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Me parieron en Barranquilla, Atlántico. A los 30 días me llevaron a Bomba, un pueblito magdalenense recóndito y acogedor, en el que vivían mis padres y abuelos paternos.
Es verdad lo que dice la canción de Bersuit Vergarabat, No te olvides del ayer:
Por eso no hay que olvidarse Y a veces hay que parar Que de tanto galopar El polvo suele engañar Y el caballo desbocarse.
Recordar es recorrer las raíces, tratar de entenderle el vientre a ese puñado de casas que fue alcahueta de mi infancia libérrima. “Nadie ama a su patria porque es grande, sino porque es suya”, dijo Séneca.
Hay que escarbar el pasado. Y justo ese es el mensaje de las primeras palabras que hallé en el libro La balada de María Abdala, de Juan Gossaín: “Hay que quitarle al olvido lo que se está llevando”. Lo intento.
Agua dulce, chapuzones, paseos, rodillas raspadas, cariños francos, playones, libertad, aguaceros y cuentos cotidianos: infancia feliz, muy feliz. No hay otras palabras para definir mis primeros años. Hoy quiero evocar los tiempos idos.
Mi madre, Nora, me llevaba al colegio de la mano. Por cada casa que pasábamos, decíamos: “Adiós, adiós”. No fallábamos. Veíamos a los señores tomando tinto y a las señoras echando cuento. Caminábamos y caminábamos. Me gustaba llegar antes que la profesora. Los zapaticos se empolvaban, por lo que mamá me metía una toalla en el bolso para que los limpiara al llegar al salón de clases. 6:45 de la mañana. Mi presentación era impecable. Gracias, mami, por cuidarme.
En el recreo no comíamos frituras ni jugos artificiales, sino alimentos preparados por los paisanos: dulce de corozo, chicha de maíz, alegrías, almojábanas, cocadas, bolis (helado casero). Y si a un compañerito no le alcanzaba para comprarse uno, alguno del grupo lo partía en dos y le ofrecía un pedazo.
Ah, ¡cómo olvidar las galletas de Rosa!, en todo el pueblo eran populares; el olor a galletas recién salidas del horno nos impulsaba a celebrar la infancia a punta de mordiscos. Y las paletas de leche que vendía el señor Nico no tenían comparación, eran sabrosas, nos quitaban la sed.
Cómo no recordar a la seño Carmen si fue la maestra que me enseñó a atarme los cordones después del recreo. Me educó con amor. Cada lección se convertía en un cuento cuando leía en voz alta, nos miraba a los ojos y dibujaba en el tablero para abonarle más gracia al tema. Recuerdo que la primera palabra que escribí fue el nombre de un perro blanco y peludo que tuvimos: Solovino. Después de la escuela me acostaba boca abajo en el piso de mosaicos de la casa a hacer las tareas. La casa quedaba a cortos pasos de la ciénaga de Zapayán. Les pedía a las lavanderas que me convidaran cuando fuesen al agua. Después de cumplir con los compromisos escolares, en la tarde, las esperaba en la terraza y me iba con ellas.
Lavanderas. Foto: Linda Esperanza Aragón.
Mientras las mujeres lavaban, yo jugaba, imaginaba historias al sumergirme y cerraba los ojos para sentir al barro con los pies. Escuchaba sus relatos, me reía con ellas. Las lavanderas fueron cómplices de mi húmeda diversión. La felicidad tenía música propia: el sonido del chapuzón, el sonido del beso entre el cuerpo y el agua. La ciénaga no era un espejo, para mí era una ventana, me dejaba ver otros mundos. Sumergirme no significaba un simple baño.
El agua siempre me guardaba alegrías. Me iba al puerto a esperar a mi papá cuando regresaba de Barranquilla, pues viajaba de vez en cuando para hacerse chequeos médicos y comprar lo que no se conseguía en el pueblo. La lancha se veía pequeñita. Clavaba mis ojos en ella hasta que por fin podía verle la cara a Andrés, mi padre. Cuando ya estaba en tierra firme le preguntaba:
–¿Qué me trajiste, papi?
–Un poco de confites —me contestaba.
Mi papá traía el periódico. Después del almuerzo lo leía con calma. Cuando terminaba de leerlo se lo prestaba al vecino y el vecino se lo pasaba al compadre. Rotaba. En las tardes los lectores se iban para el terraplén a comentar los temas de actualidad y las historias cotidianas del pueblo. Era esa una manera de matar al aburrimiento.
Y la música, la música también era otra forma de derrumbar al tedio: la gente no se quedaba sin escuchar las canciones que eran tendencia, así como llegaba el periódico, llegaban los discos compactos o CD. Recuerdo a un vecino que escuchaba a Polo Montañez, a otro que le gustaba Richie Ray y Bobby Cruz, a tres casas estaba uno que siempre tenía oídos para los hermanos Zuleta y Juancho Polo. Cada esquina se amenizaba a su manera.
