Leyendo sobre libertad y justicia en la cárcel La Modelo
El pasado miércoles 13 de marzo, El Espectador acompañó al escritor Juan Álvarez a un conversatorio sobre su libro “Recuperar tu nombre”, en la cárcel La Modelo de Bogotá. Una crónica sobre este encuentro.
Laura Camila Arévalo Domínguez
“A las patadas no. Cálmese y hablamos, pero a las malas no”, dijo un señor calvo, con unas gafas en la cabeza, sin uniforme, pero con voz de autoridad, en toda la entrada de la cárcel La Modelo de Bogotá. Una mujer, que respiraba intentando conservar la paciencia, le mostraba un papel: “La orden la mandó Presidencia. Déjeme entrar”. Y el señor que intentaba calmarla, pero que solo lograba ofuscarla más, insistía: “Así no se manejan las cosas aquí. Le ayudo, pero con cordialidad, con cortesía”. Y ella respiraba. O, mejor dicho, batallaba: si se descontrolaba, perdía. La escoltaban dos personas que no decían nada, pero que parecían listas para cualquier eventualidad. “Con ustedes toca así. Si no tuviera una orden de Presidencia y no estuviese hablando en este tono, usted no estaría aquí negociando conmigo”, comentó la mujer, que quería visitar a un preso.
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“A las patadas no. Cálmese y hablamos, pero a las malas no”, dijo un señor calvo, con unas gafas en la cabeza, sin uniforme, pero con voz de autoridad, en toda la entrada de la cárcel La Modelo de Bogotá. Una mujer, que respiraba intentando conservar la paciencia, le mostraba un papel: “La orden la mandó Presidencia. Déjeme entrar”. Y el señor que intentaba calmarla, pero que solo lograba ofuscarla más, insistía: “Así no se manejan las cosas aquí. Le ayudo, pero con cordialidad, con cortesía”. Y ella respiraba. O, mejor dicho, batallaba: si se descontrolaba, perdía. La escoltaban dos personas que no decían nada, pero que parecían listas para cualquier eventualidad. “Con ustedes toca así. Si no tuviera una orden de Presidencia y no estuviese hablando en este tono, usted no estaría aquí negociando conmigo”, comentó la mujer, que quería visitar a un preso.
El escritor Juan Álvarez, funcionarios del Ministerio de Justicia y algunos periodistas fuimos a esta cárcel para presenciar un conversatorio en el que el autor habló de su más reciente libro, Recuperar tu nombre. En él se narra la historia de la imputación y el encarcelamiento de su padre, Fernando Álvarez; de la investigación que realizó el autor a partir del día en el que la familia se alertó por este caso, y de las consecuencias públicas, administrativas, legales y emocionales que atravesaron él y los suyos por este hecho.
Por eso pudimos escuchar una parte de aquella discusión. Un párrafo del libro en cuestión se relaciona con aquel enfrentamiento y con las preguntas y los comportamientos de los presos que asistieron a la charla: “Es extraño: esperamos soluciones del Estado frente a los problemas de convivir como sociedad diversa y llena de intereses privados y distintos, y, no obstante, a la figura intermediaria que gestiona esas diferencias intentando robustecer lo público, solemos empobrecerlo en nuestra comprensión de las cosas tildándolo de ‘burócrata’, ‘clientelista’ o llanamente ‘ladrón’”.
Y claro: la señora de la que hablamos, con su papel firmado “por Presidencia” y su mirada combativa, iba endurecida. Estaba prevenida. No confiaba porque al Estado, tal y como lo explicó Álvarez, se le mira con sospecha. La misma con la que muchos de los hombres encerrados que se preguntaron por el texto y su objetivo, formularon preguntas: “De qué nos sirve este libro”. Una desconfianza alimentada por, por ejemplo, las alternativas disponibles para defenderse: abogados de oficio que cumplen con una serie de pasos, pero “no defienden a nadie, más que a sus requisitos, a su papeleo”.
