nuestra Sinfónica, o más bien, la falta de problema, es que la escuela colombiana de música clásica en la que se forman nuestros instrumentistas y directores es heredera de la tradición europea y estadounidense. Nuestras universidades, en las que enseñan profesores de ese lado del mundo junto a colombianos estudiados en las mismas tierras, trabajan el canon y gradúan a músicos talentosos y capaces. La calidad de su formación es tal, que algunos se integran rápidamente a orquestas profesionales en Colombia y otros países, y allí hacen carrera. Y quienes tienen anhelos académicos mayores, más allá del esfuerzo económico, muchas veces resuelto por becas, no tienen que esperar un milagro para especializarse en Norteamérica o al otro lado del Atlántico. El propio Juan Antonio Cuéllar es uno de esos casos de éxito, pues no solo es un sobresaliente gestor cultural, sino también un muy respetado compositor que se doctoró en los Estados Unidos.
Lo anterior quiere decir que nuestros músicos, entre quienes incluyo a los directores de orquesta, dan la talla como miembros permanentes de orquestas profesionales en Colombia. Y tienen a su favor que, además de manejar el ya mentado canon europeo, cuentan con la sensibilidad y conocimiento suficientes para dar un aire al repertorio que suele tocarse en nuestro país e integrar más música académica colombiana, latinoamericana y de otros lugares alejados de los centros de influencia tradicionales.
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Cada vez que veo los éxitos en el exterior de directores colombianos como Alejandro Posada, Andrés Orozco Estrada y Lina González Granados, entre otros, siento una alegría y orgullo inmensos. Pero lo cierto es que sería igual de honroso tenerlos a ellos como directores titulares de nuestras orquestas. El mismo Andrés Felipe Jaime, graduado de la Universidad EAFIT, con maestrías y doctorado en Estados Unidos, ha desarrollado una carrera interesante y dinámica dirigiendo orquestas de renombre, por lo que debería estar en el radar de alguna de nuestras orquestas como posible director titular.
Dudo que la ausencia de directores titulares colombianos en nuestras orquestas principales – Sinfónica Nacional y Filarmónica de Bogotá – se deba a un asunto de calidad o capacidad. También dudo que sea por falta de recursos, pues los titulares extranjeros no se vendrían a Colombia sin una oferta jugosa. Creo, entonces, que se trata de una tara de pequeñez que ya es hora de superar.
Hace unos meses, en mi columna titulada Dirigir con y sin partitura, me referí a la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia como un proyecto renovado gracias a la gerencia de Juan Antonio Cuéllar. Luego de verla en un memorable concierto de música europea dirigido por el judío-argentino Yeruham Scharovsky, halagué a una orquesta nítida, cohesionada y afincada, muy distinta a la de capa caída de la década pasada.
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Desde entonces, he visto a la Sinfónica un par de veces más, tocando repertorio europeo, latinoamericano y colombiano, pero bajo la batuta de nuestro paisano Andrés Felipe Jaime. El resultado ha sido el mismo y por ello reafirmo mi posición de que contamos con un ensamble de muy alta calidad, que, además, viene desarrollando acertados proyectos que acercan el formato sinfónico a un público cada vez más amplio, como ocurrió con el concierto Apalau sinfónico y como sucederá con Niche sinfónico.
En días pasados se conoció que Yeruham Sharovsky fue nombrado director titular y artístico de la orquesta, lo que quiere decir que dirigirá la mayoría de sus conciertos y decidirá, en buena medida, su repertorio. Aunque recibo la noticia con agrado, pues contaremos con un director de reputación internacional que no despierta dudas por su éxito con orquestas a lo largo y ancho del mundo, debo decir que considero inoportuna su designación porque bien podríamos darle la batuta a un colombiano.
La costumbre de nombrar directores titulares extranjeros en orquestas nacionales ha sido común en Europa y Estados Unidos desde el siglo pasado. A mi parecer, esta práctica se entiende desde dos perspectivas. La primera es reputacional y juega a favor de ambas partes. Envía el mensaje de que la orquesta y el director se merecen mutuamente. Como cuando el estadounidense Michael Tilson Thomas, el británico Simon Rattle y el venezolano Gustavo Dudamel se convirtieron en titulares de la Sinfónica de Londres, la Filarmónica de Berlín y la Filarmónica de Los Ángeles, respectivamente. Es el caso de orquestas estrella y directores estrella que se hacen guiños entre sí. Pero miren qué curioso: ahora, Tilson Thomas dirige la Sinfónica de San Francisco y Rattle la de Londres; volvieron a casa (Dudamel no vuelve por obvias razones).
La otra perspectiva tiene que ver con asuntos técnicos e interpretativos alrededor del repertorio canónico; repertorio que, no hay que engañarnos, tiende a ser reducido casi por completo al acervo europeo. Entonces, se estima que en esta dinámica de nombramientos, orquestas y directores son lo suficientemente versados en el repertorio, los lenguajes y los estilos, y las exigencias particulares de la música europea, que, de nuevo, se merecen unos a otros.
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El problema con nuestra Sinfónica, o más bien, la falta de problema, es que la escuela colombiana de música clásica en la que se forman nuestros instrumentistas y directores es heredera de la tradición europea y estadounidense. Nuestras universidades, en las que enseñan profesores de ese lado del mundo junto a colombianos estudiados en las mismas tierras, trabajan el canon y gradúan a músicos talentosos y capaces. La calidad de su formación es tal, que algunos se integran rápidamente a orquestas profesionales en Colombia y otros países, y allí hacen carrera. Y quienes tienen anhelos académicos mayores, más allá del esfuerzo económico, muchas veces resuelto por becas, no tienen que esperar un milagro para especializarse en Norteamérica o al otro lado del Atlántico. El propio Juan Antonio Cuéllar es uno de esos casos de éxito, pues no solo es un sobresaliente gestor cultural, sino también un muy respetado compositor que se doctoró en los Estados Unidos.
Lo anterior quiere decir que nuestros músicos, entre quienes incluyo a los directores de orquesta, dan la talla como miembros permanentes de orquestas profesionales en Colombia. Y tienen a su favor que, además de manejar el ya mentado canon europeo, cuentan con la sensibilidad y conocimiento suficientes para dar un aire al repertorio que suele tocarse en nuestro país e integrar más música académica colombiana, latinoamericana y de otros lugares alejados de los centros de influencia tradicionales.
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Dudo que la ausencia de directores titulares colombianos en nuestras orquestas principales – Sinfónica Nacional y Filarmónica de Bogotá – se deba a un asunto de calidad o capacidad. También dudo que sea por falta de recursos, pues los titulares extranjeros no se vendrían a Colombia sin una oferta jugosa. Creo, entonces, que se trata de una tara de pequeñez que ya es hora de superar.