En los playones, bajo la generosa sombra de los árboles, algunos se sentaban a escuchar las melodías que iban cosidas a la brisa y contemplaban el devenir de los paisanos, era como el cine, pero no había que pagar para entrar, ni hacían falta las sillas cómodas, ni las crispetas con gaseosa, ni se tenía que hacer silencio para no estorbar a los demás espectadores. Se requería era de la buena compañía para hablar de un suceso, de recuerdos, de historias que siempre van de boca en boca, de casa en casa y de tiempo en tiempo.
Como no había tabletas ni teléfonos móviles la diversión no se resumía en deslizar el dedo pulgar por las pantallas y clavar los ojos en ellas. Por las noches jugábamos a la libe, un juego que consistía en escondernos mientras uno de los amiguitos contaba hasta diez; era el mismísimo escondite, sin embargo, la adrenalina y la nula posibilidad de que un carro o una moto arruinara la recreación nos hacían sentir verdaderamente libres, por eso llevaba ese nombre: la libe. Codos y rodillas raspados por doquier. Un dolorcito leve, no era excusa para detenernos y dejar de escondernos. A veces al que se dejara pillar le mentaban la madre, y como eso duele, se iba refunfuñando a casa y se terminaba el juego, pero a la siguiente noche nos reconciliábamos y seguíamos jugando.
Divertimentos térreos. Foto: Linda Esperanza Aragón.
No tuve hermanos. Mis primas July, Yube y Juria, las hijas de mi tía Lochi, hermana de mi madre, fueron como mis hermanas. Ellas iban conmigo a los cumpleaños, jugábamos y nadábamos. Nunca dejaré de agradecerles por enseñarme dos cosas vitales en la vida: bailar y manejar bicicleta. Y a tía Lochi siempre le agradeceré por su cariño incondicional y por sus suculentas sopas.
Ya no iba al colegio a pie, para cualquier desplazamiento montaba en bicicleta. Y en las tardes de los fines de semana caminaba con mi mamá. En varias ocasiones nos sorprendían aguaceros, entonces nos descalzábamos y seguíamos el camino. Las calles polvorientas cambiaban de tono y se transformaban en pequeños charcos y en barro espeso. Nos agarrábamos de las cercas de los patios y mi mamá me decía: “Uña de gato, niña”, era en ese momento cuando apretaba los dedos de los pies para imitar las garras de los felinos y no resbalarme. Esa frase trato de aplicarla en la vida.
Barro. Foto: Linda Esperanza Aragón.
La música nos convocaba los sábados por la noche. Mi papá sacaba el equipo de sonido a la terraza y sonaban champetas. El reguetón no se había asomado —menos mal—. Ponía en práctica los pases que me habían enseñado mis primas. ¡Qué gozadera!, las rodillas raspadas no dolían. De vaina no se nos salía el esqueleto del cuerpo.
Los domingos mi papá me despertaba a las 5 de la mañana para ir a cabalgar juntos. Él siempre llevaba un radio y escuchaba vallenatos clásicos que también me gustaban. El cantar de los pájaros, la tranquilidad del campo, el galope de los caballos y el acordeón de Alejo Durán forjaban una atmósfera maravillosa. Para mí nunca fue un pasatiempo, fue alimento para la complicidad. Íbamos ligeros de equipaje y nos gozamos el trayecto. Mi padre me invitaba a observar: “Niña, fíjate en el cielo, hoy llueve”. En la escuela me enseñaban a leer y a escribir, mi papá me enseñaba a mirar.
El monte y Andrés. Foto: Linda Esperanza Aragón.
Es muy cierto lo que reveló Ana María Matute: “A veces la infancia es más larga que la vida”. Yo la siento interminable porque no he dejado de ver los álbumes familiares, cada foto me recuerda que la niñez es perdurable. Alejo Durán tenía razón, la ausencia no es remedio para olvidar.
Ya no vivo en el pueblo, pero no he dejado de ir, procuro visitarlo cada año y regresar a la casa de la infancia. Regreso porque sé que la ciénaga es una ventana, siempre está abierta. Cuando voy a Bomba viajo por mi sangre, es el escenario en el que empecé a amar la niñez. Barranquilla sintió mis primeros latidos y Bomba acogió mis primeros pasos. Soy de arena y de barro; de playa y de monte; de mar y de agua dulce. Soy anfibia. Soy dos raíces. Soy bombaquillera.
Alejo, te digo que no hay Mejoral que acabe con mi nostalgia.
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