Volvamos al orden: entramos a la cárcel. Después de atravesar esa gran puerta negra blindada comenzó el proceso para cruzar los filtros en medio de una luz blanca que no se parecía a la de ningún lugar: no era luz de hospital ni de establecimiento comercial. Era luz cárcel: fría e invasiva. Se veía, pero no se veía, como cuando la bruma de cualquier problema no permite la perspectiva. Adentro casi todo estaba pintado de blanco: paredes, rejas, puertas. Había dragoneantes en cada filtro: mujeres requisando mujeres, hombres requisando hombres, y todas las muñecas descubiertas esperando a ser marcadas por sellos invisibles.
Pabellones 1A, 2A, entre otros. Por ahí entramos. Caminamos por un pasillo largo. No teníamos celulares a la mano, no se podía, así que la pulsión por registrarlo todo quedó controlada desde el primer momento. Mientras entrábamos, las personas del Ministerio cargaban unas cajas con refrigerios: sánduches, chocorramos y jugos en caja. Todo se acomodó en un auditorio oscuro en el que había una tarima con instrumentos y muchas sillas de plástico. El olor de la cárcel no se diferencia mucho del de la calle. Es ruidoso: huele a muchas cosas al mismo tiempo. En este caso había un aroma a límpido y a panadería. Cerca de ese lugar estaban saliendo los panes y las mantecadas hechas por algunos presos. Muy cerca también estaba el patio en el que se encuentran los hombres de la tercera edad.
“Este libro es un asidero a la realidad. Fundirme en él fue la manera que encontré de no volverme loco”. Esto lo escribió Álvarez al comienzo de Recuperar tu nombre: a su padre se le vinculó a un proceso de presunta corrupción en la administración del fallecido exalcalde Samuel Moreno. Que se equivocó en la supervisión de la delegación de un contrato interadministrativo, durante su temporada como secretario de Movilidad. Y se le encarceló como medida preventiva, lo cual fue “una arbitrariedad”, “un abuso”, debido a que, según investigaciones de Álvarez, su padre fue “empapelado” como un número más de los resultados que entregó la Fiscalía, liderada por Néstor Humberto Martínez, bajo la sombrilla “Bolsillos de cristal”. Más claro aún: fue uno de los números con los que se argumentaron “resultados”.
Las páginas del libro trascendieron el caso de su autor. No se cuenta su historia como hijo de un funcionario público al que le falló lo público, ni se trata de una sucesión de quejas contra el Estado ni una resignación ante la falta de viabilidad que muchos encuentran en la justicia. Hay otras tragedias: la de una amiga que fue asesinada, un hecho que ocupó su mente durante muchos días hasta que le llegó su propio dolor. La de su padre. La de él y sus hermanos, sufriendo por lo inevitable que se enfrenta cuando se siente amor familiar o cualquier clase de amor.
En fila y con dragoneantes escoltándolos, 120 presos llegaron a escuchar a Juan Álvarez, que después de contarles sobre la esencia de su relato escrito, recibió las preguntas: ¿dudó de la inocencia de su padre? ¿Cree en la justicia? ¿Cree en Dios? ¿Para qué escribió este libro? ¿De qué nos sirve a nosotros su libro?
Uno de ellos estaba en primera fila. Tenía un buzo rojo y una sudadera negra. Echado en la silla estiró las piernas, obstaculizando el paso de los otros. Con un gesto de desinterés, descolgó los hombros y dejó claro que quien quisiera pasar, tendría que hacerlo sobre él o esquivándolo a él. Miraba hacia el techo, hacia el piso y hacia Álvarez. No paraba de mover los pies y su ansiedad crecía cuando comenzaban a organizarse los refrigerios. Tenía una ropa diferente a la de los demás, pero su postura y su atención lo uniformaba con el resto de los hombres que lo acompañaban: miraban y hablaban con una ausencia de futuro en la garganta y un profundo desprecio por la autoridad.
Y tal vez para eso estaba allí Álvarez: su forma de poner su dolor “en otro sitio”, redujo la presión del no futuro y le aportó perspectiva sobre eso que llamamos autoridad.